Había una vez
hace mucho, mucho tiempo, en la tierra de los Lagos Profundos, un anciano rey
que tenía una única hija. La princesa Bromelia, era por todos conocida por su
belleza sin par; sin embargo, hacía ya un año y sin motivo aparente que había
descuidado hasta tal punto su imagen que ya no se bañaba. Prohibía a sus damas
cepillarla el cabello, se ponía a berrear cada vez que veía de cerca una
pastilla de jabón, y restos costrosos de barro y hollín teñían sus mejillas de
gris.
El cambio fue
tan radical que hasta los súbditos se dieron cuenta y acabaron por bautizar a
la otrora limpia y bella joven por el cruel pero certero apodo de “La princesa
sucia”.
El rey, alarmado
por la extensión de la gota en su pierna derecha y consciente de que no contaba
con mucho tiempo de vida, se hallaba en una situación desesperada, ya que
ansiaba ver a su hija casada antes de su muerte, pues temía que los infames
monarcas de los reinos vecinos usurpasen su corona y sus territorios. Pero, ¿cómo
diantres iba a ver a su hija casada si hasta los piojos que poblaban su cabello
huían de ella alertados por el mal olor que desprendía?
Aquella noche,
mientras todos en la corte brindaban, bailaban, reían y disfrutaban de un
festín, el rey discutía en sus aposentos con su consejero sobre cuál podría ser
la solución a tan grande problema. Su consejero, Maese Roldán, dijo:
—Su
majestad, la princesa Bromelia cumplirá Dios mediante dieciocho años el mes que
viene, si de verdad pensáis concertar un matrimonio deberíais apresuraros, pues
el resto de las princesas casaderas son todas más jóvenes que ella.
Por
toda respuesta, el rey soltó un suspiro lastimero mientras tachaba de la lista
al último de los príncipes que había rechazado la mano de Bromelia tras
encontrarla poco aseada. Ya habían terminado con todos los solteros de las
inmediaciones, y solo Dios sabía qué pasaría si no encontraba marido a su hija
antes de que fuese demasiado tarde.
No
muy lejos de los aposentos del rey, en el salón del trono, el juglar se dispuso
a cantar una chanza acompañado de su inseparable laúd. El monarca pudo escuchar
a la perfección la letra, y lo que escuchó no le gustó:
“Es nuestra princesa, de todas la más marrana,
Pues jamás cambia el agua de su palangana.
¿Qué es lo que brilla sobre su cabello caoba?
Son las pelusas del suelo de su alcoba”.
—¡Ay
de mí!, ¡hasta el juglar se burla de mi desdicha! —gimió el rey.
—No
os preocupéis Majestad, pronto encontraremos una solución—le animó Maese
Roldán.
A
muchas millas de allí, en la tierra de los Bosques Nevados, había un reino tan
diminuto y carente de importancia que a nuestro buen rey se le había pasado por
alto el hecho de que allí vivía un príncipe. El príncipe de aquel lugar, el
joven Tördel, era un muchacho alto, fuerte y hermoso; pero muy aficionado a las
fiestas, las cacerías y las justas. Era incapaz de centrarse. Por eso, su padre
le había amenazado con desheredarle y expulsarle de sus dominios si no
encontraba esposa en el plazo de un mes.
No
le quedó otra a Tördel que partir a la mañana siguiente en busca de la mujer
que le permitiera seguir disfrutando de todas sus comodidades, a las cuales no
estaba nada dispuesto a renunciar, pero si para ello debía casarse, bien valía
ese sacrificio.
Visitó
a lo largo de su viaje todos los reinos que iba encontrando a su paso, conocía
a las jóvenes casaderas más hermosas del lugar, pero ninguna de ellas le hacía
decidirse. Tördel era muy consciente de que el tiempo corría en su contra, los
días iban pasando y ya habían transcurrido tres semanas desde que empezara su
marcha. Si no encontraba esposa pronto la buena vida a la que estaba acostumbrado
se esfumaría.
Finalmente
llegó a la tierra de los Lagos Profundos, y de allí al último de los reinos que
aparecía en el mapa; el de la princesa Bromelia. Decidió hacer un alto en el
camino, conocer aquel paraje que había cautivado su atención y, de paso,
indagar si en su corte había una princesa en edad de casarse.
Haciendo
gala de su simpatía, se fue ganando la confianza del posadero de “La ondina
encantada”, donde se había detenido a beber y almorzar. Así se enteró de la
existencia de la princesa heredera. En cuanto Tördel le preguntó si la princesa
Bromelia era bella, el pobre hombre no supo qué responder; la muchacha llevaba
tanto tiempo con la cara mugrienta que a duras penas se le podían distinguir
los ojos. Finalmente atinó a decir:
—No
me corresponde a mí decir si Su Alteza es bella o fea, pero es…peculiar.
—¿Peculiar?
¿En qué sentido peculiar? —preguntó Tördel
El
posadero no dijo nada más y siguió sirviendo jarras de hidromiel a los demás
hombres de la posada. A Tördel le había picado la curiosidad, ¿cómo sería
aquella princesa tan peculiar? Decidió ir al palacio y comprobarlo por sí
mismo.
Cuando
llegó, fue conducido a los aposentos del rey por Maese Roldán. Hechas las
presentaciones, los dos hombres fueron directos al grano, pues ambos deseaban
lo mismo; Tördel encontrar esposa y el monarca ver a su hija casada.
Tördel
y Bromelia se conocieron en el jardín rodeados de toda la corte. Los jóvenes
quedaron muy impresionados; ella porque él era el muchacho más hermoso que
había visto en su vida y él porque la princesa estaba más sucia que el peor de
los pordioseros.
