Por Vanesa Ian.
Una mancha... ¿Qué tiene de particular una mancha? Si está en tu ropa, la lavas y listo, si está en una hoja de papel, lo tiras y vuelves a escribir... Aunque si está en tu alma, puede que ahí el tema sea más difícil de tratar, pero nada es imposible. Claro, que si compras una casa, en perfecto estado, después de haber ahorrado peso sobre peso durante muchos años, lo menos que pides es que las manchas de humedad tarden en salir, por lo menos, dos años. No fue este el caso, a los diez días de mudarnos, ya hacía su triunfal aparición la primera mancha sobre la cabecera de la cama de mi madre.
Una mancha... ¿Qué tiene de particular una mancha? Si está en tu ropa, la lavas y listo, si está en una hoja de papel, lo tiras y vuelves a escribir... Aunque si está en tu alma, puede que ahí el tema sea más difícil de tratar, pero nada es imposible. Claro, que si compras una casa, en perfecto estado, después de haber ahorrado peso sobre peso durante muchos años, lo menos que pides es que las manchas de humedad tarden en salir, por lo menos, dos años. No fue este el caso, a los diez días de mudarnos, ya hacía su triunfal aparición la primera mancha sobre la cabecera de la cama de mi madre.
Después
de la muerte de mi padre decidí llevarla a vivir conmigo, a ella no le hizo
mucha gracia la idea, pero cuando le dije que tenía un dinerito ahorrado, que
mi contrato de alquiler ya expiraba y que podíamos vender su vieja casa y
comprar juntos algo más grande y mejor, quedó fascinada con la idea. Yo no
estaba casado ni tenía hijos, ese tren ya me había pasado de largo varias
veces.
No
podría decir que yo encontré la casa, no, ella me encontró a mí, me estaba
esperando. Durante varias semanas busqué en distintas inmobiliarias y nada me
convencía. Todo era demasiado grande, demasiado chico o el precio era
inaccesible. Un día, esperando mi consulta con el dentista y cansado de esperar
mi turno, decidí tomar una de esas revistas amarillas de puro chisme, solo para
pasar el rato, y ahí estaba… En la sección de publicidad de la última página,
decía: “Hermosa casona restaurada a nueva, vendemos con urgencia por viaje impostergable
a PRECIO DE GANGA, no deje pasar esta gran oportunidad”.
Y
no la dejé pasar. Ese mismo día fui a verla y me enamoré de ella. Su simetría,
sus curvas… era perfecta. Al día siguiente cerré el contrato de compra y a los
dos días ya nos estábamos mudando. Así de rápido fue y así de irremediable.
Si
lo mío fue amor a primera vista, lo de mi madre fue odio instantáneo. Si bien,
ella quería disimular su desencanto, era obvio que no le gustaba. Le pregunté
que pasaba y no supo que contestarme. Lo único que logré sacarle fue que la
energía del lugar la oprimía y le daba miedo. ¿Energía? ¿Miedo? Supuse que era
por el gran cambio en su vida y el duelo no concluido. Grave error de mi parte.
La
vida siguió su curso, como siempre lo hace, y yo me quedé más tranquilo. Mi
madre redescubrió la maternidad, y a mis cuarenta años volví a la infancia. Se
levantaba antes que yo para prepararme el desayuno, decía que quería que me
fuera con algo decente en el estómago a la oficina, hacía el almuerzo y la cena
y acomodaba mis desastres. Un día, al llegar de la oficina, tuvimos la
conversación más extraña del mundo. Me di cuenta de que algo pasaba apenas abrí
la puerta y la vi. Me dijo:
–Cristian, salió
una mancha en la pared de mi dormitorio, sobre la cabecera de la cama. Es
horrible hijo, tendríamos que llamar al Padre Juan –dijo y rompió en llanto.
–¿De qué estás
hablando mamá? –pregunté extrañado–. Si hay una mancha en la pared llamamos al
albañil y si es por una pérdida de agua llamamos al plomero. ¡Qué tiene que ver
el cura!
–Me da miedo
hijo, no parece una mancha de humedad normal. Si vas a verla y te fijas bien,
verás lo que yo veo –contestó acongojada y dolida.
–¿De qué estás
hablando mamá? –me angustiaba verla así–. Vamos al dormitorio y me la enseñas.
