miércoles, 4 de julio de 2012

Había una vez

Por Carmen Gutiérrez.


Dedicado a Evelia Garibay.


     —Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, una princesa que vivía en un enorme castillo...
     —¿Cómo se llamaba la princesa, mamá?
     —Felipa —contestó Evelia con suavidad.
     —¡No puede llamarse Felipa! —replicó su hijo frunciendo el ceño.
     —¿Juana?
     —¡No! ¡Es una princesa tiene que tener un nombre bonito!
     —¿Cómo quieres que se llame, entonces?
     El pequeño cerró los ojos tratando de concentrarse. Su madre lo miraba expectante. Verlo así, tan ensimismado le era muy grato. Después de tanto esfuerzo con terapias, ejercicios y cuentos, Evelia notaba algún cambio y estaba segura que sería un marcado progreso.
     —¡Ya sé! —exclamó el niño abriendo los enormes ojos oscuros con emoción— Se llama Evelia.
     Ella no pudo evitarlo y se acercó a besarle la frente.
     —¡Bien! Había una vez, hace mucho, mucho tiempo una princesa llamada Evelia, quien vivía en un castillo enorme rodeado de...
     —¡Pinos! —interrumpió el niño.
     —¿Pinos?
     —¡Mamá! Es navidad. Tiene que haber pinos... y luces... y regalos... y...
     —¡Esta bien! El castillo estaba rodeado de pinos con muchas luces y cubiertos de regalos... —hizo una pausa esperando que el niño interrumpiera pero como no fue así, continuó— La princesa estaba sola en el castillo...
     —No puede estar sola, mamá —dijo el niño poniendo los ojos en blanco y de pronto como si le pasara una idea por la cabeza se incorporó en la cama sin hacer caso de las mantas que se deslizaban al suelo— ¿Por qué tus princesas siempre están solas?
     —Bueno... —Evelia carraspeó un poco para aligerar su garganta pero ignoró la pregunta— La princesa no estaba sola, tenia muchos lacayos y amigos, además hacia muchas fiestas a las que asistían invitados de todo el mundo.
      —¿Esta fiesta es de Navidad, mamá?
      —Sí. Los carruajes llegaban uno tras otro llevando regalos y más regalos para todos los invitados —contestó Evelia colocando de nuevo las mantas en su lugar. 
      —¿Y el príncipe?
      —¿Qué pasa con él?
      —¿Venía en caballo? —preguntó el chico ladeando la cabeza—¿O en un burro como Shrek?
      —¡En un dragón! —dijo ella con ojos brillantes.
      —¿En éste cuento el príncipe es mi papá?
      —Podría ser... entonces el príncipe aterrizó en el techo del castillo y...
      —Mi amiga Nancy dice que el príncipe de su mamá siempre es un señor que se llama Brad Pitt. El otro día vimos su foto en una revista y sí parece príncipe —empezó a jugar con el pliegue de la manta— ¿Por qué mi papá es tu príncipe?
     —Bueno, en primer lugar la madre de Nancy tiene fijación con los hombres rubios; en segundo lugar a mí Brad Pitt nunca me ha rescatado. En tercer lugar tu padre es...
     —Mamá, ¿Qué quieres que te regale en Navidad?—interrumpió el niño por enésima vez.
     —No pido mucho, hijo mío. Quiero que seas feliz, que te conviertas en un príncipe y que no te pase nada —contestó Evelia  tratando de abrazarlo pero el chiquillo la esquivó para seguir hablando.
     —Má, no puedo ser un príncipe porque no soy un sapo —soltó una carcajada que hizo que su madre estallase en risas también—. Además Dori dice que si no quieres que me pase nada entonces nada pasará conmigo.
     —¿Dori?
     —La amiga de Nemo. Entonces ya te di una parte de tu regalo de Navidad —el niño hizo un esfuerzo y guiñó un ojo.
     —¿Oh sí? ¿Cuál de ellos?
     —Que si soy feliz, mamá.
     Evelia se puso de pie. De pronto, arreglar las cortinas de la habitación pareció ser muy importante. Cerró los ojos tratando de contener el nudo que se estaba formando en su garganta. ¡Tantas cosas habían pasado! ¡Tantas personas había perdido! Y todo quedaba saldado con ese pedazo de cielo que le había llegado un día y ahora la observaba en silencio. Al menos hasta que el cubo de rubick acabó en sus manitas y le distrajo.

     —Mamá.
     —Dime, mi amor —respondió Evelia.
     —¿Por qué tienes los ojos rojos?
     —Porque tengo sueño —ella se limpió una lagrima rebelde con el dorso de la mano y soltó un bostezo más falso que el cabello rubio de la mamá de Nancy.
     —Entonces acuéstate aquí conmigo y yo te contaré el cuento. ¿Sí?
     —De acuerdo —Evelia se acurrucó al lado de su retoño y se preparó para escuchar.

