—El
rostro mirando un poco más hacia su derecha, por favor.
—Bien.
¿Así?
—Sí,
así.
—Me
lo pide en cada sesión.
—Eso
es porque en cada sesión adopta la postura equivocada.
—Ya,
entiendo. ¿Por qué está haciendo mi retrato, Handsen?
—Me
ha contratado su padre. Debería saberlo. Uf, ese verde de su vestido me está
dando dificultades. Nada que no pueda resolver, pero…
—No
es eso lo que dicen. Murmuran que usted le pidió expresamente realizar mi
retrato. Que casi se lo rogó, aprovechando la amistad que él y su padre
mantienen desde hace muchos años.
—Puede
ser.
—¿Puede
ser?
—Si,
eso, puede ser. —Las finas facciones del pintor muestran una breve desazón.
—No
me dé ese tipo de respuestas vagas. Me está faltando al respeto que me debe.
—Le
pido perdón, lady Chatterfield.
—Y
yo se lo concedo, Handsen. Ahora, dígame por qué pidió a mi padre ser el autor
de mi retrato —repone irritada, mientras fija la mirada en el pintor.
—No
me mire, mire hacia su derecha. No avanzaremos si cada dos por tres desvía su
rostro.
—Sí,
perdón. Pero contésteme de una vez.
—Bueno,
eeh… Fue una especie de apuesta.
—¿Una
apuesta? ¿De qué tipo?
—Bien,
a ver. Crucé una apuesta con un colega. Le desafié a que dibujara una escena
amorosa. Un reto sencillo. Él, a cambio, me pidió algo que, iluso de él,
consideraba un imposible. Me desafió a que pintara con el fulgor de la belleza
un, cof cof, un rostro asimétrico.
—¿Un
qué?
—Un
rostro asimétrico.
—Hable
en voz alta, por favor.
—Un
rostro asimétrico.
—¿Cómo?
¿Qué pretende decir?
—No
se enfade, mi querida dama. Su nariz torcida, quiero decir, ligeramente
inclinada, es famosa en todos los salones de la ciudad.
—¡Pero!
¡Es el peor insulto que he oído en toda mi vida! —exclama azorada, mientras
comienza a recoger los pliegues de su falda con el rostro encendido.
—Por
favor mire hacia la derecha.
—Ah
sí, perdón. No, espere, ¿qué estoy diciendo? ¡Estoy indignada!
—Aguarde,
lady Chatterfield, por favor. Por favor —repite, mientras sus ojos traslucen un
ligero dolor.
—Está
bien, tiene un minuto para explicarse, antes de que le despida.
—La
belleza es simetría. Pero su opuesto no implica fealdad. Créame, milady.
Ahora mismo, aquí, en París, hay un pintor español que está rompiendo todos los
cánones establecidos en el arte. Ha creado una obra… «Las señoritas de Aviñón»,
creo que la ha llamado. No encontrará en ella ninguna simetría. Hasta puede que
choque profundamente a quien se enfrente a la misma por primera vez. Pero
olvidada la primera impresión, si se sumerge en ella, empezará a percibir una
belleza que va mucho más allá de lo académico.
—¿Me
está llamado deforme, o profundamente bella? —Y en su rostro se adivina la
duda, un falaz equilibrio entre la oscura vanidad y la hirviente indignación.
—No
sé qué le estoy llamando, santo Dios. Solo sé que mi colega acertó con el
desafío. Porque, desde hace años, desde que la conocí en casa de Haterzwicz, mi
único sueño ha sido plasmar su belleza: Sus ojos tristes y verdes, sus dulces
comisuras, su lacio cabello castaño, su nariz que pregona al mundo entero que
lo imperfecto existe, y que está en este mundo burgués para que lo disfrutemos,
y lo hagamos nuestro, como… ¡Como a mí me gustaría hacerla mía, Beatriz!
Espere, por Dios, no se vaya, ¡déjeme explicarle el sentido de este ramillete
de incoherencias absurdas, que no he podido evitar que salgan de mi boca!
—¡Cómo
se atreve! Yo, yo… nunca supuse que usted, que usted… y lo que me dice de mi
nariz. ¿No sabe lo que me hace sentir todos los días de mi vida? ¿No puede
sospechar la burla de la que soy objeto por todas mis supuestas amigas? Sé que
nunca voy a ser desposada por amor. ¡Pero no hace falta que usted venga a recordármelo!
¡Oh, Dios! Estoy muy confusa, no sé qué siento ahora en mi alma.
