miércoles, 5 de julio de 2023

La inclinación verde

—El rostro mirando un poco más hacia su derecha, por favor.

—Bien. ¿Así?

—Sí, así.

—Me lo pide en cada sesión.

—Eso es porque en cada sesión adopta la postura equivocada.

—Ya, entiendo. ¿Por qué está haciendo mi retrato, Handsen?

—Me ha contratado su padre. Debería saberlo. Uf, ese verde de su vestido me está dando dificultades. Nada que no pueda resolver, pero…

—No es eso lo que dicen. Murmuran que usted le pidió expresamente realizar mi retrato. Que casi se lo rogó, aprovechando la amistad que él y su padre mantienen desde hace muchos años.

—Puede ser.

—¿Puede ser?

—Si, eso, puede ser. —Las finas facciones del pintor muestran una breve desazón.

—No me dé ese tipo de respuestas vagas. Me está faltando al respeto que me debe.

—Le pido perdón, lady Chatterfield.

—Y yo se lo concedo, Handsen. Ahora, dígame por qué pidió a mi padre ser el autor de mi retrato —repone irritada, mientras fija la mirada en el pintor.

—No me mire, mire hacia su derecha. No avanzaremos si cada dos por tres desvía su rostro.

—Sí, perdón. Pero contésteme de una vez.

—Bueno, eeh… Fue una especie de apuesta.

—¿Una apuesta? ¿De qué tipo?

—Bien, a ver. Crucé una apuesta con un colega. Le desafié a que dibujara una escena amorosa. Un reto sencillo. Él, a cambio, me pidió algo que, iluso de él, consideraba un imposible. Me desafió a que pintara con el fulgor de la belleza un, cof cof, un rostro asimétrico.

—¿Un qué?

—Un rostro asimétrico.

—Hable en voz alta, por favor.

—Un rostro asimétrico.

—¿Cómo? ¿Qué pretende decir?

—No se enfade, mi querida dama. Su nariz torcida, quiero decir, ligeramente inclinada, es famosa en todos los salones de la ciudad.

—¡Pero! ¡Es el peor insulto que he oído en toda mi vida! —exclama azorada, mientras comienza a recoger los pliegues de su falda con el rostro encendido.

—Por favor mire hacia la derecha.

—Ah sí, perdón. No, espere, ¿qué estoy diciendo? ¡Estoy indignada!

—Aguarde, lady Chatterfield, por favor. Por favor —repite, mientras sus ojos traslucen un ligero dolor.

—Está bien, tiene un minuto para explicarse, antes de que le despida.

—La belleza es simetría. Pero su opuesto no implica fealdad. Créame, milady. Ahora mismo, aquí, en París, hay un pintor español que está rompiendo todos los cánones establecidos en el arte. Ha creado una obra… «Las señoritas de Aviñón», creo que la ha llamado. No encontrará en ella ninguna simetría. Hasta puede que choque profundamente a quien se enfrente a la misma por primera vez. Pero olvidada la primera impresión, si se sumerge en ella, empezará a percibir una belleza que va mucho más allá de lo académico.

—¿Me está llamado deforme, o profundamente bella? —Y en su rostro se adivina la duda, un falaz equilibrio entre la oscura vanidad y la hirviente indignación.

—No sé qué le estoy llamando, santo Dios. Solo sé que mi colega acertó con el desafío. Porque, desde hace años, desde que la conocí en casa de Haterzwicz, mi único sueño ha sido plasmar su belleza: Sus ojos tristes y verdes, sus dulces comisuras, su lacio cabello castaño, su nariz que pregona al mundo entero que lo imperfecto existe, y que está en este mundo burgués para que lo disfrutemos, y lo hagamos nuestro, como… ¡Como a mí me gustaría hacerla mía, Beatriz! Espere, por Dios, no se vaya, ¡déjeme explicarle el sentido de este ramillete de incoherencias absurdas, que no he podido evitar que salgan de mi boca!

—¡Cómo se atreve! Yo, yo… nunca supuse que usted, que usted… y lo que me dice de mi nariz. ¿No sabe lo que me hace sentir todos los días de mi vida? ¿No puede sospechar la burla de la que soy objeto por todas mis supuestas amigas? Sé que nunca voy a ser desposada por amor. ¡Pero no hace falta que usted venga a recordármelo! ¡Oh, Dios! Estoy muy confusa, no sé qué siento ahora en mi alma.

