Seudónimo: Corleone.
Autor: George Valencia.
—Chanfle… —murmuró el Chapulín Colorado
para sus adentros, mesándose las antenitas de vinil con aire ausente.
Se encontraba en su estudio privado
observando atentamente el retrato que le había pintado por encargo su amigo, el
reconocido pintor Pincelio Brocha. Y no es que la obra careciera en modo alguno
de calidad. Por el contrario, la pintura gozaba de una ejecución sobresaliente,
con sus trazos finos y seguros y esa precisión en las tonalidades que le daba
tal realismo que en ocasiones el Chapulín casi tenía la sensación de estar
mirándose en un espejo.
No, la calidad de la obra no era la
razón de sus elucubraciones.
Se trataba del gorro.
Había aparecido esa mañana, al igual que
el resto de los anormales cambios, justo después de haber pasado otra noche de
perros plagada de sueños febriles llenos de visiones grotescas.
Era un gorro con orejeras, hecho con lo
que parecían ser retazos de diferentes tonalidades de verde, que había
reemplazado a sus antenitas en medio de la noche. De ahí que el Chapulín las
tocara distraído mientras miraba el cuadro, como si esperara que también
hubieran sido reemplazadas en su cabeza.
De pronto una parte de la pesadilla
salió a flote, provocándole un escalofrío.
Se encontraba en un lugar oscuro.
Estrecho y oscuro. La única fuente de luz provenía de un pequeño agujero en la
pared de madera. A través de él se veía lo que parecía ser el patio de una
vecindad. Alcanzaba a entrever una puerta marcada con el número “71”, algunas
macetas, un gran balón de playa olvidado y un pasillo que al parecer comunicaba
con otra ala del vecindario. Recordaba sentir un hambre atroz y, por alguna
razón, no dejaba de pensar en tortas de jamón. A medida que el tiempo
transcurría, la sensación de claustrofobia iba en aumento. Estaba helado,
sentía el frío atenazando cada centímetro de su piel, a excepción de las
orejas, que se hallaban cubiertas por una especie de gorro. Miró hacia arriba,
pero todo era oscuridad. «Que no panda el cúnico», pensó incoherentemente, pero
luego comenzó a desesperarse y gritó pidiendo ayuda, y fue entonces cuando
despertó.
Y allí estaba el gorro en la pintura,
reemplazando a sus antenitas de vinil.
Había comenzado a evitarlo a medida que
este comenzaba a mostrar los sucesivos cambios, conforme las pesadillas
invadían sus hasta entonces apacibles noches, pues la pintura lo hacía sentir
cada vez más inquieto, con una sensación de desdoblamiento que no sabía
describir con exactitud, como si fuera varias personas a la vez y estuviese perdiendo
gradualmente su identidad.
Lo primero había sido el cabello, ahora
largo y blanco, tras una pesadilla en que alguien había hurtado la bolsita de
papel que contenía su estetoscopio. En el sueño era un viejo médico, lleno de
achaques y caprichos, cuya posesión más preciada era la dichosa bolsita de
papel. No recordaba exactamente cómo había terminado el sueño, pero tras
despertarse había descubierto que el Chapulín del cuadro lucía un pelo tan
blanco como la nieve.
Luego vino la camisa a rayas blancas y
negras, como las de un preso —aunque seguía conservando la “CH” roja en medio
de un corazón amarillo—, tras una serie de pesadillas especialmente recurrentes
en las que un tipo gordo y malhumorado le daba una bofetada tras otra sin
ningún motivo, luego de peinarlo cuidadosamente con un peine lleno de caspa.
Recordaba ver las pequeñas partículas blancas sobre la superficie negra del
peine con demencial nitidez, una y otra vez, antes de que el gordo le propinara
una bofetada tras otra, cada una más fuerte que la anterior.
Y ahora el gorro.
—Mis antenitas de vinil detectan la
presencia del enemigo —dijo el Chapulín, volviéndose.
