viernes, 7 de julio de 2023

De sirvientas, príncipes y guerreros Saiyajines

En la cima de la montaña más alta del planeta Cybertron se libraba una batalla decisiva. Dos colosos de metal entrechocaban sus cuerpos en una incansable y estruendosa lucha que representaba, sin ir más lejos, el viejo y gastado cliché de la guerra entre el bien y el mal. De un lado estaba el líder de los autobots, el orgulloso hermano de los siete grandes, el inigualable Optimus Prime; del otro estaba el jefe de los decepticons, el Caído, el aliado de Unicron, mil veces nombrado traidor por su sed de poder, el inefable Megatron.

Los titanes chocaron de nuevo y, al hacerlo, Optimus perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Un curioso artefacto, parecido a un ovillo de cobre, se soltó de su mano y rodó hasta los pies de Megatron, quién lo recogió y lo sostuvo en alto con gesto triunfante.

—¡Al fin tengo en mis manos el combinador de mundos!¡Con esta tecnología los decepticons dominaremos la galaxia!

—Megatron, escúchame: no es lo que tú crees. El combinador es muy peligroso y no solo actúa en este plano de la realidad… ¡No! ¡No toques el botón!

—¿Y tú quién eres para decirme lo que debo hacer?... Ah… Ups.

Había una vez una hermosa joven que vivía con su madre postiza y sus dos hermanastras en la periferia de un reino mágico llamado Namek. Por alguna razón que no viene al caso, sus parientas la maltrataban y la obligaban a hacer los trabajos domésticos. Todos los días de su vida, la pobre chica cocinaba, fregaba y lavaba la ropa como una esclava. Su nombre era Gokurella y aunque su familia lo desconocía, era heredera de un largo linaje de guerreras Saiyajines que viajaban por el universo en busca de los siete anillos de poder creados por el monstruoso Sith Darth Vader.

Sucedía que Gokurella (o cola de mono, como la apodaban sus hermanas) había perdido la memoria al arribar al planeta Namek siendo apenas una niña. Era imposible para ella recordar a sus verdaderos padres, el científico Kal-el y la hermosa Lara Vor-lan. Ignoraba también la muchacha, que su planeta de origen se llamaba Kriptón, hogar que se había convertido en cenizas solo porque el odioso Darth Vader había querido probar su nuevo juguete; «la escupidora de rayos láser inconmensurablemente devastadora pero perceptiblemente cutre».

Ajena a estos acontecimientos, Gokurella intentaba ser lo menos infeliz posible. Esa tarde pasaba el trapeador y suspiraba perdida en ensoñaciones que la involucraban a ella, una tina de baño llena de espuma y el pálido pero voluptuoso cuerpo desnudo del príncipe Voldemort. Tan ensimismada estaba en sus pensamientos que no advirtió la mirada ladina de sus hermanas.

—¿A qué no sabes quién vendrá hoy a casa a practicarnos una audiometría, querida hermana Merlina?

—Claro que lo sé, adorada Erzebeth. Vendrá el mismísimo paje del príncipe Voldemort. Y tal como está escrito en los letreros reales, la afortunada que posea un oído perfecto será quién se case con el príncipe. Ah, no puedo esperar a lucir mi vestido negro de encaje…

—¡No serás tú, querida! Y por cierto, tampoco será la piojosa ésta, que anda todo el día suspirando.

La aludida que, en efecto, era propensa al suspiro pero también poseía un oído perfecto, sintió que se le encabritaba el corazón. Un par de horas después le fue aún peor cuando, al presentarse en la vivienda el paje real con el aparato de audiometría, sus hermanas la empujaron de cabeza al sótano y la encerraron con candado. No tuvo que esforzarse mucho Gokurella para enterarse de lo que ocurría, pues paredes y tabiques no eran rival para su oído de búho.

—¿Escucha el pitido? —preguntó el paje real— Cuando escuche el pitido levante la mano derecha… no. Está inventando. Definitivamente no lo escuchó. Está usted más sorda que su hermana, aquí presente.

—¡No, no se vaya! ¡Espere! ¡Deben haber sido las gotas de aceite de perro que me puse esta mañana! Merlina, ¿no me dijiste que el aceite de…? ¡Te voy a desollar!

