La
tormenta de arena rompió mi brújula y asfixió a dos de mis tres camellos.
Desbarató también las provisiones y los odres de agua que transportaba en
ellos. Vagué por el desierto durante dos días, perdido y acuciado por la sed.
Al tercero, sacrifiqué a mi montura. Rasgué su joroba, y sorbí con asco y ansia
la grasa que albergaba. Sequé luego al sol tiras de su carne y proseguí camino.
Al
sexto día, al límite de mis fuerzas, vislumbré en el horizonte un punto negro.
Pronto, pude distinguir los turbantes verdes propios de los cazadores mursi.
Galopaban hacia mí; su presa era yo. Miré en derredor, y corrí a refugiarme en
una cueva situada a unos doscientos codos. Sentí entonces un pinchazo en la
pierna derecha. Un dardo. Tratándose de los mursi, era una sentencia de muerte.
Logré aun así alcanzar la gruta. Luego, mi cerebro se fundió en negro. Cuando
recuperé la consciencia, un hombre de barba y tez pálida estaba observándome.
Me marcó la frente con polvo arcilloso, y me habló. Se llamaba Kaansar. Viajaba
de regreso a su ciudad, y estaba protegiéndose del sol de mediodía, cuando yo
había irrumpido en la gruta. Había dispersado con su fusil a los cazadores; y
me había punzado una vena con hiedra roja, el mejor antídoto natural. Estaba
por tanto en deuda con él. Me ofreció, para pagarla, ser su esclavo. Yo conocía
la alternativa: abandonarme en aquella cueva, sin alimentos ni montura. Acepté.
Por honor, y para salvar mi vida. O eso suponía yo.
Pocos
días más tarde, una vez hube recuperado fuerzas, proseguimos su camino de
vuelta. Él montado en burro y yo a pie. Durante el viaje, me instruyó en las
extraordinarias características del lugar al que nos dirigíamos: La ciudad
estado de Zantganesh.
«Muchas
grandes ciudades —me contó— dan gran importancia a la religión, y no permiten
desviación alguna del credo, bajo pena de muerte. Otras sólo persiguen las
riquezas. En mi ciudad, por el contrario, nuestro credo supremo es el ritual
social. El ceremonial establecido para cada estamento, para cada actividad y
cada situación. Cumplimos de forma estricta el protocolo más sofisticado y
riguroso que nunca se haya conocido. La vida allí te resultará sencilla,
siempre que conozcas el ritual que debes seguir según tu condición. Por
ejemplo, en Zantganesh, ninguna viuda puede andar más de dieciséis pasos en la
calle mientras el sol todavía brille en el horizonte. A la noche puede caminar
hasta treinta y tres pasos. Si necesitara más para volver a su casa, la policía
la detendrá y la enclaustrará en los pozos de la vergüenza. Pero a veces ni
esto es necesario. Porque los mercaderes dejarán de venderle comida. Los
aguadores rehusarán pasar por su casa. Sus conocidos esquivarán su barrio. Es
muy probable que la viuda se encierre en su habitación y acabe con su vida,
incapaz de soportar tal deshonra.
Los
comerciantes, como yo, debemos llevar durante los meses de Ythaim y Lithaim un
embozo de color rojo. El resto de meses podemos mostrar el rostro. Siempre
entregaremos las mercancías vendidas con las dos manos. Si por error
utilizáramos una sola, deberemos rebajar en dos tercios el precio pactado. Los
nobles tampoco escapan de sus deberes de etiqueta: el bastón de cedro que
atestigua su rango social debe ser portado siempre en su mano izquierda. Al
andar deben apoyarlo en tierra cada cuatro pasos, coincidiendo siempre con el
pie derecho. Si hablan con otro ciudadano, deberán ponerlo en posición
horizontal sujetándolo con las dos manos, salvo que su interlocutor sea artesano.
