Seudónimo: Beatriz Irlanda.
Autor: Asier Rey.
Tenía que
huir, correr más deprisa que ellos, escapar a toda costa. La policía londinense
le seguía los talones y cada vez resultaba más difícil darles esquinazo. Miró
con sus ojos inflamados a ambos lados de la calle, jadeante, como si esperara
encontrar una escapatoria en aquellos muros altos de cemento. De repente, como
si hubiera surgido de la nada, un enorme agujero se apreciaba en la pared de
una fábrica abandonada. Allí se escondería de sus captores.
Se introdujo
con presteza. Los ladridos lejanos de los perros se fueron acercando y la
sensación de estar acorralado no le perturbó lo más mínimo; todo lo contrario,
se diría que disfrutaba con la cacería, como si fuera la presa que consigue
escapar de las fauces del lobo una y otra vez. Se adentró en una estancia
oscura, maloliente, uno de esos lugares donde la mugre y la podredumbre se
empeñan en acumularse y que tan placenteros le resultaban. A Edward, aquellas
miasmas repugnantes le resultaban tan agradables como pasear al atardecer por
un campo de heno.
—Sabemos que
estás ahí —se oyó una voz afuera—. Entrégate si quieres salvar la vida.
"La
vida", pensó Edward, "la vida es lo último que deseo salvar en este
momento". No era esta una apreciación baladí; ciertamente, la existencia
que le esperaba si finalmente era detenido no iba a ser un camino de rosas.
Pocos asesinatos existen que merezcan un indulto por parte de la justicia, y el
de un afamado diputado no forma parte de ellos. Quizá por esa certidumbre, por
esa certeza de que el dolor que pensaban infligirle traspasaba todas las
fronteras humanas, se reafirmó en su decisión de huir y buscó, buscó a tientas
entre la penumbra una nueva forma de evadirse.
Encontró un
pomo que no tardó en menear hasta verse liberado. Corrió entonces por largos
pasillos polvorientos, con cristales resquebrajados a los lados, como si del
escenario de una pesadilla se tratase. Percibió cómo los policías habían
conseguido entrar en la fábrica y sonrió levemente. Había llegado el momento de
actuar.
Se acodó junto
a un ventanal destrozado a pedradas y esperó pacientemente a tener contacto
visual con los dos policías que le perseguían. Llevaban una jauría de perros,
dos revólveres reglamentarios y un manojo de nervios en cada mano. A Edward le
pasó un leve chispazo de duda por su cabeza, pero ya no había marcha atrás. Al
fin y al cabo, todo iba a salir bien, se dijo mientras se encogía de hombros.
—Por última
vez, ríndete, no sigas huyendo. O, de lo contrario...
Aquella fue la
señal que Edward necesitaba para ponerse en marcha. En un par de rápidas
zancadas se abalanzó sobre el policía más alto y su fuerza bruta fue suficiente
para anularlo. Casi antes de que el pobre infeliz cayera al suelo, Edward ya
descargaba el revólver sobre su compañero, completamente paralizado. El último
pensamiento que cruzó la mente del policía antes de morir fue Fanny, lo sola
que se sentiría y que aún no le había comprado flores. Ya no habría tiempo para
ello, se dijo, mientras su voz se extinguía para siempre.
Con un hombre
muerto, otro inconsciente y varios perros ladrando compulsivamente, a Edward no
se le ocurrió un mejor plan que saltar por la ventana. Para su fortuna,
numerosos restos de cartón le esperaban para amortiguar la caída, por lo que no
le costó excesivo trabajo levantarse y seguir su camino más calmado, con una
enorme sonrisa tatuada en su rostro.
Se sentía
inmortal. Desde que su estúpido amigo Henry le ayudó a emerger, ya nada había
vuelto a ser lo mismo. Al principio se sentía vacilante, casi cohibido, sabedor
de que sus andanzas no durarían más que unos pocos minutos, quizá horas. Ahora,
con la situación plenamente bajo control, con los gritos de pavor de Henry
completamente acallados, era él y solamente él quien gobernaba ese cuerpo
nacido para el goce y el desenfreno.
Volvió a su
casa silbando una pegadiza melodía, agotado tras un duro día de trabajo. En
realidad, la muerte de aquel hombre, de todos los hombres que acababa de
asesinar, era algo que le divertía únicamente en parte. Para Edward, aquello
era algo que, por algún extraño motivo, se veía impelido a realizar, como un
zapatero que disfruta con su trabajo pero al que en ocasiones le resulta
fastidioso y aburrido. Quizá debería acudir a algún burdel, pensó, con tal de
quitarse aquella molesta sensación de encima.
Dejó su
chaqueta en el perchero, se desanudó la pajarita, se sentó sobre un taburete
viejo. Hacía días ya que no volvía a su apariencia primigenia, a ese Henry
timorato y simplón que jamás se atrevería a pisar siquiera los lugares que a él
tanto le agradaban. Sus destinos estaban entrelazados entre sí, pero Edward
llevaba las riendas bien aferradas.
Salió a la
noche. A la aventura, bañado por el aura de imbatibilidad que las diferentes
muertes que había provocado le proporcionaban. Cruzó un par de calles, dobló
una esquina y se internó por callejones más sombríos y sórdidos. Las luces
rojas en las puertas no dejaban lugar a la duda. Había llegado al lugar
deseado.
Llamó con
golpes firmes en la madera. No pasaron ni dos segundos hasta que una mujer
anciana, con más arrugas en los ojos que en la piel, abrió la puerta con
recelo.
—Eres tú...
está bien, pasa.