—Lo siento, muchachas. ¿Hay alguna otra doncella a la que podamos medir la audición? El príncipe se mostrará encantado si por casualidad…

—No, ninguna.

 

Al enterarse el príncipe que no había doncella en todo el reino de Namek que poseyera audición perfecta, se sintió apesadumbrado. Lo primero que hizo fue mandar a decapitar al paje. Ese idiota con la estúpida cicatriz en la frente nunca le había caído bien. Luego se encerró en sus aposentos a meditar y tocar la mandolina. Amaba el instrumento con todo su corazón y se entregaba a largos y esforzados repertorios que solían arrancar lágrimas de emoción a sus lacayos (hasta los había visto tirarse de los pelos en rabiosos paroxismos de éxtasis). Pero por más que sus sirvientes fingieran huir, y por más que él creyera que lo hacían por respeto a su privacidad, sentía que arrojaba margaritas a los chanchos. Solo quién tuviese el don del oído absoluto merecía ser su compañera. ¿Cómo sino apreciaría la magnífica ejecución de cada nota? ¿La precisión en el ritmo? ¿La pródiga expresividad en la composición?  Entonces se le ocurrió la idea más brillante que cualquier príncipe de los siete reinos podía alumbrar: realizaría un baile. Y en ese baile tocaría su melodía favorita; están lloviendo estrellas. Porque si no podía encontrar a alguien con el oído perfecto, al menos elegiría a la muchacha que más entusiasmo mostrase al escucharlo. Le pidió papel y pluma a un enano con pinta de borracho que siempre andaba merodeando por las habitaciones y con elegante caligrafía escribió: «Las malas lenguas dicen “Winter is coming”, sin embargo, el baile real no se suspenderá por lluvia. Los espero el día»…

—¡Oh, Merlina, muero de emoción! —gritó Erzebeth, agitando el papel que traía en la mano— Y dice también que debemos acudir con nuestras mejores galas. Al fin podré lucir el vestido de piel de púber que tengo en el clóset sin estrenar.

Merlina dejó de arrancarle los bigotes al aterrorizado gato de Cheshire, lo metió en una jaula y entrecerró los ojos.

—¿Crees que deberíamos avisarle a madre? Un evento como este no se ve muy a menudo y supongo que a ella le gustaría venir también.

Erzebeth negó con la cabeza y sonrió con malicia. Sus profundas ojeras no ayudaban a disimular la mirada de reptil. Chupaba un ojo de pitufo con fruición y lo hacían rodar de un lado a otro.

—Claro que no, Merlina. No despertaremos a la vieja momia Munrra para esto. Y tampoco permitiremos que nuestra querida hermana y sus «orejitas de ratón» salgan siquiera del cuchitril.

—De acuerdo. Que madre siga durmiendo entonces. Y que Gokurella se quede encerrada. Se lo merece por sangre sucia.

—¿Sangre sucia?

—Muggle… Por mugglienta.

 

En la noche del baile sucedieron muchas cosas. No las contaremos todas porque las reglas mágicas dictan que la historia debe caber en apenas cuatro pétalos de culofolio. Lo importante es que nuestra querida Gokurella lloraba desconsolada mientras contemplaba la luna por el ventanuco del sótano. Los tintineos de los carruajes que viajaban hacia el castillo le llegaban con la claridad de una grabación Dolby Atmos.  «Ay», se lamentaba Gokurella «Sí tan solo pudiera escapar de aquí para ver a mi hermoso Voldemort. No necesito bailar con él ni tocarlo. Me conformaría solo con verlo. ¡Ah! Estoy tan frustrada que podría lanzar un kamehameha, sea lo que sea».

Y era cierto. Tan contrariada estaba Gokurella que no vio descender la chispa de luz por la ranura en el entretecho. La chispita flotó graciosamente por toda la instancia hasta situarse delante de su vista. Entonces explotó con un ligero chasquido y, sobre una flor de loto, apareció un pequeño sabio de barba blanca y gorro de lana.

—¿Y esto? ¿Quién eres tú? —Se sorprendió Gokurella.

—Soy Osho, querida, el gurú de los santos inocentes. Estoy aquí para concederte un deseo, y también para decir algunas frases trilladas. Por ejemplo: «La vida es el equilibrio entre el descanso y el movimiento».

