Por Juan Esteban
Bassagaisteguy y Carmen Gutiérrez.
Enero de 2132: Se sorprende al ver su imagen en el espejo. Apenas puede creer que la
figura marchita y desencajada que lo mira desde el cristal plateado sea él
mismo. La ropa desgarrada y manchada de sangre, el cabello revuelto y las
marcas de golpes en el pecho le hacen estremecerse. Pero lo que lo tiene
atónito frente a su reflejo, es su rostro. Amarillento, seco y, lo peor de
todo, le falta un ojo. La cuenca vacía le da un aspecto de cadáver
tan tenebroso, que sonríe a su pesar. Lleva un dedo hacia el hueco extra en su
cara, temblando, tratando de recordar. ¿Dónde está? ¿Qué habitación es esta?
Nada. En su cerebro no hay nada. A su espalda el
brillo de la ventana capta su atención. Ahí dentro está oscuro pero la luz que
se cuela por las rendijas de las cortinas le dice que es mediodía. Retira
cauteloso la pesada tela y el resplandor del sol le hiere el ojo azul
obligándole a cubrirlo con la mano. Buenos Aires está en llamas. La ciudad
parece desierta aunque a lo lejos alcanza a escuchar las alarmas antiaéreas.
Algunos disparos esparcidos interrumpen el monótono sonido. Desde
el tercer piso donde observa aquella desolación, ve a un reducido grupo de militares
corriendo por la calle, buscando algo o a alguien. Un soldado raso distingue al
hombre que los observa desde arriba y se para en seco. La pequeña unidad se
detiene también. En menos de un segundo seis fusiles apuntan al tuerto,
esperando la orden de su capitán para disparar; una orden que no llega porque
una explosión, a pocos metros de los soldados, los evapora, reduciéndolos a
cenizas y pedazos humeantes de carne que vuelan por doquier. La fuerza del
impacto lanza a nuestro hombre al otro lado de la habitación en medio de
cristales rotos y astillas de madera.
Aterriza de nalgas detrás de un enorme escritorio
de caoba. El golpe lo aturde y lo deja despatarrado sobre un montón de papeles.
Busca asirse a la orilla del mueble para incorporarse y su mano encuentra un
estuche de piel negra con bisagras doradas. No lo recuerda, pero sabe que es
suyo. Se levanta apoyándose en el escritorio. Mira detenidamente el estuche y
lo abre. El esfuerzo de la sonrisa que se dibuja en sus labios provoca que la
resequedad de los mismos se abra, dejando la carne expuesta y unos pocos hilos
de sangre escurren por su barba pelirroja.
Regresa al espejo y coloca el ojo de vidrio,
encontrado en el estuche, en la cuenca vacía. Su aspecto recupera algo de
normalidad a pesar de que la prótesis le da rigidez en la cara. Se arregla los
despojos de ropa que viste. En el suelo descubre una chaqueta muy elegante, la
cual también es suya. Con el ojo falso y la chaqueta puesta se parece un poco
más al hombre que le sonríe, escueto, desde la enorme fotografía que adorna la
habitación, aunque todavía no recuerda mucho.
La tonada sigue machacándole la mente, se golpea la
cabeza tratando de activar a las neuronas dormidas que se resisten
a trabajar. Se siente confortablemente atontado. Cierra “los ojos”
y una imagen le llega en un instante.
Él. Caminando por los pasillos del antiguo edificio.
El cuerpo de seguridad que lo protege guiándolo hasta un improvisado refugio.
La guerra ha estallado. Brasil lo ha traicionado retirándose de lo que podría
haber sido el plan perfecto, y se reafirma como potencia con ayuda de
infantería y maquinaria pesada patrocinada por algún país comunista, con
seguridad China. Argentina contraataca y queda muy mal parada a pesar del
“Ejército del Agua”. Al momento en que deciden la evacuación del presidente, la
enfermedad se ha colado entre los civiles, quienes sedientos y con hambre
rondan los puestos de la armada tratando de conseguir recursos para subsistir y
defenderse.
La imagen, lejos de esclarecerle la memoria, lo deja
más confundido. Desolado se deja caer en el piso, esforzándose por averiguar.
Se lleva las manos a la cabeza tirando de los cabellos rojos, que se quedan en
mechones abundantes entre sus dedos.
Julio de 2092: El BMW negro derrapa en la tierra fangosa al terminarse el camino de
repente. Sin aminorar la velocidad, ya superior a la permitida por las borrosas
señales de tránsito, el auto se interna varios kilómetros en la selva, hasta
donde los árboles lo permiten. No se oye el piar de las aves y un silencio
sepulcral todo lo invade.
