miércoles, 4 de julio de 2012

La Nochebuena de Carmen


Por Sebastián Elesgaray.

Dedicado a Carmen Gutiérrez.



Que bonito era conocer un lugar nuevo. El viajar era lo que más le gustaba a Carmen de su trabajo. Explorar nuevos territorios, relacionarse con nuevas personas, enredarse en la hermosa situación de asimilar y comprender una distinta cultura.
Por supuesto, todo eso era parte del ocio en los viajes. La parte profesional debía ser impecable.
Pasó por el detector de metales, avanzó entre la multitud y salió del aeropuerto, ingresando en Argentina, más precisamente en la Capital Federal. Taxis hacían sonar sus bocinas, gente caminaba apurada de un lado a otro y los bolsos colgando de sus hombros eran una constante. Al ser la víspera de nochebuena, cada movimiento de personas, cada acción, era un pequeño caos. Todo enmarcado con un sol radiante que abrasaba la piel y pegoteaba la ropa. Resultaba insoportable para ella, que adoraba los climas fríos.
Se acercó a la parada de taxi y esperó en la cola. Una mujer no muy alta, con ojos castaño claro y el pelo rizado hasta los hombros. Un tatuaje en su brazo izquierdo resaltaba. Era un dragón, hermoso y fiero a la vez, algo intimidante. Denotaba orgullo y prosperidad, la clase de dibujo el cual uno miraba durante varios minutos. Y en Carmen, esos minutos podían extenderse hasta formar una buena cantidad de tiempo.
Le llegó el turno, y agradeció al chico de gorra roja que le abría la puerta con una moneda de un euro. No sabía si le serviría de algo en la calle, pero no tenía otra. No conseguiría cambiar dinero hasta que viera a su contacto.
Puso el bolso en el baúl y, una vez dentro del auto, Carmen dijo al conductor:
—A Tucumán y Pasteur, por favor.
—Cómo no —contestó con voz animada el taxista.
Arrancó con un leve chirrido de neumáticos.
Una vez que salieron del aeropuerto, Carmen se dejó caer en el asiento, contenta porque el taxista no era hablador. No le interesaba entablar conversación. Lo más probable sería que la charla discurriera sobre la Navidad y todas esas cosas que no le atraían.
En lugar de eso, prefería disfrutar del paisaje. Era su primera visita a Argentina, y lo que veía le gustaba. Acomodada y satisfecha por el momento, se dejó llevar.

Carmen era la mejor. De eso no había dudas. Sin embargo, tenía la suerte (y la acertada elección), de trabajar con los mejores. En diferentes partes del globo, había gente de su equipo que la ayudaba y estaba ahí para proporcionarle los recursos necesarios a la hora de trabajar.
El taxi frenó despacio en la esquina, haciéndose un hueco en la ajetreada tarde de la ciudad. Mucha gente en las calles, algunos volviendo de sus trabajos, a la saga de un momento de tranquilidad, algunos paseando. Preparando todo para la llegada de Santa Claus tal vez. La diversidad hacía gala de un ejemplo conciso, por lo que nadie se fijo en la mujer con el dragón tatuado cuando esta bajó del taxi.
De pie en la vereda, erguida cuan alta e imponente era, Carmen recorrió con la mirada la fachada del local. Luego entró, caminando despacio mientras cargaba su gran bolso como si de una pluma se tratara.

—Buenas tardes, ¿qué le sirvo? —dijo la moza con amabilidad.
—Buenas tardes. Quiero ver al señor Pepe Martínez, por favor.
La moza asintió sonriente, por simple cortesía. Luego dijo:
—Disculpe, pero no sé a quién se refiere señorita.
Carmen revoleó los ojos con exasperación. El jodido de Pepe seguía molestándola con eso de las contraseñas y los mensajes secretos. Era un poco paranoico con respecto a su seguridad. Tenía derecho a serlo, pero eso era demasiado.
Sin embargo, en lugar de estallar y hacerle saber a esa niña quien era ella, Carmen reflexionó, tratando de recordar alguna de las pocas y selectas contraseñas de Pepe. Le brillaron los ojos cuando recordó la preferida de su amigo:
—Ve y dile esto: Ninguna historia puede ser buena sin un cierre. Debe haber cierre, porque es la condición humana.
La moza asintió comprensiva, manteniendo la sonrisa en su rostro. Luego le contestó:
—Por acá, por favor.
Pasaron hacia la parte de los baños. Por un pasillo largo y poco iluminado, dieron con una puerta con un pequeño cartel, el cual manifestaba "PRIVADO" con letras rojas. La moza se limitó a abrir la puerta y entornarla para que Carmen pasara. No sin antes dedicarle una última sonrisa.