Ella
tomó mi mano y fuimos juntos. Temblaba como una hoja la pobre, y yo, cruel de mí,
pensando que si esto seguía así tendría que internarla en algún sitio de esos,
en donde los acolchados están en las paredes y no en las camas.
Me
acerqué, y solo vi una mancha, extraña si, quizás no de humedad, porque no
tenía el característico color verdoso, era amarronada tirando a negra, pero una
mancha al fin.
–¿La ves? –me
preguntó ansiosa.
–Sí, la veo
mamá. Mañana mismo la voy a sacar, no te hagas problema, es solo una mancha, un
poco fea, pero mancha al fin –le dije para calmarla.
–Entonces no la
estás viendo hijo, si esa es tu contestación, no la estás viendo. ¡Cómo puede
ser que no veas esa cara siniestra! ¡Dios mío! ¡Qué clase de ser agnóstico he
creado, que no puede ver ni lo que tiene frente a sus ojos! –gritó. Y pensé: Ahora está viendo monstruos que salen de las
paredes… Mañana serán extraterrestres que aterrizan en nuestra terraza para
conquistar el mundo. Tengo que hacer algo cuanto antes.
Qué
Dios me perdone, pero eso fue lo que pensé. Al otro día me dispuse a sacar la
mancha, pude hacerlo porque era sábado y no trabajaba. Me levanté temprano y
fui a comprar todo lo necesario, cuando llegué mi madre ya estaba levantada y
esperándome con el desayuno listo. Lo tomamos en silencio y casi ni nos miramos,
creo que los dos sentíamos vergüenza, pero por diferentes razones.
Fui
hasta el dormitorio y empecé con la tarea. Comencé lijando, silbaba mientras lo
hacía. Cuando me di cuenta, había pasado media hora y todo seguía igual, como
si no hubiera hecho nada. Decidí consultar con alguien que se dedicara a eso,
pero tendría que esperar al lunes, mientras tanto, taparía la mancha con
pintura para que ella no la viera.
Caminé
hasta la cocina y ahí estaba mi madre, ya preparando el almuerzo, me miró, con
esa mirada tan suya y me preguntó dudosa:
–¿Pudiste
sacarla hijo?
–Seguro mamá,
quedó como nueva la pared, ahora podrás dormir tranquila –le contesté con una
sonrisa, claro que por dentro no sonreía, en mi cabeza se estaba formando un
gran signo de interrogación con letras de neón.
–¿Me muestras,
por favor? –preguntó como se le preguntaría a un extraño.
–Por supuesto,
vamos mamá.
Fuimos
y al entrar, todo mi mundo cayó. Ese click, del que todos hablan, pude oírlo,
pude sentir ese ruido dentro de mi cabeza. Era el sonido de alguien pisando una
delgada capa de hielo, como las que forma la escarcha en invierno. Era el
sonido de todas las estructuras mentales que hasta ese momento había tenido,
haciéndose trizas dentro de mí.
–¿No dijiste que
la habías quitado? –era más un grito que una pregunta–. Creo que me estás
tomando por estúpida Cristian.
No podía hablar, intenté contestar algo y solo
balbuceé. Miré de nuevo la pared y, no solo volvía a estar la mancha que había
tapado minutos antes, sino que ahora se veía más intensa, más definida; era una
cara de sufrimiento absoluto, en ese momento me recordó a las imágenes
religiosas de Cristo crucificado, no porque se pareciera a él, sino por el
martirio plasmado en su rostro. A su lado, ya se podía ver que estaba saliendo
otra, no tan nítida como la primera, pero sospechaba que en un par de horas,
alcanzaría la misma nitidez que la anterior.
–Lo que quise
decir, mamá, es que llamé al albañil para que venga la semana que viene. Hay
que picar la pared y volver a revocar y pintar, y yo no tengo ni tiempo, ni
ganas –contesté con lo primero que me vino a la cabeza que tuviera un poco de
lógica.
–Tu cara dice
otra cosa hijo, ¿podemos irnos, por favor? Aquí hay algo malo, ¿no lo sientes
Cristian? Lo sentí desde el mismo día que puse un pie en esta casa, hay maldad
–concluyó terminante.
–¿A dónde vamos
a ir mamá? ¡Todo está invertido acá! No nos queda más que esto.
