domingo, 30 de julio de 2023

Zantganesh

La tormenta de arena rompió mi brújula y asfixió a dos de mis tres camellos. Desbarató también las provisiones y los odres de agua que transportaba en ellos. Vagué por el desierto durante dos días, perdido y acuciado por la sed. Al tercero, sacrifiqué a mi montura. Rasgué su joroba, y sorbí con asco y ansia la grasa que albergaba. Sequé luego al sol tiras de su carne y proseguí camino.

Al sexto día, al límite de mis fuerzas, vislumbré en el horizonte un punto negro. Pronto, pude distinguir los turbantes verdes propios de los cazadores mursi. Galopaban hacia mí; su presa era yo. Miré en derredor, y corrí a refugiarme en una cueva situada a unos doscientos codos. Sentí entonces un pinchazo en la pierna derecha. Un dardo. Tratándose de los mursi, era una sentencia de muerte. Logré aun así alcanzar la gruta. Luego, mi cerebro se fundió en negro. Cuando recuperé la consciencia, un hombre de barba y tez pálida estaba observándome. Me marcó la frente con polvo arcilloso, y me habló. Se llamaba Kaansar. Viajaba de regreso a su ciudad, y estaba protegiéndose del sol de mediodía, cuando yo había irrumpido en la gruta. Había dispersado con su fusil a los cazadores; y me había punzado una vena con hiedra roja, el mejor antídoto natural. Estaba por tanto en deuda con él. Me ofreció, para pagarla, ser su esclavo. Yo conocía la alternativa: abandonarme en aquella cueva, sin alimentos ni montura. Acepté. Por honor, y para salvar mi vida. O eso suponía yo. 

Pocos días más tarde, una vez hube recuperado fuerzas, proseguimos su camino de vuelta. Él montado en burro y yo a pie. Durante el viaje, me instruyó en las extraordinarias características del lugar al que nos dirigíamos: La ciudad estado de Zantganesh.

«Muchas grandes ciudades —me contó— dan gran importancia a la religión, y no permiten desviación alguna del credo, bajo pena de muerte. Otras sólo persiguen las riquezas. En mi ciudad, por el contrario, nuestro credo supremo es el ritual social. El ceremonial establecido para cada estamento, para cada actividad y cada situación. Cumplimos de forma estricta el protocolo más sofisticado y riguroso que nunca se haya conocido. La vida allí te resultará sencilla, siempre que conozcas el ritual que debes seguir según tu condición. Por ejemplo, en Zantganesh, ninguna viuda puede andar más de dieciséis pasos en la calle mientras el sol todavía brille en el horizonte. A la noche puede caminar hasta treinta y tres pasos. Si necesitara más para volver a su casa, la policía la detendrá y la enclaustrará en los pozos de la vergüenza. Pero a veces ni esto es necesario. Porque los mercaderes dejarán de venderle comida. Los aguadores rehusarán pasar por su casa. Sus conocidos esquivarán su barrio. Es muy probable que la viuda se encierre en su habitación y acabe con su vida, incapaz de soportar tal deshonra. 

Los comerciantes, como yo, debemos llevar durante los meses de Ythaim y Lithaim un embozo de color rojo. El resto de meses podemos mostrar el rostro. Siempre entregaremos las mercancías vendidas con las dos manos. Si por error utilizáramos una sola, deberemos rebajar en dos tercios el precio pactado. Los nobles tampoco escapan de sus deberes de etiqueta: el bastón de cedro que atestigua su rango social debe ser portado siempre en su mano izquierda. Al andar deben apoyarlo en tierra cada cuatro pasos, coincidiendo siempre con el pie derecho. Si hablan con otro ciudadano, deberán ponerlo en posición horizontal sujetándolo con las dos manos, salvo que su interlocutor sea artesano. En los arrabales de la ciudad se pueden ver muchos antiguos aristócratas reducidos a pordioseros por no haber sabido cumplir alguna de estas normas. Los ritos marcan el ritmo de nuestra existencia, y nos regalan la paz social. Los ciudadanos sabemos siempre qué podemos y debemos esperar de nuestros pares.»

Kaansar me contó que la guía suprema de comportamiento, el Protocolo, estaba registrado en mil quinientos rollos de papiro, custodiados en el palacio imperial. Había sido desarrollado a lo largo de siglos, en una labor delicada y minuciosa destinada a satisfacer todas las sensibilidades. Me habló también de los temibles protocolistas, los vigilantes de su cumplimiento: ancianos que atesoraban en su memoria todas las normas del Protocolo, y que dedicaban su vida a caminar incansablemente la ciudad, con sus túnicas carmesí, en busca de infracciones. Cualquier error era denunciado inmediatamente a la guardia real. Si la falta era grave, el destino del infractor quedaba entonces sellado. 