—No… no entiendo. ¿Me ayudarás a ir al baile y ver al príncipe?

—¿Eso es lo que deseas? ¿Pensaste alguna vez que la vida comienza cuando termina el miedo? ¿O que cierta oscuridad es necesaria para ver las estrellas?

—Pero entonces…

—¡No hay tiempo ni espacio para chácharas! Deseo concedido. Vestido, peinado, maquillaje y un hermoso carruaje que te llevará directo al castillo. Ah, y el candado de tu habitación: ¡Puff!, esfumado. Seguro que me olvido de algo, pero qué más da.      

El legendario Optimus Prime sacudió la cabeza confundido al ver acercarse a la muchacha. ¿Qué extraño mundo era ese? La chica le preguntó si él era su carruaje, cosa que lo confundió aún más. Decidió preguntarle a la muchacha si había visto a Megatron, y entonces, por un largo rato, todo el mundo permaneció confundido. «Necesito ir al castillo que está al oeste. Tal vez ahí encuentre al Sir Megalodón» dijo la muchacha y Optimus decidió que a falta de un mejor plan podía intentarlo.

Durante el viaje hablaron poco y lo poco que hablaron no sentó las bases de un diálogo eficiente. A ambos les llamó la atención el brillo surrealista de un cometa que surcaba el cielo, pero cada cuál le atribuyó una explicación distinta. Cruzaron campos labrados y valles hasta las murallas del reino y, una vez franqueadas (en realidad Optimus las destrozó como si fueran cajas de cartón), pudieron atisbar el gran castillo de Namek. «¿Qué es eso?» preguntó Optimus «¿Un rudimentario garage de piedra? ¿Y por qué sale fuego de su interior?»  Pero la chica abrió grandes los ojos y exclamó: «¡Mi amado príncipe está en peligro! ¡Debemos acudir en su ayuda!». Optimus Prime, líder de los autobots, orgulloso hermano de los siete grandes, no necesitó más aliciente para hacer rugir su motor. Esas chispas azules eran el sello inconfundible de su archienemigo. El flamante camión aceleró y, en los metros finales, cobró la forma de un robot acunando con celo a Gokurella en su interior. Con sus poderosos puños, se abrió paso a través de las puertas del castillo y se irguió imponente entre las llamas y el humo. Por debajo de sus piernas, los invitados a la gala huían despavoridos. Muchos estaban al borde de la asfixia o malheridos y se arrastraban lastimosamente sobre las alfombras. Gokurella alcanzó a ver a sus hermanas. Ambas tenían los cabellos envueltos en llamas pero aun así intentaban disputarse un ridícula mandolina. «Que se jodan» pensó.

Optimus Prime hizo contacto visual con su némesis y se cuadró para la lucha. Megatron estaba de pie junto al trono. El cadáver ensangrentado de un flacucho pálido yacía a sus pies en mala postura. Al verlo, Gokurella lanzó un grito desgarrador. Megatron sonrió y estiró el brazo con la palma abierta hacia arriba. Ahí estaba el combinador de mundos.

—Detente Megatrón, no lo hagas más difícil.

El malvado decepticon no logró responder. Porque en ese momento, justo cuando el reloj marcó las doce, un asteroide golpeó el castillo con inmensa violencia lanzando toneladas de roca, madera, seres humanos y robots por el aire. De entre las ruinas humeantes y la desolación se irguió un extraño ser. Su mirada severa barrió el horizonte de izquierda a derecha. La piel que recubría sus músculos era blanca, tachonada con láminas violetas. Optimus se incorporó para observarlo mejor. Desde el interior abollado y maltrecho de su carruaje, Gokurella hizo un gesto de desagrado «Tiene el aspecto de una zapatilla deportiva» Pensó. «Y, por algún motivo, lo detesto con toda mi alma». 

La criatura se agachó y recogió un extraño artefacto de cobre. Lo hizo girar en sus manos y, antes de que pudieran advertirle, presionó el botón.

—¡No!

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre prefiero olvidarme, vivía un hobbit…

***

 

Consigna: Escribe una versión cómica del clásico la cenicienta ambientada en el planeta Namek durante la invasión de Freezer

Seudónimo: Síndrome de Marfan

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