En cuanto el coche se detiene, bajan del asiento
trasero un hombre y una mujer llevando el cuerpo inmóvil de un pequeño, con el
calor del sol aun impreso en su pálida piel. El chofer se queda en el auto
mientras padre y madre se internan a toda prisa en la selva que rodea Puerto
Príncipe, con el cadáver de su hijo en los brazos vestido todavía con el
bañador de flores rojas y azules.
Corren sin parar, sin pensar en el dolor de los
músculos atrofiados por el sedentarismo. La riqueza acumulada por mega negocios
financieros, ha perdido importancia en este momento. Ahora lo que importa es
correr, seguir, encontrar la manera de quedarse con su hijo sin escatimar el
costo. Siguen la senda indicada por el ayudante del salvavidas (el niño no
respira desde entonces), pero no pierden las esperanzas. Chapotean en curvas
fangosas; ella abandonando a sus zapatos de marca pegados en el lodo, él sin
notar que sus pantalones de diseñador se rasgan por las espinas. Corren.
Corren.
Se topan de improviso con un claro regido por
una casucha de techo de paja, rodeada por un pantano poco profundo. En dos
trancadas, el hombre atraviesa el charco putrefacto y abre la puerta recargando
el costado contra esta. Entra a la pequeña y oscura estancia y cae de rodillas
extendiendo el cuerpo sin vida de su hijo sobre el piso de tierra, seguido por
su temerosa mujer.
—¡Vuélvalo a la vida, ya! —grita el hombre,
desesperado, ahogando los sollozos.
Un anciano oscuro de barba blanca emerge de la
penumbra, los mira indiferente con sus ojos rasgados y amarillos, a la espera.
Sentado en un pequeño tocón, aspira el humo de un cigarrillo casero. Después de
un silencio cargado de electricidad, el viejo sonríe con malicia; una lengua
azabache aparece por entre los dos únicos dientes superiores y moja, con
codicia, los agrietados labios.
—No puedo —dice el anciano con un marcado acento
francés, señalando al chico con un gesto—, no vivirá más de dos o tres años, y
no les gustará lo que verán.
—¡¿Qué dice, viejo de mierda!? —inquiere furiosa,
temblando, la madre.
—El proceso de descomposición del cuerpo seguirá su
curso, la piel desaparecerá poco a poco, carcomida por microorganismos
invisibles; los huesos y músculos perderán su dureza y consistencia. Es la ley.
—contesta el viejo, con prestancia médica, pero encogiéndose de hombros.
—¿Nada… nada puede hacer, señor? —pregunta el hombre—.
Comprenda, es nuestro único hijo, estamos desesperados.
—Lo entiendo —contesta el anciano, mientras alza una
ceja y los mira a la cara con suficiencia; sus ojos refulgen como brasas en la
penumbra—. Solo veo una salida. Un rito avanzado, algo que solo se hace en
casos extremos; tendrán que dejar a su hijo conmigo esta noche y regresar por
él mañana. Es magia profunda, una alteración de la naturaleza.
—¡¿Y qué espera para usarla con Leo?! —grita la mujer
desesperada.
—Les costará un ojo de la cara —responde el anciano
con paciencia. Sus anchos labios enmarcan una sonrisa funesta. Sabe que lo
harán. Uno hace todo por sus hijos.
—Ponga el precio —contesta el padre de Leonardo,
sacando la billetera del bolsillo trasero.
—No hablo de dinero —dice el viejo con aire ofendido—,
un ojo de la cara es un ojo de la cara, no otra cosa.
—¿Y qué garantiza? — pregunta el magnate, sudando a
chorros en su camisa de turista.
—Volverá a la vida, su cuerpo no se descompondrá y
vivirá hasta los noventa años. Podrá reproducirse, tendrán nietos… Aunque
desconozco los efectos secundarios, esa responsabilidad se las dejo a ustedes.
La plática está muy amena, pero perdemos tiempo valioso.
—¡Hágalo ya! —suplica la mujer, con un dejo de
esperanza en sus lacrimosos ojos.
A la mañana siguiente regresan por su hijo. El miedo y
temor de perderlo se esfuman cuando el niño corre a sus brazos, con pasos
temblorosos. El color del cabello de Leonardo ha cambiado del rubio original a
un pelirrojo caoba, y una fea cicatriz va desde la frente hasta el pómulo,
atravesando en diagonal la cuenca vacía del ojo derecho.
—¿Mami?… ¿Papi?...
