Por William Zelada.
Dedicado a Alejandra Lopez.
En un lejano lugar, un pequeño pueblo era cubierto por una abundante nieve, una nieve tan blanca como la espuma de mar. En una de sus frías calles caminaba Alejandra, en un andar rápido, buscando el refugio y calor de su hogar. Era navidad.
Alejandra gustaba de la escritura y lectura. En su mente giraban mil ideas que quería plasmar en papel. Apresuradamente se despojo de su abrigo húmedo, la nieve empezaba a derretirse. Las botas hicieron pequeños charcos de agua en el linóleo de la sala.
Inmediatamente prendió fuego a la leña en la chimenea. Se relajó en su sillón plegable, tomó una libreta de apuntes y empezaron a surgir las ideas para el relato en el que trabajaba.
Alejandra, con muy poco espíritu e interés navideño, pasaba las navidades encerrada en su casa. Viendo alguna que otra película de terror, o leyendo algún libro. Gustaba mucho de Stephen King. Su esposo y sus 4 hijos paseaban por el centro de la pequeña ciudad, buscando algún buen pavo para la cena de esa noche.
Al cabo de un rato empezó a dormitar. Se acomodó en el sillón y se quedó profundamente dormida. Risitas, murmuros y sonidos raros hicieron que despertara. Al ver alrededor, solo pudo presenciar una extraña y misteriosa tranquilidad. Por el rabillo del ojo vio pasar una diminuta sombra. En la parte baja del sillón escucho unas risas chillonas. Se levantó apresuradamente dejando caer la libreta de apuntes de su regazo. De no ser por las chispas que tronaban del fuego de la chimenea, un silencio profundo hubiera invadido la sala.
Un sudor frío empezó a correr por la nuca de Alejandra y algunos vellos del brazo se le erizaron. -¡Dios mío, qué frío tengo! –dijo Alejandra, estremeciéndose intensamente. Tuvo un momento de miedo, pero solo fue un momento. Un par de segundos después, se recostó nuevamente en el sillón, volviendo a plasmar sus ideas en la libreta.
Cuatro duendes de unos veinticinco centímetros de alto, desnudos y con grandes barbas caminaban encorvados a causa de su diminuta joroba hacia Alejandra. Se golpeaban entre ellos y las risitas surgían inmediatamente. Al percatarse de esto, Alejandra se puso nuevamente de pie. El terror puro y a su máxima expresión se vio reflejado en sus ojos al ver a esos cuatro seres extraños caminar hacia ella. Los ojos de los diminutos seres la miraban fijamente.
Alejandra trato de correr, sin embargo tropezó y cayó de bruces sobre una pequeña alfombra situada en el centro de la sala. Error que le costó una pequeña pero dolorosa mordida en el pie derecho, causada por uno de los duendes. Estos explotaron de risa, brincaban y se jalaban las barbas entre ellos. Alejandra logró pararse y corrió apresuradamente hacia la habitación contigua. Las lágrimas empezaron a nacer, empapándole las mejìas y las comisuras del labio. – ¡Esto no puede estar pasando, es un sueño y tengo que despertar de algún modo! –se decía Alejandra entre sollozos.
Los cuatro duendecitos corrían tras de ella. Las risas emitidas las cambiaron por sonidos extraños, casi como chillidos. -¿Se estaban comunicando entre ellos?- se preguntó Alejandra.
Uno de ellos logró saltar y fijarse a una de las piernas de Alejandra, trepo rápidamente hasta llegar a la espalda. El duende le encajó a cada lado del cuello sus garras, rasgándole profundamente y haciéndole sangrar de inmediato. La tomó del cabello y lo empezó a jalar muy fuerte, haciendo que Alejandra gritara con todas sus fuerzas.
Los tres duendes restantes la rodearon y saltaron sobre ella, mordiéndola, arañándola, golpeándola. Alejandra cayó al suelo. Pudo ver que un duende la miraba con una sonrisa retorcida y siniestra. Alejandra estaba empapada de sangre, y las heridas pintadas con un rojo vivo le dolían extrañamente poco.
Uno de los duendes empezó a rasgar la garganta de Alejandra, poco a poco esta se fue quedando sin respiración, y en lo único que pudo pensar en ese momento fue: -¡Esta es, MI ÚLTIMA NAVIDAD!
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