     El niño la cubrió con el borde de la manta, acomodó la almohada para que la cabeza de ella quedase más cerca y comenzó:
     —En una galaxia muy, muy lejana vivía una princesa que se llamaba Evelia. Tenía muchos sirvientes y todos adornaban los pinos de Navidad porque el príncipe iba a llegar a la fiesta en su dragón. A la princesa le gustaban los libros y el príncipe llevaba muchos además creo que le iba a pedir que se casara con él.
     —¿Me voy a casar con el príncipe?
     —Tú no, mamá. La princesa.
     —¡Ah!
     —Entonces la princesa dijo que sí se casaba pero que pedía de condición que le llevasen muchos regalos y el príncipe no sabía que llevarle.
     —Pero ya traía libros ¿No?
     —¡Mamá! No te atravieses en el cuento —dijo el niño fingiendo enfado.
     —Se dice no “interrumpas el cuento” y lo siento. No lo haré más.
     —¡Ok! —respondió el chico torciendo la boca— Si me untirrumpes no sigo ¿eh?
     Evelia se llevó una mano a la boca, cerrándola con un cierre imaginario.
     —Entonces el príncipe voló en su dragón por todo el reino, buscaba los regalos perfectos para la reina... princesa, perdón. Y cuando el dragón se cansó de volar le dijo: “Príncipe, creo que nos perdimos” entonces tomaron un taxi y se fueron a una tienda... Sí, mamá, es un taxi muy grande para que el dragón cupa.
     —Quepa —corrigió Evelia antes de darse cuenta. Al notar su error volvió a sellar los labios y fingió poner un candado.
     —Pero en la tienda no encontraron nada y el príncipe estaba muy triste y lloraba y lloraba por que no se podía casar con el dragón, digo, la princesa. El niñito Jesús le dijo que no llorara porque se iba a ensuciar la cara y la princesa no se querría casar con él por tener la cara sucia. Le dijo que fuera a la casa de la princesa y fuera a la pastorela y Santa Claus le iba a dar un regalo para su novia.
     Evelia abrió la boca para preguntar algo pero el pequeño se llevó el dedito a los labios ordenando que callase. Como lo había prometido antes, ella se resignó a quedarse con la duda de por qué habría una pastorela en un castillo donde Papa Noel les daría regalos.
     —La princesa estaba bailando en medio de la pastorela y ¿Sabes qué? Tenía un traje de la Virgen María y todos cantaban: “Los castores a Belén corren presurizados, llevan de tanto correr, los zapatos agujerados” ¿Por qué se agujeran los zapatos cuando corren, mamá?

     Ella preguntó con señas si podía hablar. El niño asintió. Evelia reprimió una carcajada y contestó con mucho esfuerzo por parecer seria:
     —Quizás los “castores” no se habían cortado las uñas, mi amor.
     El chico pareció analizar la respuesta, luego tomó aliento y continuó:
     —Al final del baile, el niño Jesús se acercó al príncipe y le dijo: “Santa no puede venir, a un reno se le desinfló una pata. Pero me dijo que te diera esto” y ¿Sabes qué era, mamá?

     Ella negó con la cabeza, interesada en saber el regalo que le daría su príncipe.
     —Era una cajita de cristal con una chispita adentro. La chispita chocaba contra las paredes de vidrio tratando de salir, pero no se quería escapar ¿Eh?
     —¿Ah no?
     —No. Lo que pasa es que la chispita estaba aburrida. Cuando el príncipe se la dio a la princesa, ella abrió la cajita y la chispa salió volando por todos lados —hizo un movimiento con el dedito señalando el trayecto imaginario de la chispita imaginaria—, hasta que chocó con el corazón de la princesa y ahí se quedó adentro. La princesa se casó con el príncipe y la chispita se convirtió en un niño, que venia con tres paquetes.
     —¿Y qué tenían los paquetes, hijo? —preguntó Evelia sonriendo.
     —Un sapo que se convirtió en príncipe, pero era un sapo muy bonito ¿Eh? Un paquete de felicidad y ¿Sabes qué más? Muchas cosas por pasar. Fin.

     Esta vez no se pudo apartar a tiempo y quedó atrapado en un abrazo tembloroso y largo que su madre le dio. Duró más de lo habitual porque Evelia estaba tratando de contener las lagrimas para que el niño no la viera llorar. Cuando pudo controlarse lo soltó y arropó para que no tuviera frío, le dio un beso de buenas noches y salió de la habitación lo más rápido que pudo. 

     Al entrar a su recámara Lou le preguntó:
     —Amor, ¿Por qué tienes los ojos rojos?
     —Porque tengo sueño —contestó ella mirándolo con ternura—. Buenas noches, mi príncipe.
     Y se durmió con una sonrisa en los labios.




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