—Soy yo, señor Colorado—dijo el criado.
El Chapulín se apresuró a tapar la
pintura y tomó asiento frente a su escritorio simulando estar ocupado.
—¿Qué deseas? Sabes que no me gusta que
me interrumpan mientras trabajo.
—Lo siento, señor Colorado. Es que ha
llamado el señor Brocha. Dice que aún no ha recibido el dinero que le prometió
usted para este mes, tanto por su retrato como por los trabajos anteriores.
Dice que…
—¡Sé lo que dice ese maldito bribón!
—exclamó el Chapulín, malhumorado—. Se aprovecha de mi nobleza. Parece que ya
se le olvidó la deuda que tiene él conmigo.
Ya lo dice el conocido refrán: “A diente regalado, no se le mira el caballo”.
—¿Cómo dice, señor Colorado?
—¡Que a caballo dientón no se le regala
el estribo!
—Perdón, señor Colorado. No entiendo a
qué…
—¡Olvídelo! —ordenó el Chapulín, ya por
completo desencajado—. Retírese. Y no quiero más interrupciones por el resto de
la tarde, a menos de que sea realmente importante.
Así lo hizo el criado, tragándose para
sus adentros todo lo que habría querido decirle en la cara a su prepotente jefe.
El evento que acabó finalmente con la
paciencia del Chapulín ocurrió en la mañana del sábado.
En el sueño hablaba sin parar con un
tipo llamado Lucas, a quien le preguntaba una y otra vez si acaso estaban
locos. En el fondo sabía que era él, el Chapulín, pero por una de esas extrañas
circunstancias propias de los sueños, no dejaba de pronunciar contradicciones y
sinsentidos.
En realidad no era la peor de las
pesadillas que había tenido, pero por alguna razón esta lo sacaba de quicio.
La guinda del pastel fue despertar y
descubrir que el Chapulín del cuadro lucía ahora un frondoso y bien cuidado
bigotillo, muy del estilo de Adolf Hitler, aunque un poco más ancho, como si la
pintura quisiese, de alguna manera, burlarse de él. Ver el aspecto que tenía
ahora su retrato, con el gorro de orejeras, el cabello largo y plateado, la
camisa a rayas blancas y negras y el pequeño mostacho bonachón, fue simplemente
demasiado.
El Chapulín cogió una de las espadas de
colección que reposaba en una repisa de la pared, y le propinó una fuerte
estocada a su gemelo de la pintura, justo en medio de la “CH” que engalanaba su
corazón.
Acto seguido, el Chapulín sintió una
fuerte punzada en el pecho, y cayó muerto y espatarrado en medio del estudio,
víctima de un ataque al corazón.
Cuando el criado lo encontró tendido
sobre la alfombra, no pudo evitar esbozar una sonrisa. A excepción de la espada
clavada en la lona, el cuadro lucía tal como en el momento en que Pincelio
Brocha se lo había entregado a su patrón, pero el cuerpo que descansaba en el
suelo del estudio era una grotesca parodia del Chapulín: una figura con cabello
canoso, un pequeño mostacho, gorro de orejeras y camisa de presidiario.
Cualquiera habría creído que el Chapulín Colorado tendría que haber estado
bastante fuera de sus cabales en el momento anterior a su muerte para haberse
vestido así, dejándose crecer el bigote y tiñéndose el cabello de aquella
manera.
Pero el criado sabía la verdad.
Levantó la bocina del teléfono y marcó
el número de Pincelio Brocha. Cuando este contestó, la sonrisa del criado se
ensanchó aún más.
—Está hecho —dijo—, y esta vez nadie
sospechará del mayordomo. Pensarán que murió sin querer queriendo.
Escuchó un instante lo que le decía
Brocha al otro lado de la línea, tras lo cual sentenció con aire de
suficiencia:
—No contaba con mi astucia.
- FIN -
Consigna: Género: Comedia. Basado en la novela «El retrato de Dorian Gray», con «El Chapulín Colorado» como protagonista.
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