Seudónimo: Borkum Riff.
Autor: Robe Ferrer.
Desde
niña había soñado casarse con un hombre adinerado y poder cambiar de clase
social, y, por fin lo había conseguido.
Su
familia vivía en el extrarradio y era muy humilde. De profesión panadero, su
padre hipotecó su vida familiar por trabajar para que a su prole no le faltase
de nada. Su madre se había deslomado fregando escaleras de ocho a una y
limpiando oficinas por las tardes. Ella era la pequeña de cuatro hermanas y
había crecido heredando la ropa y cosas de las mayores. Debido a la precaria
situación económica que atravesaban, nunca pudo tener cosas nuevas propias,
siempre eran usadas o compartidas.
Entonces
decidió que cuando formara su propia familia sería con un millonario y así no
pasaría más penurias.
Creció
con aquella idea en la cabeza, avergonzada de ser pobre, y con ansia de cambiar
su posición social. Durante años intentó emparejarse con chicos de familia
adinerada, pero siempre la rechazaron. Finalmente, con treinta años, cuando
había asumido que nunca conocería a ningún hombre rico que quisiera casarse con
una muchacha pobre, apareció él.
Era
un hombre acaudalado de la ciudad. Poseía varios pisos en el centro y un caserón
en el campo. Tenía lujosos coches, grandes yates y hasta contaba con un avión
privado. El mejor caviar y el champán más exquisito siempre estaban presentes
en sus fiestas. No le faltaba de nada, salvo una mujer con la que compartir sus
días. De joven le gustaba la idea de ser un soltero
de oro, sin embargo, a medida que pasaban los años deseaba más
fervientemente encontrar a la esposa que le diera hijos y estabilidad amorosa.
A
Ana, al principio le pareció un poco mayor, contaba con diez años más, pero
precisamente ella ya no era una jovencita que pudiera dejar pasar aquella
oportunidad.
La
noche en la que se conocieron, ella estaba de camarera en una fiesta que daba
un ilustre personaje de renombre de la ciudad. Cuando acercó la bandeja con los
canapés a un grupo de hombres, no pudo por más que fijarse en él. Era alto,
apuesto y, aunque rondaba los cuarenta, le llamó la atención que su pelo no
tuviera una sola cana y luciera un color negro tan brillante que parecía azul.
Lo primero que pensó era que aquel hombre se teñía el cabello.
—Disculpe,
señorita —le dijo aquel hombre—. Sería tan amable de indicarme dónde puedo
encontrar una copa de vino.
—Están
en aquella mesa, pero no se preocupe yo le traigo una enseguida. —En todos los
años que había trabajado en aquel tipo de fiestas, sabía que siendo amable con
los clientes, le podía caer una buena propina.
—Por
favor, que sean dos —le indicó el varón de pelo azulado antes de que se
retirara.
Un
instante después, ella apareció con una bandeja con dos copas de vino tinto y
otras dos copas de vino blanco.
—Perdone,
se me olvidó preguntarle si lo quería tinto o blanco, así que le he traído de
los dos —se disculpó, sin motivo.
—No
tiene motivo para disculparse, la culpa ha sido mía. Beberé el mismo vino que
tome usted.
Aquello
la pilló por sorpresa. No sabía que le quería decir aquel hombre. Ella no podía
beber una copa de vino porque estaba trabajando, y así se lo explicó a él.
—Mi
nombre es Ricardo Barbazul, y yo soy el que da la fiesta. Si usted hace el
favor de acompañarme a la terraza a tomar esta copa, le garantizo que nadie le
dirá nada por ello.
—Yo
me llamo Ana Rovira. Le agradezco la invitación, pero no puedo aceptarla, de
verdad.
—No
se haga de rogar, solo le pido tomar una copa juntos. Después podrá irse si lo
desea, pero… si lo desea, también puede quedarse conmigo y tomar más copas
juntos.
Y
así fue. Ana y Ricardo bebieron vino hasta que se hubieron marchado todos los
invitados y también el servicio. Bebieron vino después y bebieron vino cuando
salió el sol. Para ambos, había sido una velada soñada. Para Ana porque había
disfrutado por unas horas de los placeres de la clase alta, y para Ricardo
porque había disfrutado de la compañía de aquella mujer maravillosa.
Día
tras día, el amor fue creciendo entre ellos y tras más de un año de ilusionante
relación, Ricardo dio el paso que Ana tanto esperaba: le pidió matrimonio.
En
el día más hermoso de la vida de Ana, su ahora marido, le entregó, además de
las tradicionales arras y alianza, una llave de color dorado.
—Esta
es la llave que abre todas las puertas de mi casa, que ahora también es la
tuya. —Y ambos se fundieron en un cálido y dulce beso.
Ana
se fue distanciando tanto de su familia a causa de cumplir su sueño de cambiar
de clase social, que llegó un día en el que fueron desconocidos para ella. La
avergonzaba reconocer a sus padres y que pudieran verla junto a ellos o
entrando en su mísera casa.
Tras
su boda, la siguiente vez que vio a s familia fue en su entierro. Todos habían
perecido en una explosión de gas que hubo en la casa paterna durante una
celebración familiar.
A
partir de entonces fue cuando las cosas con su marido cambiaron. De buenas a
primeras, le retiró la llave maestra que le había dado y le entregó otra de
color plateado.
—¿Por
qué me cambias la llave?, ¿acaso se ha roto? —le preguntó Ana.