En los arrabales de la ciudad se pueden ver muchos antiguos aristócratas
reducidos a pordioseros por no haber sabido cumplir alguna de estas normas. Los
ritos marcan el ritmo de nuestra existencia, y nos regalan la paz social. Los
ciudadanos sabemos siempre qué podemos y debemos esperar de nuestros pares.»
Kaansar
me contó que la guía suprema de comportamiento, el Protocolo, estaba registrado
en mil quinientos rollos de papiro, custodiados en el palacio imperial. Había
sido desarrollado a lo largo de siglos, en una labor delicada y minuciosa
destinada a satisfacer todas las sensibilidades. Me habló también de los
temibles protocolistas, los vigilantes de su cumplimiento: ancianos que
atesoraban en su memoria todas las normas del Protocolo, y que dedicaban su
vida a caminar incansablemente la ciudad, con sus túnicas carmesí, en busca de
infracciones. Cualquier error era denunciado inmediatamente a la guardia real.
Si la falta era grave, el destino del infractor quedaba entonces sellado.
Nada
más llegar a la ciudad, comenzó a enseñarme el ritual de comportamiento de los
esclavos, cuyo conocimiento garantizaría mi supervivencia. La enseñanza duró
cuatro meses, durante los cuales no osé salir a la calle. En mis primeras
incursiones por la ciudad, el corazón me palpitaba con furia al cruzarme con un
protocolista. A los dos años, ya era capaz de realizar encargos en el mercado
sin cometer más que alguna falta menor. E incluso tomar un poco de kabish en la
plaza mayor con mi señor Kaansar. Éste era una persona recta y honesta, y se
convirtió en mi amigo y mentor. Con el tiempo, aprendí a amar esta ciudad
singular, de gentes serias y leales.
Pero
cuando comenzaba a sentirme cómodo con mi humilde existencia, ésta cambió de
forma súbita y terrible. Sucedió una noche de verano, en la que habíamos bebido
profusamente kabish: Kaansar me descubrió su terrible e inesperado secreto: era
un sedicioso. Un hereje. En lo más íntimo de su alma, no aceptaba el Protocolo.
Y se había juramentado con otros ciudadanos para cambiar las cosas, aun a costa
de su propia vida. Su relato, opuesto a todo lo que me había contado hasta
entonces, me conmocionó:
«Mi
querido amigo. Te he mentido. La historia que nos enseñan sobre el Protocolo no
es cierta. Muchos de nosotros creemos con firmeza en que su origen es otro. Una
historia alternativa, transmitida secretamente, y que ha costado la vida a
muchos de sus partidarios. Créeme, si tienes fe en mi rectitud; el Protocolo no
se desarrolló mediante aportes de los más sabios ciudadanos. Todo lo contrario.
Fue elaborado, eso es cierto, hace siglos. Pero su autor fue un profeta loco.
Un bufón perturbado que gustaba de escribir insensateces, al que un antiguo
emperador mantenía encerrado en sus mazmorras, como mero divertimento de la
corte, con la provisión de papiros que le exigía cada mes. A los siete años de
su cautiverio, cuando se cansó de él, ordenó que lo degollaran. A los pocos
días de la ejecución, una jornada particularmente aburrida, el monarca ideó la
atroz broma: decidió convertir la perturbada invención de su antiguo prisionero
en la guía suprema de la ciudad. Decretó como obligatorio el cumplimiento por
sus súbditos de esas absurdas normas, castigando con sangre cualquier
inobservancia de las mismas. Hizo además preceptiva su enseñanza en las
escuelas, bajo la versión de que habían sido creadas por los mayores sabios del
reino. Poco a poco, el miedo y el interés incorporaron esa versión a la memoria
del pueblo como hechos reales. Lo aterrador fue cuando sucesivos monarcas
descubrieron, sorprendidos y regocijados, que el Protocolo funcionaba como un
mecanismo sofisticado y perfecto para el control social de su pueblo, por
encima de cualquier ley civil o penal En Zantganesh, amigo mío, estamos
recreando, cada día, cada minuto de nuestras vidas, la loca invención de un
iluminado, para la tranquilidad de nuestros monarcas. Te salvé la vida, sí.
