lunes, 23 de enero de 2012

El pacto

Por Alejandra López.

Sandra estaba recostada sobre la cama viendo la novela de las cinco de la tarde. Pronto se levantaría para prepararle la merienda a Marcos que  llegaría del trabajo.
Absorta en una escena crucial, atendió el teléfono, le dijeron que en el hospital estaba Marcos. Un accidente con la moto. El médico le informaría de su estado en cuanto llegara. Anotó la dirección y el teléfono. Cortó y llamó, cerciorándose de que no era un “cuento” para tenderle alguna trampa. Efectivamente, era el teléfono del hospital y le dijeron que Marcos estaba ingresado en cuidados intensivos.
Ansiosa salió a la calle donde rayos cálidos abrazaron su angustia,  tomó un taxi. Nadie la acompañaba porque la pareja vivía en el interior del país y allí no tenían familiares ni amigos. Solo algún conocido o compañeros del trabajo.
Se guió por las indicaciones del hospital y así llegó a la U.T.I. Con estómago oprimido por los nervios, tocó el timbre. Minutos más tarde la atendió una enfermera. Sandra le explicó por qué estaba allí; la mujer la hizo pasar a una oficina y le dijo que pronto vendría el doctor.
Cuando entró el profesional y comenzó a hablar del cuadro sumamente delicado en que fue ingresado su esposo, a la mujer  empezó a temblarle el cuerpo. Las palabras las sentía distantes y las captaba aisladas. “Politraumatismo. Múltiples fracturas  vertebrales. Traumatismo encéfalocraneano. Conmoción cerebral”.
Estaba en coma y era muy difícil que sobreviviera al accidente; si lo hacía, no cabían dudas de que quedarían secuelas importantes.
“Basta, basta”- gritaba Sandra en su interior. Pero en cambio dijo: “Por favor, permítame verlo unos minutos”.
—Bueno, este no es horario de visitas, pero espere aquí que la enfermera le avisará cuándo puede pasar.
Media hora más tarde, Sandra entró a la sala de terapia.
Olor a desinfectantes, ruido de aparatos que jugaban su partida con la muerte. La dejaron sola al lado de la cama de su esposo. Poco lo podía reconocer entre los vendajes, el brazo con la vía, sensores en el pecho descubierto y el respirador. Solo tomó la mano libre de Marcos y la sostuvo suavemente.
Pasaron numerosos días de partes médicos, muchos desahuciantes, pocos esperanzadores.
Recién al trigésimo día de su internación, Marcos comenzó a mostrar alguna mejoría. Poco a poco los médicos le fueron quitando el respirador. A Sandra le decían que tenían que ser cautos. Todavía la vida del hombre corría peligro.
En sus visitas, ella le susurraba poemas de amor esperando el milagro:

“No te duermas amor
todavía no recorrimos
los caminos más dulces
el vino aún es hiel
y los pájaros lastiman porque
no pueden
                 volar.
despierta
               para que
me ayudes a
                   dormir a tu lado”
                      

Una tarde,  su esposo abrió por primera vez los ojos y la reconoció. Movió los labios como queriendo decirle algo. La mujer se aproximó. No podía entenderlo al principio por la debilidad de sus palabras. Pero luego de varios minutos de esfuerzo, logró comprender lo que quería. Intentando contener las lágrimas, le dijo que estaba de acuerdo.
Y así fue cómo el pacto quedó sellado en una habitación de hospital, entre olor a desinfectantes y muerte.

Tres meses más tarde regresaron al hogar. Él se había restablecido por completo. Como secuela sólo quedó una leve renguera. Por ello, los médicos hablaban de “milagro”. El caso era inexplicable para la ciencia.
Poco a poco retomaron sus rutinas. La vida les había dado una revancha y decidieron aprovechar al máximo esta oportunidad; con lo cual se replantearon la postergación de ser padres. No esperarían a tener una mejor posición económica.
Pasaron meses felices, pero el bebé no aparecía. Por ello, al año y medio del accidente de Marcos, consultaron con un especialista. Ambos temían que el accidente hubiera dejado estéril al hombre. Salieron del consultorio del médico con una larga lista de estudios que ambos debían realizarse.
Cuando regresaron con los resultados, el galeno les dijo que Marcos no era estéril. Todos los valores estaban dentro de parámetros normales. En cambio, solicitó nuevos exámenes más profundos para Sandra porque había algunos “detalles” y quería cerciorarse bien antes de dar un diagnóstico aunque aparentemente tampoco ella era estéril.
Cuando volvieron al consultorio, la pareja quedó desconcertada.
El médico derivó a Sandra a un oncólogo. No cabían dudas, tenía un tumor maligno y debía ponerse en tratamiento de inmediato. Pasaron algunos meses de terapia con drogas fortísimas que provocaron efectos adversos en la joven. Su cuerpo se iba debilitando día a día.
Dos veces estuvo internada y la última fue dada de alta con el rótulo de “terminal”, cosa que Marcos se encargó de ocultarle. Sabía que volvían al hogar a esperar el desenlace.
Cada día la salud de Sandra empeoraba. Una noche, mientras estaban acostados, ella le dijo a su esposo: “Mañana”
—Mañana qué, amor- preguntó él.
—Mañana me vas a llevar a nuestro lugar favorito.
Él sabía que se refería a las orillas del río, al cual iban con frecuencia en verano donde disfrutaban de estar echados sobre las rocas, escuchando el murmullo de la corriente.
—No amor, hace mucho frío y anunciaron lluvias para mañana.
—Sabes que esto no da para más, y yo no solo lo sé, lo siento. Así que mañana cumpliremos con el pacto que sellamos en el hospital.
Marcos no acotó nada porque sabía muy bien de qué se trataba.
Al otro día amaneció gris y lloviznaba de a ratos. Sonriente, Marcos le preguntó:
—¿Te preparo el desayuno?
—No quiero nada. Por favor, vamos.
Él envolvió el frágil cuerpo de la mujer en una frazada. La levantó en brazos y luego la depositó en el auto, a su lado.
Llegaron al río y la sentó suavemente sobre una roca. El lugar se encontraba completamente desierto. No llovía pero soplaba un viento húmedo sobre sus rostros.
—Quiero café  – dijo ella.
—Lo dejé en el auto – acotó Marcos.
—Por favor… No quiero que me veas.
Él dio media vuelta y se dirigió hacia el vehículo.
Cuando volvió, solo quedaba sobre la roca la manta que envolviera el cuerpo de su mujer. Miró hacia el río y no pudo distinguir nada, solo la corriente de agua.
No se molestó en recoger la frazada ni el termo. Regresó al auto. Goterones gruesos comenzaron a caer. Puso en marcha el motor y arrancó. Las lágrimas y la lluvia hacían casi nula la visibilidad.
Apretó a fondo el acelerador en el camino desierto, decidido a modificar una parte del pacto.


                                                FIN
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Género: romántico con poesía.

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