—Está usted ruborizada hasta el tuétano, roja como la sangre, colorada como las más tiernas berenjenas. ¡Oh, es glorioso, sentir su exaltación, su ira, su ansia animal! Llevo tres semanas pintándola, y no había podido alcanzar hasta ahora ese ser indómito que ahora usted me permite disfrutar en su más intensa exaltación. ¡Ojalá le hubiera dicho esto mucho antes! Beatriz, sé lo que usted siente, créame. Yo también soy objeto de escarnio todos los días. El mundo académico se burla siempre de mi arte. Para poder costear mi absurda aunque lujosa existencia, debo pintar por las noches aburridos bodegones, que firmo bajo otro nombre y que, la verdad sea dicha, se venden como rosquillas, pero que no me aportan nada salvo dinero, son obras vacías y sin alma. Pero su rostro, su cuello, ¡su púdico regazo me motiva hasta lo más íntimo!

—¿C-cómo? Le expreso mis más íntimos sentimientos y usted hace befa de los mismos, y luego se insinúa. Es cierto que su delicadeza estas tres semanas me ha conmovido secretamente, eso debo reconocérselo. ¡Pero esto es inaceptable!

—¿Qué es aceptable y qué es inaceptable, mi amada Beatriz? Escuche a su espíritu, olvídese de las convenciones burguesas que atenazan al millón de almas que moran en esta ciudad sodomita. Aprenda a sentir la esencia animal que lleva dentro, la que, según me ha reconocido, he logrado despertar poco a poco mientras pintaba su alma con toda mi alma. Le voy a decir una cosa, yo… ¡Ah, señor marqués, buenas tardes! Qué sorpresa, ejem, usted por aquí.

—Si, yo por aquí, ¿De qué hablaban?

—Naaada, de París en verano, de cómo no es conveniente calentarse demasiado, esto, sí, eso.

—¿Puedo ver sus avances en el cuadro? —inquiere mientras se acerca con paso firme hacia el pintor.

—Por supuesto, lo tengo casi acabado, creo que le va a gustar.

—Eso espero, mis buenos dineros me va a ¡¡AAAAHHHH!! ¡PERO QUÉ ES ESTA HORRIPILANCIA!

—Espere marqués, todo tiene su explicación. ¿Conoce a Picasso? Ahora mismo, en una buhardilla de París, ha pintado el primer cuadro de un nuevo estilo, lo llaman cubismo, un cuadro que ha roto todos los cánones de…

—¡DÉJESE DE CÁNONES! ¿Qué oscuro rincón de su estúpida y obtusa mente ha dado a luz semejante despropósito? Es todo de un solo color, solo verde en tres diferentes tonalidades. No tiene perspectiva, ni siquiera tiene el mínimo parecido con mi amada hija. Y la pone sosteniendo dos pinceles. ¡Esto no es pintura ni es nada!

—Alto ahí, marqués, eso no es cierto. Fíjese en su nariz, cómo la he pintado, refleja exactamente su inclinación, famosa en todos...

—¡Pero cómo osa! ¡Nunca habría esperado tal insulto de su parte! ¡Y pensar que me habían advertido de su extraño gusto! No debí ceder ni aun por la amistad que me une a su padre.  Beatriz, recoge tus cosas, nos vamos. Y usted, no va a volver a ver a mi hija, ni a mí, y puede meterse ese cuadro en el rincón más oscuro que tenga. ¡Adiós!

El marqués agarra a su hija del brazo y sale precipitadamente del estudio de Handsen.

—Espere, marqués por favor. ¡Beatriz! ¡Beatriz!

—¡Handsen! ¡Handsen! Yo, usted, oh…

Padre e hija salen definitivamente de la estancia, que queda sumergida en un áspero silencio. Handsen deja lentamente la paleta y los pinceles en la mesa de trabajo. Se aproxima a la ventana, y ve a través del cristal la elegante calle donde está situado su estudio. Contempla al marqués andando con rabia por ella mientras arrastra a su hija, a la que sujeta con fiereza del brazo. En el último momento, antes de que doblen la esquina, Beatriz Chatterfield, a quien se le ha soltado el rodete y cuyo cabello ondula ahora gloriosamente con la brisa veraniega, gira la cabeza, y lanza una mirada suplicante y desesperada al pintor.

Una mirada que habla de noches en vela, de ansias que rasgan almas, de acres vergüenzas y solitarias veredas. Una mirada que le traspasa el alma.

El marqués y su hija ya han desaparecido. El pintor respira hondo. Con los ojos húmedos, coge un trapo y deshace con él la extraña pintura verde protocubista que estaba terminando. Quizás pueda todavía aprovechar el lienzo para hacer un nuevo bodegón.

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Consigna: Relato de comedia dramática sobre la imagen enviada por Sunny

 

Seudónimo: Igor Náhuatl



 

 

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