La
idea era estupenda. Aunque me preocupaban dos cosas: el calor insoportable de Malargüe
en verano y que el equipo de producción no estuviera a la altura de las
circunstancias. Se rumoreaba que ciertos participantes estaban insatisfechos
con el contrato y que no respetarían las pautas del show. Y si eso pasaba, el
efecto dominó sería desastroso. No solo estaba
en juego mi prestigio como director sino también una sustanciosa inversión familiar.
Por eso mi psoriasis. Me había pasado el lunes entero ajustando detalles y
discutiendo con productores ejecutivos, técnicos y guionistas. El martes, un
día antes del comienzo del rodaje, llegó mi salvación. El grupo de psicólogos y
coachs especialistas en criminología. Su presencia era fundamental para
orientarnos, iluminar a los guionistas y hacer observaciones en cámara, pero
sobre todo para contener a los diez desequilibrados que serían las estrellas
del programa.
«Campamento
de canallas – Tercera temporada», se esperaba que fuera un éxito, al igual que
sus antecesoras. La receta era tan genial como volátil: se insertaba un puñado
de sinvergüenzas en un paisaje agreste y se los hacía competir entre sí a
cambio de una suma de dinero. El
inconveniente era que había que velar por que no se mataran. Por tal motivo,
este año, la producción mantendría a los más peligrosos bajo medicación
psiquiátrica. En la temporada anterior, un incidente casi acabó con el proyecto.
Que no hubiera trascendido el desmadre legal desatado a raíz de las
complicaciones de salud del padre Santoro tras ser atado con alambre y
escondido durante tres días en lo más recóndito de la selva misionera, se debía
al bufete de abogados del canal. Se necesitaron maletines repletos de billetes
para compensar el asunto. Al final, un ganador se erigió con el trofeo. Un argentino,
porteño, manipulador de pura cepa, alzó triunfal el lingote de oro. ¿Y no era
eso lo que esperaba la audiencia? Claro que sí, la audiencia esperaba grandes
dosis de miseria humana. Lo mismo que en un circo romano, incluyendo hienas,
leones y mártires.
El
ómnibus con los participantes arribó al set el miércoles a las diez de la
mañana. A través de las ventanillas panorámicas, la reserva natural Caverna de
las Brujas parecía un paisaje marciano aplastado bajo el yugo de un sol monstruoso.
Era un lugar inhóspito que no parecía diseñado para la supervivencia humana. La
dispersión de rocas iba de menor a mayor formando un anfiteatro en torno a un
valle arenoso similar a un diorama tosco. No había ni el menor rastro de sombra
y el termómetro marcaba cuarenta y seis grados.
En
su bitácora mental diseñada para no dejar rastros, Martín Céspedes escribió: «Veinte
horas en esta cafetera para que nos traigan al culo del mundo. En el penal me
cagaba de frío y por lo que veo, acá pretenden freírnos como chicharrones. Pero
se van a llevar una sorpresa. Ya hice amigos. Hablé con la Turca y con el Flaco,
y a los dos les gustó mi plan. El .22 Corto está escondido debajo del asiento, desde
que salimos de Buenos Aires lo acaricio con la punta de los dedos como si fuera
un talismán. ¿Quién se conformaría con un lingote de oro cuando se puede llevar
la reserva del banco central?
Los
guías caminaban con desgano hacia el bus que estaba detenido a unos cien metros
del puesto de entrada al parque.
—¿Pero
qué le pasa al chofer? ¿Se quedó dormido? Qué ganas de hacernos caminar al rayo
del sol. Tengo la camisa empapada.
—Dejá
de quejarte, Cucciarello, que éstos no son turistas comunes. Además, el
municipio aprobó el rodaje, ¿no? Parques Nacionales también. La coima grande la
cobran ellos, pero alguna migaja caerá. Dale, repasemos la lista de
participantes.
—Bueno,
gordo. Pero hacelo rápido, que nos vamos a insolar.
—Diego
Galante, abogado. Gonzalo Romaniuk, prestamista. Sandra Duman, estafadora. Marcelo
Starciari, cirujano plástico, qué hijo de puta… éste tiene varios juicios por
mala praxis, desfiguró a unas cuantas mujeres. David Wojcik, homicida. ¡Te juro
que dice homicida, no me mires así!
—¡Gordo!
—…Martín
Céspedes, éste también estuvo preso, por secuestro. Ah, pero si hasta salió en
la tele. ¿Te acordás del caso de la chiquita…
—¡Gordo,
presta atención!