Nada más llegar a la ciudad, comenzó a enseñarme el ritual de comportamiento de los esclavos, cuyo conocimiento garantizaría mi supervivencia. La enseñanza duró cuatro meses, durante los cuales no osé salir a la calle. En mis primeras incursiones por la ciudad, el corazón me palpitaba con furia al cruzarme con un protocolista. A los dos años, ya era capaz de realizar encargos en el mercado sin cometer más que alguna falta menor. E incluso tomar un poco de kabish en la plaza mayor con mi señor Kaansar. Éste era una persona recta y honesta, y se convirtió en mi amigo y mentor. Con el tiempo, aprendí a amar esta ciudad singular, de gentes serias y leales. 

Pero cuando comenzaba a sentirme cómodo con mi humilde existencia, ésta cambió de forma súbita y terrible. Sucedió una noche de verano, en la que habíamos bebido profusamente kabish: Kaansar me descubrió su terrible e inesperado secreto: era un sedicioso. Un hereje. En lo más íntimo de su alma, no aceptaba el Protocolo. Y se había juramentado con otros ciudadanos para cambiar las cosas, aun a costa de su propia vida. Su relato, opuesto a todo lo que me había contado hasta entonces, me conmocionó:

«Mi querido amigo. Te he mentido. La historia que nos enseñan sobre el Protocolo no es cierta. Muchos de nosotros creemos con firmeza en que su origen es otro. Una historia alternativa, transmitida secretamente, y que ha costado la vida a muchos de sus partidarios. Créeme, si tienes fe en mi rectitud; el Protocolo no se desarrolló mediante aportes de los más sabios ciudadanos. Todo lo contrario. Fue elaborado, eso es cierto, hace siglos. Pero su autor fue un profeta loco. Un bufón perturbado que gustaba de escribir insensateces, al que un antiguo emperador mantenía encerrado en sus mazmorras, como mero divertimento de la corte, con la provisión de papiros que le exigía cada mes. A los siete años de su cautiverio, cuando se cansó de él, ordenó que lo degollaran. A los pocos días de la ejecución, una jornada particularmente aburrida, el monarca ideó la atroz broma: decidió convertir la perturbada invención de su antiguo prisionero en la guía suprema de la ciudad. Decretó como obligatorio el cumplimiento por sus súbditos de esas absurdas normas, castigando con sangre cualquier inobservancia de las mismas. Hizo además preceptiva su enseñanza en las escuelas, bajo la versión de que habían sido creadas por los mayores sabios del reino. Poco a poco, el miedo y el interés incorporaron esa versión a la memoria del pueblo como hechos reales. Lo aterrador fue cuando sucesivos monarcas descubrieron, sorprendidos y regocijados, que el Protocolo funcionaba como un mecanismo sofisticado y perfecto para el control social de su pueblo, por encima de cualquier ley civil o penal En Zantganesh, amigo mío, estamos recreando, cada día, cada minuto de nuestras vidas, la loca invención de un iluminado, para la tranquilidad de nuestros monarcas. Te salvé la vida, sí. Pero solo para traerte a una inmensa cárcel. A un teatro de locos.»

Si Kaansar se estaba confesando conmigo no era solo por al kabish ingerido. La rebelión estaba en marcha, y en pocos días iban a intentar derrocar el régimen mediante un arriesgado golpe de mano. El plan era muy osado. La burocracia de Zantganesh era famosa por su eficiencia. Conservaban con celo cada uno de los documentos firmados por los sucesivos monarcas; el clima desértico contribuía además a su conservación. Y no hacían excepción alguna. Todo era catalogado. Así que los rebeldes se proponían encontrar en el archivo real lo que llamaban “el decreto de la infamia”: la legendaria orden real donde el lejano monarca maldito habría decretado ordenar y transcribir los manuscritos del profeta loco a papiros oficiales; así como disponer los medios para hacer obligatorio su cumplimiento, e incorporar su enseñanza en todas las escuelas y gremios. Esperaban que, al mostrar aquel documento al pueblo, lograrían hacerles ver la locura de aquella sociedad. Preveían luego prender fuego al archivo. Por supuesto, ninguno de los rebeldes había visto el decreto. Pero estaban íntimamente convencidos de su existencia.

Yo había aprendido a querer a los zantganeshes. Respetaba y admiraba a aquella bondadosa persona que tenía frente a mí. Y no me consideraba cobarde. Me uní pues, al movimiento, no sin gran temor e inquietud.

El día de nuestra insurrección, el cielo amaneció turbio y frío. Los rebeldes salimos temprano a las calles de Zantganesh, cada uno desde su casa. Confluimos poco a poco en la plaza frente al archivo real, en el momento previsto. Cuando las cornetas reales sonaron marcando la hora décima, nos abalanzamos hacia su pórtico, reduciendo a la guardia que lo custodiaba. Un grupo reducido, entre los que se encontraba Kaansar, se lanzó al interior del edificio en busca del decreto de la infamia. El resto, poco más de cuarenta compañeros, aguardamos en la puerta, dispuestos a dejar nuestras vidas antes que permitir  que nadie entrara. Pero, apercibidos del asalto, un gran número de guardias comenzó a concentrarse en la plaza. Nosotros intentábamos amedrentarlos con las armas en alto y gritos amenazantes. Pronto nos doblaron en número, y se aprestaban a acometernos. La situación empezaba a ser desesperada. Necesitábamos ganar tiempo para nuestros compañeros. Nadie sabía cómo. 

