miércoles, 4 de julio de 2012

El regalo de Esteban

Por Alejandra Lopez.


Dedicado a Esteban Salamanca Paez.


Mi hijo está sentado a mi lado, en el jardín. Es un agobiante día de diciembre. Lee un cuento de Navidad, yo lo observo de soslayo mientras también leo y corrijo mi novela. Creo que lo llevamos en los genes, mi padre era editor y mi madre, pintora. Miro los cabellos de mi pequeño, enrulados como los de la madre, los ojos casi negros, como los míos. Ya tiene ocho años y me pregunto si la vida le deparará un destino de escritor de escaso éxito como el mío. Es algo que disfruto muchísimo y no lo cambiaría por otra cosa. Aunque mi esposa me dice que busque otro trabajo, que su padre me puede conseguir un buen puesto en su empresa, que deje esto y solo lo haga como hobbie. Ya veremos, por el momento, seguiré escribiendo para la revista y la columna semanal del periódico. Al menos me permiten trabajar en mi novela.
De repente, Martín deja su lectura y me observa serio, mientras me pregunta:
- ¿No es cierto que Papá Noel existe?
Dudo, antes de responder. Y es entonces cuando todos los recuerdos de hace ya…veinticinco años vuelven a mi mente. Y le contesto:
- Por supuesto. ¡Sí que existe!
- En la escuela Ricky y Lucas dicen que no, que son los padres.
Los recuerdos, enterrados por un cuarto de siglo, siguen sacudiéndome.
- Eso no es cierto. Papá Noel existe.- afirmo.
Creo haberlo conformado porque retomó su lectura.
Y yo volví a aquella Navidad de 1.986 y también a dos meses antes de esa Navidad.



El 23 de Octubre fue un día primaveral. Recuerdo que fuimos con mi padre a la plaza para jugar al fútbol. Mamá había quedado en casa con sus pinturas. Así que la nuestra fue una salida de hombres.
“Yo soy Maradona, y vos Pumpido” – le dije a mi padre. Todavía estaba fresca la victoria del mundial en México. Entonces me puso un brazalete negro en el brazo con la letra C. “¿Qué es esta C papi?”. Sonriendo y revolviendo mis rulos me respondió: “Es la C de capitán, como Maradona.”.
Cuando terminamos de jugar, volvimos a casa, transpirados, sucios y felices.
El lunes amaneció lluvioso, pero igual fui a la escuela.
Luego del recreo de las diez de la mañana, la directora entró al aula, habló unas palabras con la maestra y se acercó a mí. Me pidió que guardara mis cosas y la siguiera a la dirección. Esto me sorprendió y asustó. ¿Habría hecho algo malo y me regañaría?
Cuando entré a su oficina, vi a la tía Hilda. Con los ojos enrojecidos me abrazó,  me besó pinchándome con los bigotes y dijo: “!Esteban! Pobrecito mi chiquito”. Luego, con la voz quebrada me contó que papá se había descompuesto en el trabajo, su corazón “había dejado de funcionar” y ahora “estaba en el cielo”.
Me pareció que el piso se movía. Con ocho años mi vida se derrumbó. “No es posible”.-me decía. “Si ayer jugamos al fútbol, si esta mañana me dio un beso antes de irse al trabajo y estaba bien.” Me resistí a llorar. “Se equivocaron”.- pensé.
Pero horas más tarde, cuando me llevaron a su velatorio, cuando mamá con los ojos hinchados me acercó al ataúd lo vi, quieto, pálido. Tía Hilda se acercó y me alzó para que yo lo besara. Estaba frío, duro; no podía aceptar que ese ser “de piedra” hubiera sido mi padre.
Recuerdo que nuestra vida se tornó gris. Mamá deambulaba por la casa como un fantasma. A veces yo le hablaba o le preguntaba algo y no me contestaba. Estaba abstraída, apática. Tía Hilda se instaló en la casa para acompañarnos; se encargaba de los quehaceres domésticos y de realizar los trámites con mamá.
Llegó Diciembre, mes de alegría,  de festejos y de regalos. Tía Hilda se ocupó de armar el arbolito. Me pareció horrible por el contraste de sus adornos y luces con nuestra pena infinita.

Una tarde yo estaba escribiendo, tía Hilda se acercó y me preguntó si era la carta a Papá Noel. Le contesté que sí, me pidió verla y se la mostré. Cuando la leyó, me dijo con voz temblorosa que no, que Papá Noel no podría traerme eso. Que pensara en algún juguete o un  libro. Lo medité un  rato y luego doblé la carta y la puse junto al arbolito. Le dije a mi tía: “Bueno, después de todo, en el colegio me dijeron que no existe” y me fui de la habitación.
El 24 de diciembre por la mañana, fuimos los tres al cementerio. Por la noche, tomamos una cena sencilla, callados. Fui a acostarme temprano.
Estaba dormido cuando sentí que una mano me acariciaba las mejillas. ¡Me sorprendí tanto al ver que era papá! Puso un dedo sobre sus labios, haciéndome señas para que no hablara. Luego me dio la ropa de fútbol. Rápidamente me vestí, y de su mano salimos a la calle. No sé qué hora era, apenas empezaba a amanecer. Todavía flotaba en el aire el olor a pólvora. Caminamos las cuatro cuadras hasta la placita. En el trayecto yo le contaba de mamá, de la tía, de mí. Él dijo que a pesar de que nos extrañaba, estaba en un lugar hermoso.
La plaza estaba desierta, solo los pájaros revoloteaban.
Jugamos no sé cuánto tiempo a patear penales como la última vez. También me dejó ganar. En el último tiro, tropecé con algo. Me caí y me raspé la rodilla. No dolió demasiado, pero cuando vi que brotaba un poco de sangre, me largué a llorar. Papá me sopló la herida y me abrazó. ¡Me sentía tan bien contra su pecho percibiendo su calor y la fragancia de su colonia! Del bolsillo del pantalón sacó un apósito adhesivo y lo colocó en la herida. Luego me hizo upa y partimos. Llegamos a la puerta de casa, era el momento de despedirnos. Me dijo que ya no podría volver, pero eso no significaba que no nos quisiera, tampoco que ya no estaría con nosotros. Lo llevaría siempre dentro de mí. Nos despedimos con un abrazo y el beso más tierno que recuerdo en mi vida.
Por la mañana, tía Hilda no me podía despertar. Me dijo que ya estaba el desayuno en la mesa y que había un regalo en el arbolito.
Cuando fui al comedor, abrí el paquete ante los ojos expectantes de mi tía y el silencio desinteresado de mi madre. Era una flamante pelota de fútbol.
Tía Hilda dijo:
- Bueno Esteban, te dije que Papá Noel no podría traer lo que le pediste. Es imposible. Así que te ha dejado esta pelota para que juegues con tus amiguitos…
Asentí en silencio, sonriendo y tocando el apósito de mi rodilla.


Miro a mi hijo que ya ha dejado el libro a un lado y ahora corretea entre las plantas con su pelota, y digo en voz baja: “Es verdad papá, estás dentro mío... y de él también”.

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