Los
hombres se detuvieron en el medio del trayecto. Algo no andaba bien. Al ver bajar
a los pasajeros entendieron de qué se trataba. Los dos oficiales de gendarmería
y el chofer habían sido tomados de rehenes. Cucciarello vio las armas y se
olvidó de su compañero. Corrió torpemente hacia unas lomadas de piedra caliza. Un
disparo al aire lo detuvo.
Debajo
de la carpa hacía un calor diabólico, daba lo mismo estar ahí que tirarse de
cabeza en una freidora industrial. Rolo Marcovich, el productor, me lo había
advertido. Ahora nos lanzábamos miradas paranoicas y transpirábamos como cerdos
mientras una desfallecida asistente nos leía el plan de rodaje. Estaba a punto
de decirle a Rolo que tenía razón en cuanto a lo de filmar de noche, cuando
oímos el disparo.
—¿Qué carajo es eso?
La
pregunta se respondió enseguida. Era como una tropilla salida del inframundo.
Las caras transfiguradas denotaban una determinación feroz. Algunos habían
optado por una participación activa, otros simplemente parecían disfrutar del
descarrilamiento de los hechos. Nada de esto era bueno para los fines del
programa, ¿o sí? Cuando Céspedes preguntó quién era el director levanté la mano
sin dudar. Escuché atento sus exigencias y asentí con la cabeza. ¿Plata?
¿Vagones de plata? Por supuesto. ¿Garantías para cruzar a Chile por la
cordillera? Pero claro que sí, querido. Lo único que le pedí a cambio fue que
me dejara filmar el proceso. Céspedes, que no era ningún tonto, accedió. Pidió
un celular e informó él mismo a la jefatura de Malargüe lo que estaba pasando. La
conversación duró menos de sesenta segundos. «En cuestión de un rato» comentó a
los presentes con aire arrogante, «el lugar estará rodeado y entonces podremos
negociar por los rehenes».
Minutos
después las cámaras grababan con avidez mientras el campamento era sometido a
una reorganización drástica. Céspedes daba muestras de ser un buen líder y la
mayoría obedecía sus indicaciones sin chistar. De hecho, Sandra “la Turca” Duman
y Gonzalo “el Flaco” Romaniuk se acoplaron
a él como un guante. Al trío se unieron Marcos Petraca, un mitómano adicto a los
barbitúricos que era hijo de un famoso fiscal, y Mirtha Surduy, conocida en la
zona de Constitución con el inequívoco mote de «Fogatita». El resto pululaba
por ahí, sin intervenir ni colaborar. Tras oírlos cuchichear detrás del grupo
electrógeno, entendí que el abogado los había convencido de que el programa ya
había comenzado, y que la cuestión «del secuestro» era solo una fachada para
darle más emoción a la temporada. El que brillaba por su ausencia era David Wojcik,
el único serial killer de intercambio que logramos pagar, no sólo por la
diferencia cambiaria de la divisa norteamericana sino porque a los personajes como
él los demandaban otros países con la franquicia del show.
Bajo
las órdenes de Céspedes, encerraron a los gendarmes y el chofer del micro en el
museo de fósiles de la cabaña de guardaparques. A los sonidistas, iluminadores,
tiracables y resto del equipo técnico se le permitió hacer su trabajo siempre y
cuando no interfirieran con los planes. Las dos escopetas que había en la
cabaña fueron incautadas, así como todos los teléfonos celulares y handies.
Hacia el mediodía, cuando la temperatura alcanzó la increíble marca de
cincuenta y tres grados, los ánimos estaban, como mínimo, irritables. La
policía local no daba señales de vida y nuestra estrella del momento comenzó a
sopesar que quizá hubieran tomado el asunto como una broma. En ese sentido, la
súbita intervención del coach espiritual, Sri Roberto Amal, fue inoportuna. El
ceño de Céspedes se fue arrugando a medida que la cháchara de Amal tomaba vuelo.
Las palabras del coach involucraban conceptos que parecían estar más allá de su
agrado así que decidió responderle con un elocuente culatazo en la boca. Fin de
la sesión. De la forma más sutil posible, le indiqué a uno de los camarógrafos
que captara el momento.