Pero solo para traerte a una inmensa cárcel. A un teatro de locos.»
Si
Kaansar se estaba confesando conmigo no era solo por al kabish ingerido. La
rebelión estaba en marcha, y en pocos días iban a intentar derrocar el régimen
mediante un arriesgado golpe de mano. El plan era muy osado. La burocracia de
Zantganesh era famosa por su eficiencia. Conservaban con celo cada uno de los
documentos firmados por los sucesivos monarcas; el clima desértico contribuía
además a su conservación. Y no hacían excepción alguna. Todo era catalogado.
Así que los rebeldes se proponían encontrar en el archivo real lo que llamaban
“el decreto de la infamia”: la legendaria orden real donde el lejano monarca
maldito habría decretado ordenar y transcribir los manuscritos del profeta loco
a papiros oficiales; así como disponer los medios para hacer obligatorio su
cumplimiento, e incorporar su enseñanza en todas las escuelas y gremios.
Esperaban que, al mostrar aquel documento al pueblo, lograrían hacerles ver la
locura de aquella sociedad. Preveían luego prender fuego al archivo. Por
supuesto, ninguno de los rebeldes había visto el decreto. Pero estaban
íntimamente convencidos de su existencia.
Yo
había aprendido a querer a los zantganeshes. Respetaba y admiraba a aquella
bondadosa persona que tenía frente a mí. Y no me consideraba cobarde. Me uní
pues, al movimiento, no sin gran temor e inquietud.
El
día de nuestra insurrección, el cielo amaneció turbio y frío. Los rebeldes
salimos temprano a las calles de Zantganesh, cada uno desde su casa. Confluimos
poco a poco en la plaza frente al archivo real, en el momento previsto. Cuando
las cornetas reales sonaron marcando la hora décima, nos abalanzamos hacia su
pórtico, reduciendo a la guardia que lo custodiaba. Un grupo reducido, entre
los que se encontraba Kaansar, se lanzó al interior del edificio en busca del
decreto de la infamia. El resto, poco más de cuarenta compañeros, aguardamos en
la puerta, dispuestos a dejar nuestras vidas antes que permitir que nadie entrara. Pero, apercibidos del
asalto, un gran número de guardias comenzó a concentrarse en la plaza. Nosotros
intentábamos amedrentarlos con las armas en alto y gritos amenazantes. Pronto
nos doblaron en número, y se aprestaban a acometernos. La situación empezaba a
ser desesperada. Necesitábamos ganar tiempo para nuestros compañeros. Nadie
sabía cómo.
En
ese momento, tuve una loca inspiración. Recordé cómo, en mi infancia, mis
amigos y yo jugábamos a representar la historia de Sazarfasar, el héroe mítico
de mi pueblo. Muchos gustaban de representar el papel principal, el del héroe.
Pero otros preferíamos representar otro rol: el de Galfasar, el amigo loco de
Sazarfasar. Por la simple razón de que, básicamente, consistía en poner muecas
sin parar, y cada cierto tiempo, hacer una danza absurda, alocada y muy cómica.
Sin reglas. Una delicia para cualquier niño.
Me
adelanté entonces al frente de la plaza, entre mis camaradas y la guardia real.
Lancé mi sable al suelo con gran teatralidad, lo que captó la atención de todo
el mundo. Y comencé a realizar la representación más caótica que nunca se haya
realizado de Galfasar, Alcé mi pierna derecha en ángulo recto. Giré hacia la izquierda
mientras con el brazo derecho saludaba al sol. Salté y brinqué. Gesticulé
desaforadamente, abriendo y cerrando la boca. Enarqué y junté las cejas, con
gestos histriónicos que iban desde la perversidad a la lascivia, pasando por la
picardía y la ira. Anduve encogido y bamboleante como un jorobado cojo, para a
continuación levantar los brazos rápidamente, gritando al sol con la espalda
inhiesta en un aullido gutural y salvaje.