Era una sala grande, iluminada con luces tenues. Tenía un gran escritorio ocupando casi el centro y una pared repleta de monitores detrás de este. Un sillón giratorio, de respaldo amplio y forrado en cuero marrón, se encontraba detrás del escritorio, de espaldas a Carmen. La persona que allí se sentaba observaba las pantallas con detenimiento.
Carmen gritó una vez que se cerró la puerta:
—¡Carajo, Pepe! ¿No podías darte cuenta de qué era yo con tantos jodidos monitores?
El sillón giró, mostrando a un hombre joven, con el pelo negro revuelto y unos ojos oscuros, profundos. Sonreía con timidez.
—Ya sabes como soy. No me molestes.
Carmen suspiró exasperada. Luego se acercó y se paró frente al escritorio:
—Vamos, levántate. ¿No vas a saludar?
Pepe se puso de pie apresurado y rodeó el escritorio. Abrazó a Carmen y le dió un beso en cada mejilla.
—¿Mejor? —preguntó Pepe.
—Si, pendejo.
Ambos rieron. Sin embargo, al instante, Carmen transformó su rostro en una máscara de seriedad.
—Sabes a que vengo.
Pepe no respondió de inmediato, sino que agachó la cabeza.
—Vamos. Dame equipo. Voy a hacerlo rápido, lo sabes.
Pepe la miró fijo. Luego preguntó:
—¿Es necesario?
—Sabes que sí.

El viaje de Carmen a Argentina no era una cuestión laboral. La razón de su arribo al país, era una simple y asequible venganza. Y si bien, lo que para muchos era poco importante, para algunos podía llegar a ser una vida.
Tardó casi una hora en llegar a la casa de Omar. Por suerte, el auto que Pepe le había dado tenía un aparato GPS, lo cual le había facilitado la tarea.
Ya casi era noche cerrada, y Carmen se apostaba frente al lugar. El vecindario era con casas grandes y voluptuosas, de gente que coleccionaba dinero. Estaba tranquilo, tal vez porque a los ricos les gustaba viajar en navidad, tal vez porque eran gente aburrida.
De seguro, el muy hijo de perra la estaría esperando. Lo llamativo era que él no festejaba ningún tipo de fiesta popular, dada su condición de renegado. Eso facilitaba el trabajo de Carmen, porque Omar se encontraría solo. Aunque en cierta forma, eso lo hacía todo más aburrido, menos interesante.
Revisó que la pistola estuviera cargada y chequeó que el cuchillo estuviera en el lugar correcto.
Sin nada por ganar, ni nada que perder, Carmen bajó del auto.
Y en ese momento, como si todo fuera un chiste para él, Omar abrió la puerta de entrada y salió a la vereda. Se paró bajo la luz del porche, vestido tan solo con una bata color borgoña, sin ningún calzado, y un gorro rojo con una pompa blanca. Un Santa Claus desquiciado.
—Carmen, corazón. Que hermosa sorpresa. ¿Vas a pasar Nochebuena conmigo?
Carmen lo miró fijo. Sus ojos rezumaban odio. ¿Cómo podía ser tan jodidamente descarado?
—Sabes que si, Omar. Pinche pendejo, esto no tenía porque ser así, ¿sabes?
Omar se encogió de hombros, como restándole importancia al comentario de Carmen. Luego bajó de forma leve su cabeza, entornó los ojos y la miró fijo. A su vez, Carmen sintió la pistola como una molestia en la cintura de su jean. Tenía que sacarla, pero si se precipitaba, Omar ganaría.
Una calle los separaba de vereda a vereda. Era un duelo, casi como en el viejo oeste, solo que el marco en esta ocasión era un barrio rico de Argentina, al cual se llegaba estafando o matando.
A veces, las dos cosas a la vez.
Luego de un minuto completo, Omar abrió su bata, mostrando que debajo tenía una enorme Itaca M37. Carmen fue rápida, pero Omar no estaba vivo a sus cincuenta y siete años por ser lento. Disparó primero, y le dió a Carmen en el hombro izquierdo. La bala salida de la pistola de Carmen fue a parar al muslo de Omar. Este se agachó, apoyando una rodilla en el suelo y dándole a la corredera del arma para efectuar un segundo disparo.
Apoyada contra la puerta del auto, Carmen tenía en la mira la cabeza de Omar. Jaló del gatillo, pero el arma se había trabado.
¿Pepe?
El muy jodido la había engañado.

Omar sonrió, viendo como Carmen se arrastraba por la puerta del auto, tratando de guarecerse detrás para encontrar refugio. Al parecer, su pistola se había trabado. Suerte para él. La pierna le dolía, le latía como un segundo corazón. Pero eso importaba poco, dado que iba a ganar y salir con vida una vez más.
Confiado, se puso de pie, listo para efectuar su segundo y definitivo disparo. No vió que Carmen sacaba una cuchilla de la bota y la tomaba por la punta, lista para lanzarla como un malabarista de circo.
Cuando Omar puso el dedo en el gatillo, presto a disparar, veinte centímetros de acero se metieron entre sus dos clavículas arriba del pecho. La fuerza del impacto hizo que se cayera de espaldas al suelo, con el mango del cuchillo sobresaliendo erguido. La sangre corrió rauda por su cuello y cuando Carmen se acercó a ver su cuerpo, Omar ya estaba muerto.

No hubo grito ni redención. Tampoco felicidad o algún tipo de iluminación. Simplemente, Carmen dió media vuelta y cruzó la calle con paso rápido (tan rápido como se lo permitía su reciente herida). No si antes sacar el cuchillo del cuerpo de Omar.
Tenía pensado hacerle sentir el filo a Pepe, mientras le decía Feliz Navidad.
Al parecer, la Nochebuena para Carmen, sería un poco más larga de lo previsto.

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