En
la cima de la montaña más alta del planeta Cybertron se libraba una batalla
decisiva. Dos colosos de metal entrechocaban sus cuerpos en una incansable y
estruendosa lucha que representaba, sin ir más lejos, el viejo y gastado cliché
de la guerra entre el bien y el mal. De un lado estaba el líder de los autobots,
el orgulloso hermano de los siete grandes, el inigualable Optimus Prime; del
otro estaba el jefe de los decepticons, el Caído, el aliado de Unicron, mil
veces nombrado traidor por su sed de poder, el inefable Megatron.
Los
titanes chocaron de nuevo y, al hacerlo, Optimus perdió el equilibrio y cayó de
espaldas. Un curioso artefacto, parecido a un ovillo de cobre, se soltó de su
mano y rodó hasta los pies de Megatron, quién lo recogió y lo sostuvo en alto
con gesto triunfante.
—¡Al
fin tengo en mis manos el combinador de mundos!¡Con esta tecnología los
decepticons dominaremos la galaxia!
—Megatron,
escúchame: no es lo que tú crees. El combinador es muy peligroso y no solo
actúa en este plano de la realidad… ¡No! ¡No toques el botón!
—¿Y
tú quién eres para decirme lo que debo hacer?... Ah… Ups.
Había una vez una hermosa joven que vivía
con su madre postiza y sus dos hermanastras en la periferia de un reino mágico
llamado Namek. Por alguna razón que no viene al caso, sus parientas la
maltrataban y la obligaban a hacer los trabajos domésticos. Todos los días de
su vida, la pobre chica cocinaba, fregaba y lavaba la ropa como una esclava. Su
nombre era Gokurella y aunque su familia lo desconocía, era heredera de un
largo linaje de guerreras Saiyajines que viajaban por el universo en busca de los
siete anillos de poder creados por el monstruoso Sith Darth Vader.
Sucedía
que Gokurella (o cola de mono, como la apodaban sus hermanas) había perdido la
memoria al arribar al planeta Namek siendo apenas una niña. Era imposible para
ella recordar a sus verdaderos padres, el científico Kal-el y la hermosa Lara
Vor-lan. Ignoraba también la muchacha, que su planeta de origen se llamaba Kriptón,
hogar que se había convertido en cenizas solo porque el odioso Darth Vader
había querido probar su nuevo juguete; «la escupidora de rayos láser
inconmensurablemente devastadora pero perceptiblemente cutre».
Ajena
a estos acontecimientos, Gokurella intentaba ser lo menos infeliz posible. Esa
tarde pasaba el trapeador y suspiraba perdida en ensoñaciones que la
involucraban a ella, una tina de baño llena de espuma y el pálido pero
voluptuoso cuerpo desnudo del príncipe Voldemort. Tan ensimismada estaba en sus
pensamientos que no advirtió la mirada ladina de sus hermanas.
—¿A
qué no sabes quién vendrá hoy a casa a practicarnos una audiometría, querida
hermana Merlina?
—Claro
que lo sé, adorada Erzebeth. Vendrá el mismísimo paje del príncipe Voldemort. Y
tal como está escrito en los letreros reales, la afortunada que posea un oído
perfecto será quién se case con el príncipe. Ah, no puedo esperar a lucir mi
vestido negro de encaje…
—¡No
serás tú, querida! Y por cierto, tampoco será la piojosa ésta, que anda todo el
día suspirando.
La
aludida que, en efecto, era propensa al suspiro pero también poseía un oído
perfecto, sintió que se le encabritaba el corazón. Un par de horas después le
fue aún peor cuando, al presentarse en la vivienda el paje real con el aparato
de audiometría, sus hermanas la empujaron de cabeza al sótano y la encerraron
con candado. No tuvo que esforzarse mucho Gokurella para enterarse de lo que
ocurría, pues paredes y tabiques no eran rival para su oído de búho.
—¿Escucha
el pitido? —preguntó el paje real— Cuando escuche el pitido levante la mano
derecha… no. Está inventando. Definitivamente no lo escuchó. Está usted más
sorda que su hermana, aquí presente.
—¡No,
no se vaya! ¡Espere! ¡Deben haber sido las gotas de aceite de perro que me puse
esta mañana! Merlina, ¿no me dijiste que el aceite de…? ¡Te voy a desollar!