A
las tres de la tarde el mercurio alcanzó los cincuenta y ocho grados. Llegado a
ese punto, todo el mundo se sentía aturdido. Nos movíamos con la languidez de los
astronautas y cada pequeña acción era como escalar una montaña. Por eso, cuando
Marcos Petraca distribuyó botellas de agua fría, agradecimos y bebimos con
desesperación. Un cuarto de hora después se hizo evidente que nos había
drogado. ¡El muy canalla había accedido al botiquín con la medicación
psiquiátrica! Una corriente eléctrica energizó mi cuerpo y mi corazón comenzó a
golpear como un martillo hidráulico. Me miré las manos y vi que temblaban sin
control. «¿Estás bien, Juan?» Me preguntó la directora de fotografía. «Estás
sudando a mares» Pero ella tampoco se veía bien, arrastraba la lengua y se
tambaleaba. Al parecer, la ronda de medicamentos había sido azarosa. Algunos
estaban absolutamente dopados y otros, como yo, acelerados. Me levanté de un
salto y corrí hacia la carpa donde varios camarógrafos se habían reunido para desmayarse
juntos. Tomé una Panasonic digital y la encendí con la intención de dejar
testimonio del primer episodio. ¡Alguien tenía que hacerlo! Durante un rato me
concentré en plasmar los estragos producidos en el campamento. En un momento capté
a Mirtha Surduy volviendo desde las casas rodantes, justo detrás de la cabaña de
guardaparques. Mirtha sonrió a cámara y se encogió de hombros con gesto
inocente. Detrás de ella, una columna de humo negro se enroscaba en el zafiro
azul del cielo en un contraste de lo más cinematográfico.
Bitácora
mental de Martín Céspedes: «¡Boicot! Alguien ha arruinado mis planes. Ahora el
fuego se ha propagado hasta la cabaña de guardaparques. Esos pobres diablos
encerrados ahí… en fin. Todo está perdida ya. La mitad del campamento corre en
círculos como pollos sin cabeza y la otra mitad se arrastra por el suelo. La
Turca y el Flaco no se pueden levantar. Me miran con los ojos velados,
balbucean. Yo también me tambaleo, ¿será
el calor? Petraca me dijo que… claro, je, je. Cómo le voy a creer una palabra a
Petraca».
Cucciarello sentía que le corría fuego por las
venas. Del agotamiento que lo había embargado un rato antes no quedaba ni una
pizca. El Gordo, en cambio, se había tirado a la sombra del grupo electrógeno y
roncaba como un bendito. Cuando empezó el incendio en las caravanas y el
campamento cayó presa de la confusión, a él se le ocurrió que su salvación
estaba cerca. Solo tenía que trepar unos cientos de metros por un camino
serpenteante y desaparecer en la fresca oscuridad de la caverna. Nadie como él
conocía los vericuetos de aquel laberinto, así que sonrió ante la posibilidad
de escabullirse. Iba por la mitad del trayecto cuando oyó que lo llamaban. El
abogado. El maldito abogado le apuntaba con una escopeta.
—¿Así
que ahí adentro es donde esconden el lingote de oro?—preguntó el hombre y
esbozó una sonrisa torcida —Entonces, me vas a ayudar a ganar.
Mi
instinto de director me condujo hacia el camino que subía hasta la caverna. Con
el corazón a punto de explotar, trepé y trepé por la escalinata de roca. ¡Y no
me equivocaba! La escena dramática se desarrollaba a pocos metros de la
entrada. El abogado apuntaba a uno de los guías con una escopeta mientras
mantenían un tenso diálogo. Levanté mi cámara para captar la situación y
entonces, a través del lente, lo vi. Detrás de una formación rocosa emergió la
figura lobuna de David Wojcik, el desollador de Wyoming.
—¡Cuidado atrás! —grité, ignorando que ese
sería el peor error de mi vida.
El
abogado, sobresaltado por mi advertencia, giró sobre sus talones y apretó el
gatillo. La perdigonada destrozó la Panasonic y arrancó mi mandíbula de cuajo. Vi
volar hueso, carne y cartílago como si fuera confeti. Se produjeron más
disparos y gritos, pero mi estado de shock me impidió entender quién había
liquidado a quién.
Como
en un trance, dejé atrás a todo el mundo y me tambaleé hasta la entrada de la
cueva. Se estaba bien ahí adentro. Tenía el mismo soplo de aire húmedo de las catedrales.
Me recosté sobre la arenilla y dejé que se escurriera entre mis dedos. Necesitaba
descansar, cerrar los ojos un rato. No me percaté de la presencia del cirujano
plástico hasta que su cara desquiciada se asomó en mi campo visual. Abrió su
maletín y, luego de examinarme, dijo que no me preocupara, que podía arreglarlo.
La
escena más patética de la temporada no fue captada para la posteridad; argumenté
en defensa propia sin la ayuda de mi maxilar inferior.
***
En
cuatro páginas de Word, adecuado a cualquier género, respeta la siguiente
premisa: «Herido de
muerte por un ataque, alguien logra escapar y corre frenéticamente hasta
encontrar una pequeña cueva que, erróneamente, toma por su salvación».
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