—Está
usted ruborizada hasta el tuétano, roja como la sangre, colorada como las más
tiernas berenjenas. ¡Oh, es glorioso, sentir su exaltación, su ira, su ansia
animal! Llevo tres semanas pintándola, y no había podido alcanzar hasta ahora
ese ser indómito que ahora usted me permite disfrutar en su más intensa
exaltación. ¡Ojalá le hubiera dicho esto mucho antes! Beatriz, sé lo que usted
siente, créame. Yo también soy objeto de escarnio todos los días. El mundo
académico se burla siempre de mi arte. Para poder costear mi absurda aunque
lujosa existencia, debo pintar por las noches aburridos bodegones, que firmo
bajo otro nombre y que, la verdad sea dicha, se venden como rosquillas, pero que
no me aportan nada salvo dinero, son obras vacías y sin alma. Pero su rostro,
su cuello, ¡su púdico regazo me motiva hasta lo más íntimo!
—¿C-cómo?
Le expreso mis más íntimos sentimientos y usted hace befa de los mismos, y
luego se insinúa. Es cierto que su delicadeza estas tres semanas me ha
conmovido secretamente, eso debo reconocérselo. ¡Pero esto es inaceptable!
—¿Qué
es aceptable y qué es inaceptable, mi amada Beatriz? Escuche a su espíritu,
olvídese de las convenciones burguesas que atenazan al millón de almas que
moran en esta ciudad sodomita. Aprenda a sentir la esencia animal que lleva
dentro, la que, según me ha reconocido, he logrado despertar poco a poco
mientras pintaba su alma con toda mi alma. Le voy a decir una cosa, yo… ¡Ah,
señor marqués, buenas tardes! Qué sorpresa, ejem, usted por aquí.
—Si,
yo por aquí, ¿De qué hablaban?
—Naaada,
de París en verano, de cómo no es conveniente calentarse demasiado, esto, sí,
eso.
—¿Puedo
ver sus avances en el cuadro? —inquiere mientras se acerca con paso firme hacia
el pintor.
—Por
supuesto, lo tengo casi acabado, creo que le va a gustar.
—Eso
espero, mis buenos dineros me va a ¡¡AAAAHHHH!! ¡PERO QUÉ ES ESTA
HORRIPILANCIA!
—Espere
marqués, todo tiene su explicación. ¿Conoce a Picasso? Ahora mismo, en una buhardilla
de París, ha pintado el primer cuadro de un nuevo estilo, lo llaman cubismo, un
cuadro que ha roto todos los cánones de…
—¡DÉJESE
DE CÁNONES! ¿Qué oscuro rincón de su estúpida y obtusa mente ha dado a luz
semejante despropósito? Es todo de un solo color, solo verde en tres diferentes
tonalidades. No tiene perspectiva, ni siquiera tiene el mínimo parecido con mi
amada hija. Y la pone sosteniendo dos pinceles. ¡Esto no es pintura ni es nada!
—Alto
ahí, marqués, eso no es cierto. Fíjese en su nariz, cómo la he pintado, refleja
exactamente su inclinación, famosa en todos...
—¡Pero
cómo osa! ¡Nunca habría esperado tal insulto de su parte! ¡Y pensar que me
habían advertido de su extraño gusto! No debí ceder ni aun por la amistad que
me une a su padre. Beatriz, recoge tus
cosas, nos vamos. Y usted, no va a volver a ver a mi hija, ni a mí, y puede
meterse ese cuadro en el rincón más oscuro que tenga. ¡Adiós!
El
marqués agarra a su hija del brazo y sale precipitadamente del estudio de
Handsen.
—Espere,
marqués por favor. ¡Beatriz! ¡Beatriz!
—¡Handsen!
¡Handsen! Yo, usted, oh…
Padre
e hija salen definitivamente de la estancia, que queda sumergida en un áspero
silencio. Handsen deja lentamente la paleta y los pinceles en la mesa de
trabajo. Se aproxima a la ventana, y ve a través del cristal la elegante calle
donde está situado su estudio. Contempla al marqués andando con rabia por ella
mientras arrastra a su hija, a la que sujeta con fiereza del brazo. En el
último momento, antes de que doblen la esquina, Beatriz Chatterfield, a quien
se le ha soltado el rodete y cuyo cabello ondula ahora gloriosamente con la
brisa veraniega, gira la cabeza, y lanza una mirada suplicante y desesperada al
pintor.
Una
mirada que habla de noches en vela, de ansias que rasgan almas, de acres
vergüenzas y solitarias veredas. Una mirada que le traspasa el alma.
El
marqués y su hija ya han desaparecido. El pintor respira hondo. Con los ojos
húmedos, coge un trapo y deshace con él la extraña pintura verde protocubista
que estaba terminando. Quizás pueda todavía aprovechar el lienzo para hacer un
nuevo bodegón.
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Consigna: Relato de comedia dramática sobre la imagen enviada por
Sunny
Seudónimo: Igor Náhuatl
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