Dedicado a Leo Lamas.
Si Faustino Rosas, decano del Seminario Dominico de la Argentina, hubiese reparado el dobladillo de su hábito antes de salir de casa y no se hubiese tropezado al entrar al recinto, Leo Lamas no hubiese conocido al demonio.
Pero el destino es así de simple y el hubiera no existe; el decano cayó de bruces frente al pupitre de Leo, un larguirucho y sonriente chico estudiante de Lenguas Romances, quien no pudo contener la risa y explotó en alegres carcajadas antes de darse cuenta del terrible error que había cometido. ¿El resultado? Dos semanas de castigo lavando las letrinas, la cancelación del permiso para visitar a su familia en Navidad y una nota reprobatoria en la calificación de su “Ensayo para el reconocimiento de señales de brujería”
El decano Rosas envió una nota al consejo titular del colegio poniendo en duda la capacidad del pobre chico para “hacer siquiera una nota de redacción que no cayese en lo dramático y oscuro” además de recalcar “la tendencia que el Señor Lamas tiene de, en cualquiera de los casos, burlarse de la desgracia ajena poniendo en duda la vocación y dedicación piadosa que son las bases de esta Casa Magna de Estudios”
El consejo decidió, a pesar de la gravedad de su falta, darle a Leo una segunda oportunidad; no sin hacer hincapié en la seriedad que los estudios de las letras requerían para lograr una perfecta unión de la mente con el Creador. El chico apretó las mandíbulas, que ya empezaban a mostrar el oscuro bozo propio de su edad, bajó la mirada y aceptó con resignación su castigo, agradeciendo en silencio la oportunidad que le daban de continuar aprendiendo.
Amaba las letras. En una sociedad donde sólo los clérigos y los mercaderes tenían acceso a la escritura Leo, hijo de campesinos, había demostrado un fervor tan marcado cuando, a los seis años, pudo tocar una Biblia en el templo de su pueblo, que el párroco confundió su fiebre con una señal del Espíritu Santo y lo recomendó ampliamente al Seminario para que fuera instruido al sacerdocio. Su madre enfermó de añoranza, su padre lamentó la perdida de un ayudante para el arado pero juntaron sus pocas pertenencias y lo entregaron bañado en besos y bendiciones.
A sus catorce años había soportado el frío del colegio, la sequedad del aire, la comida monótona y el rigor de los castigos que de vez en vez recibía por no contener su espíritu alegre y bromista. Sus compañeros admiraban en secreto su rebeldía y la tenacidad con que acataba los estudios. Pero sobretodo, admiraban su capacidad de crear historias, detallar imágenes que sólo existían en su imaginación. Era capaz de contar anécdotas como si fueran propias y más de una vez se desvelaron escuchando sus cuentos. Respetaban su espacio cuando le veían sentado en su escritorio muy entrada la noche, con la vela encendida, leyendo los libros que le permitían tomar de la biblioteca bajo pretexto de estar haciendo ensayos y redacciones.
Leo pasaba mucho tiempo leyendo. Quería empaparse de frases, ritmos y conjunciones. Tenia folios enrollados bajo la estera de su cama con frases copiadas de aquí y allá. Como he dicho antes, Leo amaba a las letras. Muchas noches lloraba en silencio tratando de plasmar en papel lo que su increíble imaginación le mostraba en la cabeza, pero la pluma se negaba a obedecer a su deseo; gastaba tinteros y velas buscando la formula para sacar sus historias tal y como su boca las contaba. Sabia que podía hacerlo, sentía que sería grande pero su ansiedad le llevaba a cometer errores y más de una vez, desesperado, rompió todo lo que había escrito calificándolo de basura.
Ahora, en plena nochebuena, mientras sus compañeros cenaban y cantaban villancicos, Leo lavaba los baños, ensimismado en sus pensamientos; cuando una voz femenina le saludó desde una letrina. Se asustó tanto que derramó el agua del balde y la estopa cayó al fondo de la fosa séptica.
—Feliz Navidad, Leo—dijo la voz de nuevo.
—¿Quién anda ahí?
—Yo. Haz hecho un buen lío, jovencito —contestó la mujer entre risas.
—Señora, usted...usted no...—tartamudeó el pobre chico.
—¿Yo no debería estar aquí? ¡Bah! ¡tonterías! Yo puedo estar donde quiera y ahora quiero estar contigo. Nadie debe pasar las navidades solo, Leo. O ¿Quieres que me vaya? —preguntó la mujer acercándose a la luz. Las lámparas de aceite alumbraron más de lo normal. Leo recorrió con sus ojos oscuros y profundos la pequeña figura, los grandes ojos azules, los rizos dorados que le llegaban a la cintura, la tez de porcelana y los carnosos labios rojos; retrocedió un par de pasos y espetó:
—¡Vade retro, Satanás!
La pequeña mujer sonrió y lo miró con un destello parecido a la ternura. Leo no se dejó intimidar e hizo la señal de la cruz murmurando “Vade retro, Satanás. Vade retro, Satanás. Vade retro, Satanás...” una y otra vez.
—No eres tan lerdo como te hacen creer, chico. En realidad eres perfecto —dijo la mujer sonriendo aún más.
—¿Qué querés de mi? —preguntó el joven con voz fuerte y profunda.
—La pregunta es, hermosura: ¿Qué es lo que tú quieres? Estoy aburrida —hizo un mohín y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas—. Todos por ahí burlándose de mí, haciendo fiestas, dándose amor cuando en todo el año se han odiado. Se olvidan de los buenos momentos que les hago pasar durante todo el año. Pero vengo y me encuentro con que tú también estas solo y aburrido. Así que he decidido darte un regalo de Navidad. ¿Qué es lo que quieres?
