Seudónimo: Berenice.
Autora: Ángela Eastwood.
Adele Moon pasó
a la historia como la mujer que venció a «El hombre invisible». Pero no
adelantemos acontecimientos, que todas las historias tienen un comienzo y esta
empieza así:
Aquella mañana
de febrero llovía a cántaros sobre las calles londinenses. La gente caminaba deprisa, cabizbaja y
embozada hasta los ojos para combatir el frío y la lluvia. Adele, nuestra chica,
era una hormiga más de aquella marabunta gris.
--¡Extra, extra!
¡El hombre invisible ataca de nuevo!—anunció una vocecilla cantarina.
Adele compró un
ejemplar y leyó los titulares de la primera página: «¡El hombre invisible ataca
de nuevo! ¡Esta vez ha sido un banco! ¿Qué será mañana? ». A partir de aquí la
noticia se desarrollaba contando los pormenores del atraco: «los cajones
volaron sin una mano que los sujetara hasta la calle y allí, frente a una turba
enloquecida, se volcaron esparciendo grandes fajos de billetes que volaron en
todas direcciones. La muchedumbre, ciega de avaricia, no entendió que era dinero ajeno y se lanzó
sobre él. En su deseo de agarrar la mayor cantidad posible, algunos individuos
recurrieron a la violencia».
—¡Válgame Dios!
Alguien debería parar a este sujeto—exclamó ella, vehemente, poniendo rumbo
hacia la oficina.
Adele, nuestra
chica, trabaja desde hace dos años como secretaria en un prestigioso bufete de
abogados. Pasa allí casi todo el día, come mientras lee la prensa y a las siete
de la tarde recoge su abrigo y se dirige a la parada del autobús. Cuando llega
a casa le da de comer a sus gatos y se da una larga ducha. Luego suele cenar
escuchando algo de blues, mientras la noche se cierra sobre las calles. Esta es
su vida. No es una belleza, pero es atractiva, no es muy alta pero le sienta
muy bien la ropa. Está delgada y tiene unas manos preciosas y ágiles. Los ojos
son negros, como el pelo, la sonrisa es triste aunque cautivadora. Vive sola.
Antes vivía con Anatole, un francés de labios carnosos e hipnóticos que la dejó
abandonada por una rubia de piernas vertiginosas.
Ahora ya
conocéis un poco a nuestra heroína. Lo que ocurre es que aún no ha nacido su deseo
de salvar al mundo.
Pero volvamos de
nuevo a esa mañana lluviosa. Ya en la oficina, nuestra heroína pasa a máquina
un abultado legajo de informes jurídicos cuando, de pronto, irrumpe su jefe.
Está muy alterado y algo pálido.
—¿Ha escuchado
las noticias, Adele?
—No he encendido
la radio, señor. ¿Qué ocurre?
—¡El hombre
invisible está llenando la ciudad de heridos!—dice, secando con manos algo
temblorosas el sudor de su frente--. ¡El terror asola la ciudad!
—Explíquese,
señor—dice la chica, paciente.
—¡Está claro que
quiere que todos nos volvamos locos. Escuche, Adele, va de oído en oído envenenando
a la gente. Toda la ciudad anda medio chiflada. Se agreden unos a otros. ¡La
sangre inundará las calles! —sentenció, dramático.
La chica
encendió el aparato y justo en ese instante una voz teatral declamaba vehemente
y apasionada:
—…Oh ¡Pueblo
mío!…, pobres seres insignificantes, necios y microscópicos, maleables. Así sois.
Pero ya he llegado. ¡Por fin! Aquí me tenéis. Yo seré vuestro líder. Yo seré la
mano que os guie, dejadme hacer, postraos ante mí, que yo conduciré este país
¿Qué digo este país? ¡El mundo! Sí. ¡Yo os conduciré a la gloria!
Se escuchó de
fondo a la locutora llamando a la policía, luego se hizo el silencio. Después,
un ruido sordo. El que hace un cuerpo al caer.
—¡La ha matado!
¡Dios bendito, Adele! Se está haciendo el amo de la ciudad. Hay que pararle los
pies. Pero, ¿cómo? ¿Cómo?—Y su jefe salió chillando con las manos en la cabeza.