Haciendo
de tripas corazón Tördel decidió casarse con ella, pues el plazo impuesto por
su padre había terminado y no estaba dispuesto a renunciar a su herencia; pero,
¡que no se le ocurriese a la princesa imaginar que iba a cambiar!; él seguiría
con sus fiestas, sus cacerías y sus justas y procuraría estar lo más lejos
posible de Bromelia, pues olía tan mal que las flores se marchitaban a su paso.
Tras
la boda, los súbditos seguían sin poder dar crédito, ¿cómo era posible que el
magnífico príncipe Tördel se hubiese podido casar con la maloliente princesa?
Pronto la pareja fue motivo de mofa y guasa y se cantaban canciones sobre ellos
en las tabernas hasta altas horas de la madrugada:
“Ya se casó la extraña pareja,
¿Cómo no puso Tördel ninguna queja?
La boda se celebró con gran pompa y boato
Más allí no asistió ni un triste gato”
Los
días fueron pasando y la princesa se pasaba las noches en vela llorando sin
cesar; ya no le importaban las burlas ni los comentarios hirientes de sus
súbditos; lloraba porque su marido el príncipe Tördel era incapaz de sentarse a
su lado, la esquivaba, y sus damas la habían informado sobre sus diversiones.
Cierta
noche Bromelia lloraba tan desconsoladamente que su ama no puedo aguantar más
su tristeza y la preguntó:
—¿Por
qué lloráis niña mía?
—¡Porque
soy muy desgraciada! ¡El príncipe Tördel no me quiere; actúa como si yo no
existiera! —gimoteó ella sorbiéndose los mocos
Su
anciana ama contemplaba a aquel adefesio legañoso en el que se había convertido
su señora, e intentaba acordarse de aquella chiquilla hermosa que era solo un
año antes. En vista de que la princesa no dejaba de berrear, la regañó:
—¡Basta
ya Alteza, tenéis que lavaros! No es que el príncipe no os quiera, ¡es que
nadie en la corte quiere estar a vuestro lado por lo mal que oléis! Insisto,
¡debéis lavaros!
—¡No
puedo! ¡Sí lo hago el rey morirá!
Fue
entonces cuando la princesa Bromelia rebeló a su fiel cuidadora el gran secreto
que llevaba guardando más de un año: el rey había estado muy enfermo, tanto que
todos sus médicos creían que iba a morir. Al saber la mala noticia, Bromelia
decidió encontrar una solución por sí misma. Su reino, como su nombre indicaba,
estaba rodeado de lagos tan profundos que resultaba imposible ver el fondo. Según
los ancianos, vivía en esas heladas y oscuras aguas una ondina que ayudaba a la
gente en sus problemas exigiéndoles siempre algo a cambio.
Bromelia
fue a ver a la ondina y juntas hicieron un terrible pacto; ella no podría
lavarse ni cambiarse de ropa nunca, de lo contrario su padre moriría. Poco a
poco el rey recuperó su salud, pero ella tenía miedo de romper el acuerdo por
si su padre fallecía.
Su
ama quedó tan asombrada al escuchar la triste historia que decidió ayudar a la
niña que tanto quería; consultó libros polvorientos de antiguas profecías,
rituales, pócimas y ungüentos hasta que dio con un libro cuyas tapas habían
sido mordisqueadas por los ratones. Allí pensó que estaba la solución.
En
uno de los bosques que rodeaba al más profundo de los lagos, se encontraba el
reino de las hadas, quienes con su bondad deshacían los conjuros maléficos que
hacían otros seres mitológicos a los humanos.
Al
amanecer y entre la bruma, la princesa y su ama acompañadas de un remero
embarcaron en un pequeño bote en dirección a dicho lugar. Una vez allí, contó
lo ocurrido a la Gran Reina, quien le dijo lo que tenía que hacer: ella podía
volver a asearse de nuevo con total tranquilidad porque su padre tardaría aún
muchos años en morir. A cambio, Bromelia debía prometerla que prohibiría talar el
bosque donde vivían y que a la primera hija que tuviese le podría su nombre.
Cuando
regresaron a palacio la anciana ama estuvo horas lavando a Bromelia, pues había
estado tan sucia que tuvo que cambiarle el agua varias veces porque salía
completamente negra. Una vez que estuvo limpia, la vistió con uno de los
vestidos más bonitos que tenía y cepilló su pelo hasta que recuperó su antiguo
brillo.
Cuando
el príncipe Tördel vio a su mujer aparecer en el salón del trono tan bella y
tan elegantemente vestida, se enamoró de ella al instante y la prometió que
jamás volvería a dejarla sola.
Meses
después el reino estaba de fiesta; acababa de nacer la primera hija de los
príncipes y el rey había declarado una semana entera de festejos. Todo era
felicidad en el aquel lugar tan lejano. Ya no se escuchaban burlas ni bromas
contra la princesa; volvía a ser tan querida y respetada por todos como siempre
había sido.
En
el gran salón, mientras todos los invitados admiraban a la princesita recién
nacida preguntándose de dónde habrían elegido sus padres un nombre tan original,
el juglar recitó unos versos para todos los presentes:
“Es nuestra princesa, de todas a más hermosa,
Al verla de cerca parece una piedra preciosa
Y en la cunita su hija Meralide,
Bostezando, de vosotros se despide.
Por siempre jamás los príncipes fueron amados,
Por todos los habitantes de aquellos reinos lejanos”
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Para el ejercicio 8 recibí el aviso de que tenía que escribir un cuento infantil en el
que apareciese poesía. Los versos debían ser de mi propia invención y pueden leerse
en la primera, tercera y cuarta hoja. No serán de Bécquer, pero ¡lo pasé en grande
escribiéndolos!
Sin duda cumple con el reto! Felicidades!! Camila.
ResponderEliminarMuy bien hecho muy bonito cuento felicidades :)
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