—¡Abuelo,
abuelo! Cuéntame alguna de tus historias de cuando eras policía y detenías a
los malos.
—Pero
si ya te las sabes todas —respondió el anciano.
—Me
da igual. Me gusta oírlas.
** ** **
Pues
el caso más difícil que he tenido en toda mi carrera ha sido el de El Flautista; por muchas razones: las
pistas eran pocas (los niños no se fijan en los detalles), se ocultaba en las
alcantarillas y las huellas desaparecen con facilidad y, la más dura de todas,
me tocaba en lo personal.
Ocurrió
en el año 2014. Recibimos una denuncia por la desaparición de dos niños
pequeños, uno de los cuales apareció muerto en un hospital poco después. Había
muerto por una subida de azúcar; era diabético y el secuestrador le había dado
golosinas para alimentarle.
Unos
días después, por casualidad, nos encontramos con un hombre desaliñado hablando
con un niño y, enseguida, sospechamos. Cuando llegamos a su altura, estaba
intentando llevárselo por la fuerza. Al sorprenderle, comprendió que no podía
escapar con su víctima, soltó al niño y se refugió en un edificio abandonado. Le
dije a mi compañero Vega que se quedara con él, que yo perseguiría al sospechoso.
Tras recorrer gran parte del edificio encontré al secuestrador. Estaba oscuro,
por eso llevaba mi linterna. Por fin pude localizarle y le apunté con la
pistola y la linterna. Estaba de espaldas y buscaba un lugar por el que
escabullirse.
—¡Alto,
Policía! No te muevas. —Fue entonces cuando se paró y se dio la vuelta. Pude
ver el destello azul de sus ojos y una flauta travesera metida en la cinturilla
del pantalón. Ahí me quedé petrificado. Mis ojos y mi cerebro me engañaban.
Frente a mí se encontraba mi mejor amigo de la juventud: Fernando. Pero no
podía ser él, porque había muerto en el incendio del sanatorio donde estaba
ingresado tras haber matado a otros dos amigos del grupo. Estaba mucho más
delgado, sus pómulos se marcaban y los ojos los tenía hundidos. El pelo rubio
estaba sucio y mal cortado. Levantó el labio superior en una especie de sonrisa
y pude ver que los dientes incisivos los tenía largos y afilados como los de
una rata. No fui consciente de nada de lo que pasó después, hasta que me vi en
la calle junto a mi compañero y el niño. El sospechoso había escapado.
Lo
peor de todo no era explicar que el secuestrador se me había escapado, si no el
motivo por el que lo había hecho. La gente iba a pensar que estaba loco. ¿Cómo
podía haber visto a mi amigo muerto? Pero estaba seguro de que era él. Tu
abuela notó enseguida que me pasaba algo y, como buena periodista que era, no
paró hasta descubrir el qué. Cuando se lo conté no daba crédito.
—Sí,
me pasa algo, es algo muy raro y de lo que me da miedo hablar. No quiero que
nadie me tome por un loco. Te he estado engañando; a ti y al resto. El otro
día, cuando perseguimos al secuestrador y entré en la fábrica, sí que vi su
cara. Lo tuve enfrente y estuve a punto de detenerlo, pero me quedé bloqueado.
—Guardé silencio porque no sabía por dónde continuar.
—No
pasa nada. Ahora que le has visto la cara, podrás identificarlo en alguna foto
y será más fácil que lo detengáis.
—No
me hace falta identificarlo en fotos.
—Lo
conocías, ¿verdad? ¿Quién era?
—Fernando.
—Las lágrimas comenzaron a escapárseme por la comisura de los ojos—. El
secuestrador era Fer.
Esta
vez fue tu abuela la que se quedó de piedra y sin poder articular palabra. De
todas las respuestas posibles, aquella nunca se la hubiera podido esperar.
—Pero...
no puede ser. Fernando está... está... —Ahora era ella chica la que había
comenzado a llorar.
—Muerto.
Lo sé, pero aquellos ojos... Cuando el tuve al secuestrador frente a mí y le
apunté, me miró a los ojos, y no me cupo la mínima duda. Aquella mirada la
conocía muy bien. Los ojos que me miraban no podían ser de nadie más que los de
Fer.
—Pero
eso no es posible. Yo misma vi cómo lo enterraban.
—Lo
sé, por eso aún no me lo creo. Desde entonces le estoy dando vueltas y todos
los caminos me llevan al mismo sitio: que tuve una alucinación.
Desde
aquel momento, tenía dos casos diferentes: encontrar al secuestrador de niños y
resolver el misterio de mi amigo.
Tras
el secuestro fallido, el niño nos contó que el sospechoso le había atraído con
una melodía, como si estuviera hipnotizado. A Vega le recordó al cuento de El Flautista de Hamelin y fue así como
le bautizamos. Nos dijo también que la música, en un primer momento, había
venido de las alcantarillas, para después conducirle a la puerta del cuarto de
mantenimiento de un viejo depósito de agua, que fue allí donde le encontramos
nosotros. Y, a raíz del secuestro de otros dos niños, las investigaciones nos
llevaron al subsuelo de Madrid.
Respecto
del misterio de mi amigo, investigué con mi compañero en los ratos que nos
dejaban los otros casos. La abuela también hizo sus averiguaciones y
descubrimos que en el momento del incendio, uno de los pacientes nunca fue
encontrado, pero no se correspondía con mi amigo. Era un hombre con una
complexión similar a la suya, sin familia que pudiera reclamar el cuerpo. Todos
los cadáveres estaban completamente calcinados, por lo que tuvieron que ser reconocidos
por las pertenencias que llevaban encima y el de mi amigo Fernando fue
identificado por sus padres gracias a una medalla que no se quitaba nunca y con
el fuego se soldó a su cuerpo. Posteriormente supe que otro interno se la había
robado. Conseguí que los padres dieran el visto bueno a la exhumación y se sacó
un molde de la dentadura del cadáver, que se comparó con las mordeduras que
presentaban los dos amigos a los que mató, y no eran coincidentes. El cadáver
enterrado no era el de Fernando.