A su pesar, la mente de Leo contestó la pregunta. Rápidamente, como un relámpago sin darle tiempo a contenerla. Ella volvió a sonreír, casi burlona.
—Puedo dártelo, Leo. Puedo hacerte el mejor. Hacer que la historia te recuerde, que el mundo te conozca y se incline a tus pies. Serás el mejor escritor de historias que haya nacido en estas tierras. Sabes que puedo. Y sabes que lo quieres.
—¿A cambio de qué? —se sentó frente a ella. Sabia que nadie vendría a los baños; no al menos hasta que la cena terminase. Además es divertida la sensación de hacer algo prohibido. No ha habido hombre o mujer que no lo sepan.
—Cariño, eso también lo sabes.
Leo dudó y ella lo notó. Tomó una de sus manos y la acarició con lentitud. Estaba caliente. El chico se estremeció a su contacto y de pronto supo que aquello que sentía en su vientre era lujuria. Retiró la mano al instante.
—Debo servir a Dios, es por eso que estoy aquí —replicó tratando de recuperar el control.
—No te confundas, cielo. Estás aquí para dominar a las letras. Para envolverte en el arte de amarlas y que te amen. No tienes vocación. Estas personas —señaló hacia el comedor—no tienen vocación. No te aman, Leo. Yo puedo llegar a amarte...si me dejas.
—Es mi alma. No... no puedo —hizo un esfuerzo por no llorar, pero la verdad es que se sentía conmovido y rencoroso al mismo tiempo.
—¿Qué es un alma al fin de cuentas? Nada. No es nada Leo. No la puedes tocar, ni ver, ni sentir. Yo no te pediré nada. Te dejaré disfrutar de tu éxito y fama. Aplaudiré cuando tus padres te vean en la cima, me harás muy feliz. Quizás nunca tenga que venir a reclamarla, quizás algún día te pediré que hagas algo por mí. Puede que ese día nunca llegue, cariño. Sólo a cambio del arte que tanto anhelas, pediré tu compromiso. No eres el único ni serás el último. Los grandes hombres de la historia lo han hecho. ¿Crees que tu Dios te ofrecerá algo así? ¡Si hasta te exige ser humilde!
Leo se levantó. Estaba inquieto y anhelante. Sabia que lo correcto era decir que no, correr e irse muy lejos. Pero se vio a si mismo, escribiendo y escribiendo ¿Qué pasaría si aceptaba? ¿Quién lo notaria? Su madre seguro. Podía evitarlo si no iba a visitarla nunca más. ¿El decano Rosas? Ese no notaba ni su dobladillo. Se llevó la mano a frente tratando de aclarar sus ideas. Cuando abrió los ojos, ella estaba frente a él. Muy cerca.
—Es mi alma —volvió a susurrar.
—No es tuya, mi cielo. Es de Él. Cuando mueras tu alma ira a su lado y tocarás el arpa todo el día, andarás desnudo por aquí y por allá. Te aburrirás, Leo. Lo sé. Tu no eres para eso. Estás dotado para la grandeza —y señaló su alta estatura—. Si te quedas aquí te marchitarás como una flor. Cuando seas viejo y mueras Él se la llevará. Es el más grande recolector de almas. Y de todos modos no te dará nada a cambio.
Leo guardó silencio. No podía decir nada, por su cabeza pasaba el poema de “la chica que amaba a Tomás Gordon”, aquel que había contado la noche pasada y que al amanecer había tratado de escribir sin éxito. Se llenó de furia.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó por fin.
Ella sonrió de nuevo y se acercó a su cara. Leo notó que flotaba en el aire pues él era mucho mas alto que la mujer.
—Sólo bésame. Cuando nuestros labios se separen todo mi arte se quedará contigo y tu alma estará señalada. Nadie podrá quitártelo. Nadie se comparará contigo —dijo acercándose más y más hasta que sus labios se unieron en un beso tierno y húmedo.
Leo sintió que le cimbraban las entrañas. Su mente se abrió a mil secretos y la sabiduría de todos los tiempos inundó su cerebro. Se separó de ella y murmuró:
—Luzbel.
—¿Qué dijiste? —preguntó ella sorprendida y lo lanzó por los aires. El pobre chico cayó de espaldas, pero sonreía.
—Luzbel, Luzbel, Luzbel —continuó Leo extasiado poniéndose de pie—. Luzbel. Ese es tu nombre. Luzbel. Según El Tratado de San Agustín si lo repito una vez más desmarcaré mi alma.
—¡Calla! ¡No sigas! —el demonio se elevó sobre el suelo. Los ojos echaban fuego y su cabello se convirtió en una maraña de serpientes sibilantes—¡Es una patraña! ¡Esas son mentiras!
—¡Es un acto de fe, amiga mía! —replicó él a gritos— Y la fe mueve montañas. Gracias por mi regalo de navidad, Luzbel.
—¡Hijo de perra! —gritó el demonio, se envolvió en un halo de fuego y desapareció.
Leo recogió su balde, limpió el agua derramada y fue a su habitación. Encendió la vela, llenó el tintero y tomó el papel. Se sentía feliz. Pocas veces tiene un chico de catorce años la oportunidad de vencer al demonio en Navidad. Además descubrió que podía escribir esta historia a la perfección. Al amanecer aún recitaba el ángelus y escribía.
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