Noviembre de 2131: Entra en la sala de conferencias privada seguido de su escolta. Lleva en
las manos un dossier con noticias de la frontera. Sabe que convencerá a sus
aliados. Tiene los ases bajo la manga y los tiempos no están para andar con
miramientos. Sube al estrado disimulando la resequedad que el ojo de vidrio le
provoca desde la madrugada. Sin embargo, el espectáculo debe continuar y él
tiene que presentarlo. Comprueba el sonido, los asistentes esperan, las luces
se enfocan en su rostro impávido y seguro. Comienza el discurso después de
aclararse la garganta:
—Señores y señoras, todos sabemos a que nos
enfrentamos. Las negociaciones con América del Norte han fracasado. Están
planeando atacarnos. —Alza las manos para acallar los murmullos asombrados de la
concurrencia—. Estamos en guerra. Algunos la llaman “La Tercera Guerra Mundial”.
Para mí no es más que una puja de poderes desatada por la codicia de los países
que dicen ser los más desarrollados, aquellos cuyas grandes urbes se encuentran
sumidas en la corrupción humana más profunda —apoya las manos en el podio
agachando la cabeza, dando énfasis a sus palabras.
—Y no quieren nuestro poco petróleo; tampoco nuestro
oro; ni siquiera esclavizarnos como mano de obra barata. No —continúa mirando
de nuevo a los asistentes—. Quieren dominar nuestras reservas de agua potable.
América del Sur posee las últimas fuentes naturales. Sabemos las consecuencias
que tuvo el siglo XXI, la voracidad por el petróleo provocó calamidades y
guerras. La superpoblación mundial, el calentamiento global y la pobreza que ya
no es solo en los países del tercer mundo, han provocado que el agua, se
transforme en un producto de lujo.
—La unión de los dos países más importantes del
hemisferio sur del continente americano, Brasil y Argentina, en el conflicto
desatado, ha elevado nuestras posibilidades bélicas de triunfo contra el
enemigo. Pero no estamos solos. Las islas Haitianas se nos han unido, aun
después de los terremotos que convirtieron al pequeño gran país de Haití en un
conjunto de islas. Después de la hambruna y la desolación de sus tierras, nos
ofrecen su apoyo a cambio de suministro constante de agua potable —hace una
pausa para beber agua de un vaso de cristal.
El público se remueve en sus asientos, aplaude cuando
el presidente de las islas Haitianas, un negro enorme envuelto en medallas y un
traje militar mal hecho, ingresa en el recinto. Vítores y gritos de apoyo
resuenan en el lugar. Leonardo se vuelve hacia João Manuel Da Silva,
presidente de Brasil, quien lo mira alzando las cejas, visiblemente
sorprendido; levanta el pulgar en señal de aprobación pero Da Silva no responde
el gesto. “Ya verás los resultados, amigo rumbero” piensa Leonardo. “Cuando
ganemos esta guerra me agradecerás”.
—Haití, amigos míos, nos enviará a un ejército fuera
de lo común. Una armada que se recupera de las pérdidas con notable rapidez. —El
disertante alza las manos enzarzando a la multitud, que responde con aplausos
respetuosos—. Con ellos las fuerzas armadas de los dos gigantes de América del
Sur han incrementado sus filas. Hemos de dar una lección a los futuros
invasores. Les regresaremos la bofetada ¡Basta de poner la otra mejilla!
¡Dejemos de inclinar la cabeza y darles lo que nos pertenece! ¡Hoy, aquí, la
unión de Argentina, Brasil y las islas Haitianas cambiará la historia!
—Leonardo Hesse da un golpe en el podio con el puño cerrado; su ojo normal
brilla, recorriendo la tribuna. El ojo de vidrio permanece inmóvil y más seco
que nunca.
La gente ovaciona de pie y una marcha militar se
escucha en las afueras acercándose poco a poco. Da Silva se levanta para
alcanzar a Leonardo, quien lo mira exaltado.
—¿Estás loco, Hesse? —pregunta en un español
suavizado por su acento portugués— ¡No sabes en lo que te estás metiendo!
—Es la terminación de nuestros males, amigo rumbero
—alcanza a contestar Leonardo antes de que el ejército prometido, o el
“Ejército del Agua” como lo llamarían después, irrumpiera en la sala en medio
de redobles de tambor.
Dos características los distinguen. Por un lado su
cabello rojizo, desde el anaranjado hasta el cobrizo oscuro; y por el otro, la
ausencia en todos ellos del ojo derecho: blancas cuencas lechosas, ojos de
vidrio, parches negros, y en todos una cicatriz de cinco o diez centímetros que
desciende desde la frente a mitad de la mejilla. Los gritos de apoyo se
convierten en murmullos y se terminan de pronto, cuando el general de barbas
blancas al mando de los pelirrojos, levanta el brazo y sus hombres hacen un
saludo marcial.
Da Silva se marcha al verlos. Es lo bastante
inteligente para saber lo que se avecina. Leonardo lo ve salir sin comprender
por qué él mismo ha hecho el saludo junto con los hombres del agua.