–Me voy a quedar
rezando, hijo. Come tu almuerzo.
–No, gracias
mamá, voy a ir a dar una vuelta por el barrio, así despejo mi cabeza, ya vengo.
–¡Cómprame unas
velas blancas para encenderle a la virgencita! –gritó cuando ya casi cerraba la
puerta.
–¡Bueno, mamá!
Caminé
sin dirección, el barrio también era nuevo para mí. Solo quería razonar lo que
estaba pasando, pero no podía, mi mente volvía una y otra vez hacia esa cara
siniestra.
Llegué
hasta una plazoleta y me senté. Estaba tratando de darle una explicación lógica
a lo sucedido, pero no encontraba la forma. Quería justificarlo de alguna
manera, pero me resultaba imposible. Entonces, pensé: Esto no es una ecuación matemática, no puedo averiguar x, no puedo razonarlo
y me está trastornando, esas imágenes hieren la mente, le faltan el respeto. Si
saco todo lo que creí en mi vida afuera de este episodio, solo me queda pensar
como mamá y no quiero, no puedo aceptar eso, me niego terminantemente. Pero… ¿y
si lo era? ¿y si realmente había un fantasma o un demonio o lo que mierda sea,
saliendo de la pared? Si eso es verdad, dejé a mamá sola.
Un
frío real recorrió mi columna vertebral. Me levanté del banco, mis rodillas se
aflojaron y tuve que sentarme de nuevo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido
para dejarla sola? Puse mi cabeza entre las rodillas y esperé. Me sentí mejor y
empecé a caminar hacia la casa. Al minuto estaba trotando, mientras, me decía a
mí mismo: que sea una fantasía, que sea
una fantasía, que sea una fantasía. Comencé a correr, y entonces, un Padre
Nuestro escapó de mis labios temblorosos.
Llegué
a la casa, apenas pasé la entrada, pude percibir la pesadez de la atmósfera del
lugar. Abrí la puerta de calle y fue como si me golpearan en la nariz. Adentro
el aire era irrespirable, un hedor a muerte indescriptible. Escuché llantos y
conversaciones en voz baja, que venían del dormitorio.
–¿Mamá? –quise
gritar y no pude, todo el aire se había ido de mis pulmones.
La
mesa de roble del comedor se deslizó hasta mi cerrándome el paso, pasé por
debajo, como un soldado ocultándose de las líneas enemigas. La colección de
cerámica de mi madre era arrojada sin piedad hacia mi rostro y mi pecho. Tomé
uno de los almohadones del sofá y así logré cubrirme hasta llegar a la
habitación, mientras dedos invisibles pellizcaban mis piernas. Y entré.
Nunca
voy a estar preparado para contar lo que realmente vi, las palabras no sirven,
nunca pueden llegar a describir el horror en primera persona.
Toda
la pared estaba cubierta de caras humanas, miles de ellas me miraban en una
agonía infinita. El cuerpo de mi madre estaba siendo absorbido, solo sobresalía
su torso y sus brazos, su cabeza colgaba; parecía una marioneta sin gracia, a
la que un desalmado titiritero le había dejado de dar vida. Levantó la cabeza,
me miró y me dijo:
–¡Ayuda hijo,
busca ayuda! ¡No te acerques! –suplicó.
–¡Mamá! –grité.
Mi
parálisis se quebró y corrí hasta ella, tomé sus manos e intenté sacarla. La
pared seguía succionándola y por más que tiré con todas mis fuerzas, no pude.
Cuando solo quedaron sus manos no la solté y cuando las mías traspasaron la
pared, junto con las de ella, sentí, como cada uno de mis dedos se rompían
adentro. En ese momento, el rostro de mi madre hizo su aparición y la pared me
soltó, la miré y no era más que una mancha en la pared.
Empecé
a gritar, cada grito era un alarido de impotencia y de dolor que lastimaba mi
garganta. Ya hace cuatro años de eso, y desde ese día, juro, que no he dejado
de gritar. Cuando llegó la policía alertada por los vecinos, todo estaba en su
lugar… y la pared, como recién pintada. Vinieron unos señores de batas muy
blancas y me trajeron hasta aquí.
En
mi habitación las paredes no se pintan, en mi habitación las paredes llevan
acolchados como los que deberían tener las camas… y así está bien.
Fin
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