—Lo
siento, muchachas. ¿Hay alguna otra doncella a la que podamos medir la audición?
El príncipe se mostrará encantado si por casualidad…
—No,
ninguna.
Al
enterarse el príncipe que no había doncella en todo el reino de Namek que poseyera
audición perfecta, se sintió apesadumbrado. Lo primero que hizo fue mandar a
decapitar al paje. Ese idiota con la estúpida cicatriz en la frente nunca le
había caído bien. Luego se encerró en sus aposentos a meditar y tocar la
mandolina. Amaba el instrumento con todo su corazón y se entregaba a largos y
esforzados repertorios que solían arrancar lágrimas de emoción a sus lacayos (hasta
los había visto tirarse de los pelos en rabiosos paroxismos de éxtasis). Pero por
más que sus sirvientes fingieran huir, y por más que él creyera que lo hacían
por respeto a su privacidad, sentía que arrojaba margaritas a los chanchos. Solo
quién tuviese el don del oído absoluto merecía ser su compañera. ¿Cómo sino
apreciaría la magnífica ejecución de cada nota? ¿La precisión en el ritmo? ¿La pródiga
expresividad en la composición? Entonces
se le ocurrió la idea más brillante que cualquier príncipe de los siete reinos
podía alumbrar: realizaría un baile. Y en ese baile tocaría su melodía
favorita; están lloviendo estrellas. Porque si no podía encontrar a
alguien con el oído perfecto, al menos elegiría a la muchacha que más
entusiasmo mostrase al escucharlo. Le pidió papel y pluma a un enano con pinta
de borracho que siempre andaba merodeando por las habitaciones y con elegante
caligrafía escribió: «Las malas lenguas dicen “Winter is coming”, sin
embargo, el baile real no se suspenderá por lluvia. Los espero el día»…
—¡Oh,
Merlina, muero de emoción! —gritó Erzebeth, agitando el papel que traía en la
mano— Y dice también que debemos acudir con nuestras mejores galas. Al fin
podré lucir el vestido de piel de púber que tengo en el clóset sin estrenar.
Merlina
dejó de arrancarle los bigotes al aterrorizado gato de Cheshire, lo metió en
una jaula y entrecerró los ojos.
—¿Crees
que deberíamos avisarle a madre? Un evento como este no se ve muy a menudo y supongo
que a ella le gustaría venir también.
Erzebeth
negó con la cabeza y sonrió con malicia. Sus profundas ojeras no ayudaban a
disimular la mirada de reptil. Chupaba un ojo de pitufo con fruición y lo
hacían rodar de un lado a otro.
—Claro
que no, Merlina. No despertaremos a la vieja momia Munrra para esto. Y tampoco
permitiremos que nuestra querida hermana y sus «orejitas de ratón» salgan
siquiera del cuchitril.
—De
acuerdo. Que madre siga durmiendo entonces. Y que Gokurella se quede encerrada.
Se lo merece por sangre sucia.
—¿Sangre
sucia?
—Muggle…
Por mugglienta.
En
la noche del baile sucedieron muchas cosas. No las contaremos todas porque las
reglas mágicas dictan que la historia debe caber en apenas cuatro pétalos de
culofolio. Lo importante es que nuestra querida Gokurella lloraba desconsolada
mientras contemplaba la luna por el ventanuco del sótano. Los tintineos de los
carruajes que viajaban hacia el castillo le llegaban con la claridad de una
grabación Dolby Atmos. «Ay», se
lamentaba Gokurella «Sí tan solo pudiera escapar de aquí para ver a mi hermoso
Voldemort. No necesito bailar con él ni tocarlo. Me conformaría solo con verlo.
¡Ah! Estoy tan frustrada que podría lanzar un kamehameha, sea lo que sea».
Y
era cierto. Tan contrariada estaba Gokurella que no vio descender la chispa de
luz por la ranura en el entretecho. La chispita flotó graciosamente por toda la
instancia hasta situarse delante de su vista. Entonces explotó con un ligero
chasquido y, sobre una flor de loto, apareció un pequeño sabio de barba blanca
y gorro de lana.
—¿Y
esto? ¿Quién eres tú? —Se sorprendió Gokurella.
—Soy
Osho, querida, el gurú de los santos inocentes. Estoy aquí para concederte un
deseo, y también para decir algunas frases trilladas. Por ejemplo: «La vida es
el equilibrio entre el descanso y el movimiento».