—Nada
de eso. A partir de ahora esta otra será tu llave. Con ella podrás entrar en
todas las habitaciones de la casa, como hasta ahora, salvo en una. Ya no
tendrás acceso a mi despacho. Allí trato negocios y tengo papeles demasiado
importantes como para que tú los toques.
—Pero
si cuando he entrado en tu despacho ha sido a verte o a coger un libro de la
biblioteca, nunca he entrado sin estar tú —se excusó la mujer.
Una
mano, veloz como un rayo, le golpeó la mejilla con una bofetada.
—¡No
me repliques, mujer! Eres mi esposa, y mientras yo te mantenga harás lo que yo
te diga.
Desde
aquel momento todo cambió. Las flores frescas que aromatizaban los días de la
joven se fueron marchitando. Las únicas violetas eran las marcas que le hacía
su marido. El morado de los lirios se trasladó a su cara en forma de ojeras por
el llanto. Rosa y Margarita dejaron de ser sus flores favoritas para ser los
nombres de las mujeres que se encargaban de “ayudarla” con la casa. Aunque ella
sabía que su labor era vigilarla para que fuera una “buena esposa”, como solía
decir su marido antes de quitarse el cinturón y utilizarlo contra ella.
Pero
algún día aquello tendría que acabar. Si le daba un hijo, seguro que se desvivía
con el niño y se olvidaba de ella. Al menos, no podría hacerla daño porque
tenía que ocuparse del crío. Y así fue. Un año después, nacía un hermoso retoño
de un vientre otrora magullado por los golpes, cuyas marcas ya hacía tiempo que
habían desaparecido. Aquel bebé, con el pelo de un color que parecía azul,
centró toda la atención de Ricardo… hasta que cumplió los tres años y lo envió
interno a un colegio del extranjero. Entonces volvieron los golpes y los gritos
contra Ana. Cualquier cosa que ella dijera o hiciera que no estuvieran dentro
de lo esperado por su marido le costaba un grito o una bofetada.
Un
buen día, en la mente de Ana se despertó una idea que había estado siempre
allí, aunque dormida. Había oído el nombre de su marido en algún lugar. Buscó y
rebuscó por Internet durante días, hasta que encontró lo que quería: la
relación de Ricardo con el cuento de Barba Azul. Un antepasado de su marido,
había sido el sanguinario personaje del cuento. Aquel hombre que había matado a
todas sus esposas por entrar en la habitación prohibida. Y ahora ella estaba
reviviendo lo mismo. Estaba segura de que en aquel despacho en el que no se le
permitía entrar, colgaban del techo los cadáveres de las anteriores esposas de
Ricardo. No era posible que un hombre como él nunca hubiera estado casado.
Ana
había averiguado que en la familia de Ricardo solo nacían hijos varones, y que
todos ellos se habían casado, lo menos, tres veces. De la noche a la mañana las
esposas desaparecían con su ropa y nadie volvía a saber de ellas. Las
autoridades trataban el suceso como de abandono del hogar, y así quedaba la
cosa. Pero las indagaciones de Ana y su experiencia personal le decían que
aquellas mujeres no habían huido, si no que habían sido asesinadas por sus
maridos.
Pocos
días después, ideó un plan. Aprovechando un viaje de negocios que haría
Ricardo, se libraría de sus dos vigilantes, y entraría en aquella habitación.
Haría fotos de los cuerpos y las llevaría a la policía. Contaría su calvario y
su marido sería detenido y condenado. Con su marido preso, ella sería libre de
nuevo.
Rosa
y Margarita yacían sin sentido en sendos sillones del gran salón tras haber
sido narcotizadas con pastillas de lorazepam que Ana tenía prescritas por el
médico. Subió a su dormitorio y buscó la llave dorada que en su día le
entregara Ricardo. Sabía dónde la guardaba, aunque nunca se había atrevido a
cogerla. Una vez que la tuvo en sus manos, acudió al despacho y la introdujo en
la cerradura. Dio dos vueltas y la puerta se abrió de par en par. Lo que vio
ante sus ojos la dejó petrificada.
En
el despacho no había ningún cadáver colgando del techo ni sangre seca por el
suelo. Lo único que había era el mobiliario que ella conocía y, sentado en el
sillón, estaba su marido mirándola fijamente.
—¿Qué
haces aquí, Ana? Te prohibí expresamente entrar en esta sala —dijo. En su voz
se notaba un tono de reproche.
—Yo…
—Ana no era capaz de articular palabra.
Ricardo
se puso en pie y se acercó a su esposa. La rodeó y se colocó a su espalda.
Después susurró en su oído.
—Sé
que has estado investigando sobre mí y mi familia. ¿Qué esperabas encontrar?,
¿los cadáveres de mis anteriores mujeres?
—S…sí
—sollozó ella.
—Ya
sabes que nunca estuve casado antes, por lo que aquí no podía haber ningún
cadáver. Tú has sido mi primera esposa… pero no serás la última —le dijo antes
de comenzar a asestarle puñaladas con un abrecartas que llevaba en su mano. Ana
no pudo tan siquiera gritar—. Sabía que tarde o temprano te podría la
curiosidad y entrarías en esta sala. Ya me dijo mi padre que todas lo hacíais.
- FIN -
Consigna: Género: Drama. Basado en Barba Azul. Época actual. El azul es el cabello, no la barba.
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