Adele lo vio
alejarse y creyó que sujetos como su jefe no iban a encontrar la manera de
salvar la ciudad. El hombre invisible estaba loco, sí, pero era un genio. Un
científico brillante que, intentando invertir la fórmula de la invisibilidad,
había enloquecido.
A la misma hora
de siempre Adele tomó su abrigo y decidió volver andando a su hogar. El terror había
hecho mella en la ciudad y las calles se hallaban vacías. Ya en casa, Adele se
quitó el abrigo y se acercó a la ventana. «Es como luchar contra un fantasma»,
pensó. Morfeo le rozó los tobillos en señal de bienvenida y ella miró hacia
abajo con cariño. Cuando vio al gato lanzó una carcajada, pues el pobre venía
con la cara sucia de hollín.
—¡Morfeo! ¿Pero
dónde te has metido? Estúpida bola de nieve… Blanca bola de nieve…, blanca… ¡Dios
bendito!
Y fue en ese justo
momento cuando Adele lo supo.
--¡Yo soy la
elegida! --dijo en voz alta y con las palmas levantadas--. Yo tengo la
solución. Sólo a mí se me ha ocurrido. Tengo el antídoto, el remedio, la
solución, la vacuna. He despejado la incógnita.
De pronto un
trueno iluminó la estancia y Adele se vio reflejada en el espejo de la ventana.
Era una Adele más alta, más hermosa y más fuerte. Y sonrió lobuna.
Adele ya no es
mecanógrafa. Ahora vaga por los tejados de los edificios; salta de uno a otro
buscando un objeto que flote sin una mano que lo sujete. Espera paciente. Lleva
su arma colgada a la espalda. Su inteligencia se ha expandido hasta unos
límites insospechados. Es toda intuición. Su oído se ha desarrollado de una
forma asombrosa y es capaz de oír cómo se rompe el hielo a mil metros o cómo
burbujea el agua de una tetera al otro lado de la ciudad ¿Por qué ha sucedido
esto? No lo sabe. Tal vez ya fuera así antes, cuando era una hormiga triste y
anodina. Tal vez ya fuese así cuando Anatole la dejó por una mujer más
exuberante.
Ahora sólo falta
que El hombre invisible sepa de su existencia. Adele se relame pensando en ese
encuentro. Será pronto. Los asombrados parroquianos hace días que la ven
saltando de un edificio a otro. «¿Quién
es esa mujer casi transparente que vuela por los tejados? ¡Qué hermosa es! Ayer
salvó a un gato de una caída de cincuenta metros. ¡Es un ángel!»
—¡Extra extra!
La mujer de los tejados ha vuelto a hacer el bien.
Un ejemplar de
periódico se levantó muy despacio del montón y desapareció. Lejos de allí el
hombre invisible leía lo siguiente:
«Ayer, la bella
mujer de los tejados, impidió a un hombre melancólico lanzarse al vacío. El
hombre había escuchado voces extrañas que le indujeron al suicidio. Pero allí
estaba ella con su pelo al viento y su voz arrulladora para insuflarle
esperanza. El hombre dijo que la mujer parecía una diosa y que hubiera pensado
que se trataba de un ángel, si no fuera por el extraño objeto que portaba
colgado a su espalda».
—¡Tengo que
verla!—se dijo el hombre invisible—. ¿Quién es? ¿Qué quiere? Dicen que es muy
hermosa. Podría ser perfecta para mí. Y es valiente.
Cuando el hombre
llegó era noche cerrada. La nieve lo cubría todo dándole a las calles una
apariencia fantasmal. La buscó ávido.
—¿Dónde estás,
vida mía? Ya casi te siento parte de mí—declamó.
—Estoy aquí—respondió
la voz ansiada--. Pero no te muevas, por favor. No subas a buscarme aún. Déjame
contemplar por unos segundos al hombre más perfecto e inteligente de la tierra.
El hombre
invisible cerró los ojos para saborear ese momento glorioso de saberse
admirado. Cuando los abrió una lluvia de colores caía imparable del cielo.
Rojo, azul, verde, amarillo…
—Yo soy Grafitti
Woman. Y la policía está justo detrás de ti.
- FIN -
Consigna: Género: Infantil. Basado en la trama de «El hombre invisible».
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