Buscamos
por las alcantarillas a la vez que vigilábamos por el exterior los parques y
colegios para evitar más secuestros. Unos meses después, localizamos el
paradero de los niños, que nos dijeron que el secuestrador les había encerrado
en un cuarto rodeados de ratas y arañas, a las que les tenían pánico. Decidimos
esperar en el lugar a que llegara de nuevo el sospechoso y, cuando abrió
aquella puerta y la baja iluminación mostró su rostro, no tuve la menor duda:
era Fernando.
Echó
a correr por las galerías subterráneas con nosotros persiguiéndole. Íbamos
Vega, El Caudillo, Martín y yo tras
él; cuando se metió en un habitáculo húmedo y pequeño, del que no tenía
escapatoria. Sin embargo, cuando llegamos a la sala nos la encontramos
totalmente vacía. Fernando se había esfumado. Peinamos toda la zona sin poder
dar con él. Tras días de búsqueda sin resultados, y con los niños a salvo,
nuestras prioridades pasaron a ser los nuevos casos.
Y
ahora viene algo que nadie sabe (ni siquiera tu abuela), algo que no he contado
nunca y de lo que no me siento orgulloso. Juré no desvelarlo hasta el día de mi
muerte, pero son ya muchos años de secretos y necesito desprenderme de esta
carga, o el día que me llegue la hora no descansaré en paz.
Unos
meses después, regresé de visita al pueblo y fui a ver la tumba de Cristóbal y
Arturo, mis dos amigos que Fernando había matado. Una melodía de flauta me
envolvió. Provenía del bosque que estaba detrás del cementerio. La música era
cautivadora y, sin saber cómo, me encontré siguiendo su rastro. Estaba como en
trance. Cuando llegué al origen de la misma volví en mí y me encontré cara a
cara con Fernando. Estaba más delgado que cuando estuve a punto de detenerle en
el edificio abandonado. Lo primero que hice fue llevarme la mano a la pistola,
que siempre la llevaba encima, y desenfundarla para apuntarle. Fernando
enseguida, levantó las manos.
—No
quería hacerles daño. —Fue lo primero que dijo. Eso hizo que relajara un poco
mi tensión y bajara unos centímetros el arma para mirarle a la cara—. A los
niños digo. No quería hacerles daño. Solo quería ayudarles. Tenían miedo a las
ratas, igual que lo tenía yo, y quería curarles como me curé yo. —Fernando
había bajado las manos y se las frotaba una contra otra y, a veces, contra la
cara en un gesto que me recordó a un hámster.
»Hice
con ellos la terapia de choque hicieron conmigo Cristóbal y Arturo:
enfrentarles a su miedos. Pero les he causado más daño del que pretendía
reparar. —Otra vez las manos frotaban su cara—. Quiero que me ayudes.
—Fer,
tengo que detenerte, lo sabes, ¿verdad? —le dije.
—No.
¡No me puedes detener! —Se alteró un poco, pero enseguida relajó la posición—.
No serviría de nada. Como la otra vez. Me encerrarán en un manicomio diciendo
que estoy loco. Me darán pastillas, me llevarán a terapias y experimentarán
conmigo, pero eso no servirá de nada. Como la otra vez. Seguiré siendo
peligroso para los demás. Necesito que me mates. Muerta la rata se acabó la
rabia.
—Pero…
—intenté montar un argumento en contra de aquella nefasta idea, pero Fernando
me cortó enseguida.
—Yo
no puedo hacerlo. Lo he intentado varias veces, pero soy tan cobarde como una
rata para quitarme la vida. Además, no quiero que encuentren mi cuerpo. Mis
padres no se merecen volver a pasar por ese calvario. —Entonces los ojos se le
llenaron de lágrimas y reconocí a mi antiguo amigo. Aquel que había perdido
varios años atrás por culpa de una mala broma de Cristóbal y Arturo que acabó
en tragedia para todos.
Y
así lo hice. Ayudé a mi amigo y lo enterré en las inmediaciones de la Sierra
del Lobo. Puse algunas piedras encima para que no fuera desenterrado por los
animales y lloré. Lloré todo lo que tenía que llorar, acumulado durante mucho
tiempo. Y, en verdad te digo, que fue una liberación.
** ** **
—Ahora
tienes que prometerme que nunca le contarás esto a nadie, y mucho menos a la
abuela.
—¿Con
quién habla, señor Murillo? —preguntó uno de los celadores que pasaba por el
pasillo.
—Con
mi nieto. Le estoy contando como resolvimos el caso del El Flautista. Ha venido a visitarme y quiere que me vaya con él y
su madre unos días al pueblo a ver mi mujer.
—Muy
bien, que disfrute usted de sus vacaciones.
El
celador, al igual que todo el personal del hospital, sabía que Lucas era viudo,
y había perdido a su hija y su nieto en un fatídico accidente. También sabía
que, de vez en cuando, hablaba solo y decía estar contándole una historia a su
nieto. Le gustaba seguirle la corriente, si el viejo era feliz así, ¿quién era
él para llevarle la contraria?
Lucas
miró hacia atrás desde la puerta, cogido de la mano del niño, y vio a un viejo
tumbado en la cama y a algunos médicos y enfermeras intentando reanimarle. No
podrían hacer nada por él. Pero a él no le importaba, porque estaba con su mujer,
su hija y su nieto: sus mayores tesoros.
Escribir un cuento policial con un
buen plot twist al final
Muy bueno
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