La mujer no
era idiota. Sabía que Edward no era un hombre de fiar, que corría el riesgo de
que quisiera escaparse de allí sin pagar; también sabía que tenía las fuerzas
necesarias como para ahogarla como a un pajarillo. Se había resignado a confiar
en sus remordimientos. Rara vez acertaba.
Edward se puso
cómodo, aquel prostíbulo era su segundo hogar. Saludó a quien se le cruzaba,
repartía besos entre las mujeres, era un donjuán empedernido. Enseguida sus
instintos carnales le sojuzgaron y dejó cualquier resto de urbanidad escondido
bajo su piel de sátiro. Agarró a la primera mujer que vio por la muñeca y la
arrastró tras de sí, en dirección a un lugar tranquilo.
—Vas a hacer
todo lo que te pida, ¿verdad, encanto?
—Sí, Edward...
lo que tú desees.
Sus deseos le
llevaron a un deprimente catre donde comenzó a manosear a la mujer de arriba a
abajo, sus pechos, sus nalgas, su recóndito sexo festoneado de vello rizado...
toda ella estaba bajo el embrujo de aquel crápula endemoniado, de aquel
embajador del pecado. Edward se afanaba en palpar cada retazo de piel ajena
como si de un relicario se tratase, con auténtica devoción de santo. Se sentía
más vivo que nunca. Se sentía...
Se sentía
desvanecer.
Cuando quiso
darse cuenta, ya no era él. Ahora era Henry, el intachable y reputado Henry,
quien hincaba con denuedo su ingle en las posaderas de aquella dama. Siguió
penetrando el pubis de la meretriz con deleite, hasta que Henry tomó plena
posesión de sí mismo y se horrorizó en lo más profundo de su alma.
Los gritos se
oyeron en todo el edificio. Todos asistieron, incrédulos, al espectáculo que
aquel hombre desesperado les brindaba. Hasta la anciana mujer, en vista de que
aquel cretino no hacía más que vociferar y asustar a sus clientes, no dudó en
salir en busca de algún policía que pusiera orden en aquel gallinero.
Llegaron los
gendarmes, salieron los vecinos al balcón, la calle entera se asomó a ver qué
ocurría. Uno de los policías reconoció por la descripción al asesino del
diputado; los rostros se tornaron más tensos y amenazadores. Henry no tenía ni
idea de qué clase de tropelías había sido capaz de cometer Edward en su
ausencia, pero no hacía falta tener mucha imaginación. Se vistió lo más
rápidamente que pudo, se santiguó y escapó por la ventana del dormitorio. No
quería que nadie más señalara su vergonzante conducta.
De repente, se
vio perseguido. Eran varios los policías que le seguían, gritando que parara,
que se rindiera. Él no sabía por qué habría de rendirse: era inocente, al menos
de algo que no fuera fornicar con una puta. Corrió desesperado, sabedor de que
Edward le había abandonado en una situación ciertamente delicada. Intuía que
esta vez había llegado más lejos que nunca.
A su
izquierda, el Támesis fluía lento, como una morrena despaciosa e inmisericorde.
Por un momento la idea de saltar al vacío le sobrevoló la mente, pero pronto la
desechó por inapropiada: ¿qué pensarían sus conocidos? ¿Y sus colegas del laboratorio?
Incluso aquellos vecinos tan estirados, los Stevenson... no, no podía mancillar
su ya de por sí maltrecha imagen. Tenía que demostrarles que él era inocente,
que no había hecho nada malo.
El zumbido de
una bala acariciando su sien le sacó de sus ensoñaciones y le hizo comprender
que aquellos policías iban totalmente en serio. Esta vez, se maldijo, las
tropelías que Edward hubiera cometido iban a salirle muy caras.
Se cansó de
correr, ya no podía más. Quizá Edward fuera capaz de correr más deprisa, o de
trepar por las farolas, o de salir indemne de un salto a las gélidas aguas del
río. Se detuvo y los policías hicieron lo mismo. Aprovechó aquellos instantes
de duda para admirar la ciudad que se extendía a su alrededor. Londres era,
ciertamente, un lugar hermoso.
Era el final,
lo sabía muy bien. Estuvo tentado de gritar a los cuatro vientos su inocencia,
de salvar de algún modo su honor de caballero, pero sabía que era en vano.
Simplemente se quedó en pie, con los brazos en cruz, esperando que sus captores
hicieran su trabajo con rapidez y eficiencia.
Afortunadamente,
pudo percibirlo. Un instante antes de desaparecer de la faz de la tierra por
siempre, fue consciente del cambio que se estaba produciendo en su organismo.
Ser consciente de que sería Edward y no él quien fuera ajusticiado le
transmitió una paz calmada a su desdichado corazón. Al menos, pensó, Henry no
moriría como un perro.
La conversión
se produjo con suavidad, por lo que Edward apenas notó algo parecido a un
despertar a media mañana. Se encontró de pie, con las manos en alto y media
Scotland Yard frente a él. Se vio tentado de morderse el labio con fuerza para
comprobar que no estaba soñando, que Henry no podía haberle dejado en esta
tesitura. Por una vez, su despertar no se había producido sobre un escritorio
lleno de legajos aburridos, ni en un aséptico dormitorio. Estaba completamente
rodeado.
—Ya eres
nuestro, escoria —masticó uno de los policías.
Una ráfaga de
balas comenzó a morder la piel de Edward con saña, como si quisieran devolverle
todo el mal causado. En cuestión de segundos, este caía al suelo y su cuerpo
quedaba exánime, totalmente inerte sobre el empedrado de la ciudad. Edward Hyde
había abandonado, definitivamente, el mundo de los vivos.
- FIN -
Consigna: Género: Acción. Con Jekyll como parte de la historia.
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