Este
cúmulo de disparates dejó tanto a guardias como a rebeldes aturdidos. No podían
asimilar tal concentración de infracciones y delitos sociales. Eso nos dio unos
minutos de margen. Tan solo eso, porque el capitán de la guardia real se
aproximaba ya hacia mí con la mano en la empuñadura de su espada. Es cierto que
una sonrisa se había dibujado en su rostro, pero mi treta no iba a bastar para
compensar toda una vida de opresión social. Yo lo miraba de reojo mientras
seguía danzando. Temí que los últimos momentos de vida consistieran en hacer el
payaso en una plaza llena de soldados. Pero no me pareció tan mal final. Ya
estaba a pocos metros de mí, cuando, inesperadamente, mi locura se contagió a
mis compañeros de rebelión. Arrojaron uno tras otro las armas, y, luchando
íntimamente contra toda una vida de normas grabadas a fuego en sus cerebros,
comenzaron a contorsionarse en un patético intento de imitarme. Lo cierto es
que se asemejaban a un grupo de golems defectuosos que intentaran bailar una
danza gitana. No obstante, esto nos proporcionó unos instantes adicionales: tan
ridículo era aquel espectáculo, que el capitán de la guardia, contra su
voluntad, comenzó a carcajearse. Y no era el único. Pude entonces ver unas
impetuosas llamas que comenzaban a emerger desde las ventanas del archivo real.
¿Habían fracasado nuestros compañeros? ¿Estaba todo perdido?
El
capitán logró recomponerse, y retomó sus pasos. Ya estaba a pocos metros de mí.
Desenvainó la espada y alzó el brazo. Cerré los ojos y me preparé a morir.
Pensé en mi infancia, vivida en tierras lejanas y casi olvidadas.
En
ese momento una figura humeante que no paraba de toser, salió corriendo desde
el edificio en llamas, con un objeto en la mano, y gritando «¡leed esto, leed
esto!». Era Kaansar. Con la ropa chamuscada y el rostro ceniciento, se ubicó en
medio de la plaza, y con aire triunfante mostró un papiro que sobresalía de un
cilindro de metal. El capitán de la guardia dudó. Cambió entonces de dirección
y se aproximó a él. Envainó su arma, y le arrebató con brusquedad el cilindro
de la mano. Observó los textos y los grabados del mismo. Extrajo el papiro, muy
viejo y quebradizo. Comprobó el lacre con el sello real de la antigua dinastía
Jaisi —era un hombre culto, como luego averiguaríamos— y luego, concentrado,
comenzó a leerlo. Todos dejaron de bailar, expectantes. ¿Era el decreto de la
infamia?
El
rostro del capitán se transformó poco a poco. Al terminar la lectura, bajó la
cabeza. Respiró hondo, y nos dedicó una extraña mirada, con cierto aire de
tristeza y admiración. Entonces se dio la vuelta y habló a sus hombres con su
voz estentórea:
—Haced
copias oficiales de este documento. Con cuidado, es muy quebradizo. Que lleguen
a todos los cuarteles y gremios de la ciudad inmediatamente. Y a todos los
protocolistas. Y... detened al rey. Bajo la acusación de alta traición a la
patria.
Sobrecogidos,
mis compañeros y yo prorrumpimos en gritos de entusiasmo. Apenas podíamos
creerlo. Lo habíamos conseguido. Mientras tanto, el Protocolo ardía a nuestras
espaldas en una gigantesca pira, tiñendo el cielo de hermosas tonalidades naranjas. Zantganesh era libre de nuevo. El futuro nos
pertenecía.
Consigna: Herido de muerte
por un ataque, alguien logra escapar y corre frenéticamente hasta encontrar una
pequeña cueva que, erróneamente, toma por su salvación.
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