—No…
no entiendo. ¿Me ayudarás a ir al baile y ver al príncipe?
—¿Eso
es lo que deseas? ¿Pensaste alguna vez que la vida comienza cuando termina el
miedo? ¿O que cierta oscuridad es necesaria para ver las estrellas?
—Pero
entonces…
—¡No
hay tiempo ni espacio para chácharas! Deseo concedido. Vestido, peinado,
maquillaje y un hermoso carruaje que te llevará directo al castillo. Ah, y el
candado de tu habitación: ¡Puff!, esfumado. Seguro que me olvido de algo, pero
qué más da.
El
legendario Optimus Prime sacudió la cabeza confundido al ver acercarse a la
muchacha. ¿Qué extraño mundo era ese? La chica le preguntó si él era su
carruaje, cosa que lo confundió aún más. Decidió preguntarle a la muchacha si
había visto a Megatron, y entonces, por un largo rato, todo el mundo permaneció
confundido. «Necesito ir al castillo que está al oeste. Tal vez ahí encuentre
al Sir Megalodón» dijo la muchacha y Optimus decidió que a falta de un mejor
plan podía intentarlo.
Durante
el viaje hablaron poco y lo poco que hablaron no sentó las bases de un diálogo
eficiente. A ambos les llamó la atención el brillo surrealista de un cometa que
surcaba el cielo, pero cada cuál le atribuyó una explicación distinta. Cruzaron
campos labrados y valles hasta las murallas del reino y, una vez franqueadas (en
realidad Optimus las destrozó como si fueran cajas de cartón), pudieron atisbar
el gran castillo de Namek. «¿Qué es eso?» preguntó Optimus «¿Un rudimentario garage
de piedra? ¿Y por qué sale fuego de su interior?» Pero la chica abrió grandes los ojos y exclamó:
«¡Mi amado príncipe está en peligro! ¡Debemos acudir en su ayuda!». Optimus
Prime, líder de los autobots, orgulloso hermano de los siete grandes, no
necesitó más aliciente para hacer rugir su motor. Esas chispas azules eran el
sello inconfundible de su archienemigo. El flamante camión aceleró y, en los
metros finales, cobró la forma de un robot acunando con celo a Gokurella en su
interior. Con sus poderosos puños, se abrió paso a través de las puertas del
castillo y se irguió imponente entre las llamas y el humo. Por debajo de sus
piernas, los invitados a la gala huían despavoridos. Muchos estaban al borde de
la asfixia o malheridos y se arrastraban lastimosamente sobre las alfombras. Gokurella
alcanzó a ver a sus hermanas. Ambas tenían los cabellos envueltos en llamas pero
aun así intentaban disputarse un ridícula mandolina. «Que se jodan» pensó.
Optimus
Prime hizo contacto visual con su némesis y se cuadró para la lucha. Megatron estaba
de pie junto al trono. El cadáver ensangrentado de un flacucho pálido yacía a
sus pies en mala postura. Al verlo, Gokurella lanzó un grito desgarrador.
Megatron sonrió y estiró el brazo con la palma abierta hacia arriba. Ahí estaba
el combinador de mundos.
—Detente
Megatrón, no lo hagas más difícil.
El
malvado decepticon no logró responder. Porque en ese momento, justo cuando el
reloj marcó las doce, un asteroide golpeó el castillo con inmensa violencia
lanzando toneladas de roca, madera, seres humanos y robots por el aire. De entre
las ruinas humeantes y la desolación se irguió un extraño ser. Su mirada severa
barrió el horizonte de izquierda a derecha. La piel que recubría sus músculos
era blanca, tachonada con láminas violetas. Optimus se incorporó para
observarlo mejor. Desde el interior abollado y maltrecho de su carruaje,
Gokurella hizo un gesto de desagrado «Tiene el aspecto de una zapatilla
deportiva» Pensó. «Y, por algún motivo, lo detesto con toda mi alma».
La
criatura se agachó y recogió un extraño artefacto de cobre. Lo hizo girar en
sus manos y, antes de que pudieran advertirle, presionó el botón.
—¡No!
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre
prefiero olvidarme, vivía un hobbit…
***
Consigna:
Escribe una versión cómica del clásico la cenicienta ambientada en el planeta
Namek durante la invasión de Freezer
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