Cuando el caos se desata, Leonardo Hesse, presidente de Argentina, llamado
socarronamente por la prensa amarillista como “El Taheño”, es sacado del lugar
por su escolta y llevado al sótano de la residencia presidencial. En el camino
pierde el ojo de vidrio. Alguien lo encuentra después y lo guarda en el
estuche.
Enero de 2132: Los recuerdos, las imágenes, la leyenda del viaje a Haití tantas veces
contada por su madre en el borde del Alzheimer, le inundan la mente y su
cerebro protesta con un dolor insoportable. “No es posible” piensa arrancándose
mechones y mechones de cabello en un intento de disminuir las punzadas en su
cabeza. Trata de gritar pero solo salen de su garganta unos rugidos estentóreos
salpicados de sangre. Su hija Amaranta y Úrsula, su esposa, estaban con él en
el sótano. Lo sabe ahora. Las recuerda.
Sale de la enorme habitación y corre por el pasillo
buscando las escaleras de seguridad. Tropieza con cadáveres amontonados de
soldados y oficiales de la policía. Les faltan partes del cuerpo, los han
mordido. El olor nauseabundo no le importa. Necesita saber que ellas están bien.
El torso de una mujer se mueve repentinamente cuando él pasa sobre ella,
haciéndole caer. Asustado trata de incorporarse pero algo llama su atención. La
mujer cadáver sostiene unos periódicos, cuatro en total. Leonardo trata de
arrancárselos de la mano que se cierra como garra, forcejea un poco y lo logra,
trayéndose el brazo putrefacto de la que antes era su
asistente. Sin saber por qué busca su rostro, pero al ver su cara se estremece.
Ella está llorando. Lo mira con tristeza con los ojos sin párpados y los labios
agusanados se mueven en una mueca que, lejos de ser macabra, resulta
conmovedora.
Leonardo se aleja de ella, arrastrándose con los
diarios en la mano. Topa con la puerta de las escaleras y se refugia en el
umbral, trata de leer los titulares. No puede. No entiende nada. Llora de
impotencia y el ojo de vidrio resbala de nuevo de la cuenca. Lanza los
periódicos contra la pared y baja desesperado en busca de su familia.
La puerta está abierta. No debería. Se supone que
estaría sellada por fuera, pero no está la chapa de alta seguridad. Dentro del
refugio las luces parpadean. Todo está desordenado, tirado por el suelo. Las
provisiones están regadas por doquier. Encuentra una linterna y la enciende,
recorriendo el lugar con el haz de luz para asegurarse de no perder detalle.
Las encuentra en un rincón, la madre abrazando a la pequeña, muertas,
mutiladas. La ira se apodera de él. Patea todo lo que encuentra en una clara
rabieta. Se deja caer de rodillas implorando, a quien sea, que borre todo y le
regrese a su mujer y a su hija. Solo sonidos guturales salen de su garganta.
Se golpea de nuevo la cabeza con la linterna. Tratando
de sacar recuerdos, de hilar las ideas. Ahí es cuando sucede, rememora todo de
golpe y sin aviso. Yo, Leonardo Hesse, presidente de Argentina, soy el
asesino de mi familia. Soy el primer oficial del ejército de zombis que forjaba
aquel anciano. He traído la desgracia al mundo. Lo comprende todo un
segundo antes de que su corazón se detenga, sin darle tiempo de sentir
remordimientos.
“HAITÍ NOS HA TRAICIONADO” dice el comandante de la
Fuerza Armada Argentina. — La
Nación, Buenos Aires, Argentina, 2 de Noviembre de 2131.
“LA EPIDEMIA ESTÁ FUERA DE CONTROL” asegura la
ONU. BRASIL ha cerrado sus fronteras, tienen órdenes de tirar a matar. — The New York Times, NY, USA, 10
de Diciembre de 2131.
“LA TERCERA GUERRA MUNDIAL HA COMENZADO. Son invencibles, se reproducen”. La
OTAN considera que la epidemia llegará a Europa si no se toman medidas
extremas. — El País, Madrid, España, 17 de Diciembre de 2131.
“ENCONTRAMOS LA
SOLUCIÓN”. Estudiantes del Politécnico Nacional y la UNAM descubren arma
biológica. Se dispersa por aire y en Enero se lanzará en Argentina. "Da
quince minutos de cordura al infectado antes de detener el corazón; es
impresionante", aseguran. — Nuevo Milenio, Guadalajara, México, 27 de Diciembre
de 2131.
Septiembre de 2011.
Woow muy bueno (y)
ResponderEliminarJuan Bassa dice: ¡Muchas gracias, VIP's! Saludos...
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