En ese momento, tuve una loca inspiración. Recordé cómo, en mi infancia, mis amigos y yo jugábamos a representar la historia de Sazarfasar, el héroe mítico de mi pueblo. Muchos gustaban de representar el papel principal, el del héroe. Pero otros preferíamos representar otro rol: el de Galfasar, el amigo loco de Sazarfasar. Por la simple razón de que, básicamente, consistía en poner muecas sin parar, y cada cierto tiempo, hacer una danza absurda, alocada y muy cómica. Sin reglas. Una delicia para cualquier niño. 

Me adelanté entonces al frente de la plaza, entre mis camaradas y la guardia real. Lancé mi sable al suelo con gran teatralidad, lo que captó la atención de todo el mundo. Y comencé a realizar la representación más caótica que nunca se haya realizado de Galfasar, Alcé mi pierna derecha en ángulo recto. Giré hacia la izquierda mientras con el brazo derecho saludaba al sol. Salté y brinqué. Gesticulé desaforadamente, abriendo y cerrando la boca. Enarqué y junté las cejas, con gestos histriónicos que iban desde la perversidad a la lascivia, pasando por la picardía y la ira. Anduve encogido y bamboleante como un jorobado cojo, para a continuación levantar los brazos rápidamente, gritando al sol con la espalda inhiesta en un aullido gutural y salvaje.

Este cúmulo de disparates dejó tanto a guardias como a rebeldes aturdidos. No podían asimilar tal concentración de infracciones y delitos sociales. Eso nos dio unos minutos de margen. Tan solo eso, porque el capitán de la guardia real se aproximaba ya hacia mí con la mano en la empuñadura de su espada. Es cierto que una sonrisa se había dibujado en su rostro, pero mi treta no iba a bastar para compensar toda una vida de opresión social. Yo lo miraba de reojo mientras seguía danzando. Temí que los últimos momentos de vida consistieran en hacer el payaso en una plaza llena de soldados. Pero no me pareció tan mal final. Ya estaba a pocos metros de mí, cuando, inesperadamente, mi locura se contagió a mis compañeros de rebelión. Arrojaron uno tras otro las armas, y, luchando íntimamente contra toda una vida de normas grabadas a fuego en sus cerebros, comenzaron a contorsionarse en un patético intento de imitarme. Lo cierto es que se asemejaban a un grupo de golems defectuosos que intentaran bailar una danza gitana. No obstante, esto nos proporcionó unos instantes adicionales: tan ridículo era aquel espectáculo, que el capitán de la guardia, contra su voluntad, comenzó a carcajearse. Y no era el único. Pude entonces ver unas impetuosas llamas que comenzaban a emerger desde las ventanas del archivo real. ¿Habían fracasado nuestros compañeros? ¿Estaba todo perdido?

El capitán logró recomponerse, y retomó sus pasos. Ya estaba a pocos metros de mí. Desenvainó la espada y alzó el brazo. Cerré los ojos y me preparé a morir. Pensé en mi infancia, vivida en tierras lejanas y casi olvidadas.

En ese momento una figura humeante que no paraba de toser, salió corriendo desde el edificio en llamas, con un objeto en la mano, y gritando «¡leed esto, leed esto!». Era Kaansar. Con la ropa chamuscada y el rostro ceniciento, se ubicó en medio de la plaza, y con aire triunfante mostró un papiro que sobresalía de un cilindro de metal. El capitán de la guardia dudó. Cambió entonces de dirección y se aproximó a él. Envainó su arma, y le arrebató con brusquedad el cilindro de la mano. Observó los textos y los grabados del mismo. Extrajo el papiro, muy viejo y quebradizo. Comprobó el lacre con el sello real de la antigua dinastía Jaisi —era un hombre culto, como luego averiguaríamos— y luego, concentrado, comenzó a leerlo. Todos dejaron de bailar, expectantes. ¿Era el decreto de la infamia? 

El rostro del capitán se transformó poco a poco. Al terminar la lectura, bajó la cabeza. Respiró hondo, y nos dedicó una extraña mirada, con cierto aire de tristeza y admiración. Entonces se dio la vuelta y habló a sus hombres con su voz estentórea:

—Haced copias oficiales de este documento. Con cuidado, es muy quebradizo. Que lleguen a todos los cuarteles y gremios de la ciudad inmediatamente. Y a todos los protocolistas. Y... detened al rey. Bajo la acusación de alta traición a la patria.

Sobrecogidos, mis compañeros y yo prorrumpimos en gritos de entusiasmo. Apenas podíamos creerlo. Lo habíamos conseguido. Mientras tanto, el Protocolo ardía a nuestras espaldas en una gigantesca pira, tiñendo el cielo de hermosas tonalidades naranjas.  Zantganesh era libre de nuevo. El futuro nos pertenecía.

 

 

Consigna: Herido de muerte por un ataque, alguien logra escapar y corre frenéticamente hasta encontrar una pequeña cueva que, erróneamente, toma por su salvación.

 

Seudónimo: Igor Náhuatl

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