Por Adrián Granatto.
—Todos lo hacen, no veo dónde está el problema— se defendió Esteban, parado frente al ventanal. Por debajo de él se veía el río. Mauro le había comentado que en días claros se podía ver la costa uruguaya. Pero ese día había amanecido nublado y el pronóstico anunciaba lluvias para más tarde.
—Todos lo hacen, no veo dónde está el problema— se defendió Esteban, parado frente al ventanal. Por debajo de él se veía el río. Mauro le había comentado que en días claros se podía ver la costa uruguaya. Pero ese día había amanecido nublado y el pronóstico anunciaba lluvias para más tarde.
Llegó
al consultorio de Mauro por intermedio de un amigo. «Te va a venir bien», le
había dicho. Esteban lo dudaba, pero terminó accediendo. Más que nada para
evitar una confrontación al pedo con su amigo. Sabía que lo hacía con toda la
buena intención, pero eso no significaba que le gustara. Además, la dificultad
que él arrastraba era algo muy estúpido: se le pegaban las canciones patrias.
Dicho
así capaz que hasta parezca ingenuo. Pero no.
Una
vez estuvo cinco meses tarareando el «Himno a Sarmiento», y su esposa le pidió
el divorcio. Peor le fue cuando los compañeros de trabajo firmaron un petitorio
pidiendo a la empresa una suspensión por tiempo indeterminado, o hasta que
dejase de tararear «Aurora».
Era
algo que no podía dejar de hacer. Alguna gente habla con las plantas, otras
cantan en la ducha. Él tarareaba.
*****
Calvo y de
mediana edad, Mauro se dedicaba a la psicología. Esteban no estaba seguro si se
rapaba o era genético, pero la luz se reflejaba en su cabeza igual que en una bola de espejos. Esteban se mordió
la lengua para no soltar una carcajada mientras se saludaban con un apretón de
manos.
Se
negó cortésmente a acostarse en el diván. Sabía cómo terminaban esas cosas, no
era boludo. Había leído que acostado era más fácil rememorar hechos pasados.
«Asociación libre» lo había llamado Freud. Y no era que él tuviera algo en
contra de Freud, al contrario. Pero eso de que le estuvieran indagando el
inconsciente no le gustaba demasiado. Optó por quedarse de pie al lado del
ventanal, contemplando el paisaje y relojeando a Mauro por el reflejo.
El
pelado vestía traje y corbata. Esteban,
que en la puta vida había usado uno, y lucía unos jeans gastados y una remera
holgada, comenzaba a sentirse incómodo ante aquella elegancia. Tampoco ayudaba
la enorme biblioteca que cubría una de las paredes. Ver tantos libros alineados
como soldados, e imaginarse las miles de palabras que contendrían, apretujadas
en la oscuridad de sus páginas —acechantes, nerviosas, anhelantes por ser
leídas—, le hacía doler la cabeza. Nunca fue lector, y por ende no comprendía
la pasión que despertaban los libros en algunas personas.
—Sí,
admito que es una problemática bastante común —dijo Mauro desde el sillón de un
cuerpo donde se hallaba sentado, con las piernas cruzadas. En su regazo
descansaba una libreta abierta—. Pero cuando el trastorno adquiere visos de
compulsión, como es el caso, ahí sí estamos ante algo que puede llegar a ser
grave.
Esteban
asintió con la cabeza, pero sólo escuchaba a medias. Su atención se hallaba puesta
en el ventanal, que estaba recibiendo las primeras gotas de lluvia. De forma
inconsciente, eligió una de las gotitas que resbalaban por el vidrio, y la
alentó tarareándole «La marcha de San Lorenzo», en una carrera imaginaria
contra las demás gotas que se deslizaban a la par. Se sentía un pelotudo, pero
no dejaba de ser divertido.
—Sería
muy amable de tu parte si me prestaras atención —dijo Mauro en voz lo
suficientemente alta como para que Esteban, de mala gana, dejara de seguir la
carrera y se girara para mirarlo.
—Perdón
—dijo sin sentirlo en absoluto—. Es que no se me dan bien estas cosas.
—Eso
se nota —masculló el pelado. Descruzó las piernas y se puso de pie—. Lo único
que te pido es un poco de educación. No está bueno estar hablando y que me des
la espalda.
—Creí
que una de las bases de la psicología era esa: no mantener contacto visual con
el paciente, para que se sienta más cómodo y se relaje.
—¿De
dónde sacaste eso?
—Lo
habré leído por ahí.
El
pelado hizo un mohín con la boca, como si estuviera cargado con un as falso, y
volvió a dejarse caer en el sillón. Con un gesto de sus manos invitó nuevamente
a Esteban a tumbarse en el diván.
—No,
gracias. Estoy bien así.
—No
me rompas las pelotas y sentate —explotó Mauro—. Hace más de veinte minutos que
estás parado ahí, mirando por la ventana. Apoyá el culo en el diván y déjate de
joder.
Esteban
se quedó boquiabierto, totalmente anonadado por los improperios del pelado. Él
no estaba muy al tanto de las nuevas tendencias psicológicas, pero no creía que
expresarse de esa manera ante un paciente fuera una de ellas. Aun así, todavía
incrédulo, se sentó en el borde del diván, lo más alejado posible de Mauro.
—Así
está mejor —dijo él. Volvió a cruzar las piernas y del bolsillo del saco
extrajo una estilográfica—. ¿Puedo hablarte francamente? —preguntó.
Esteban
se echó hacia adelante, apoyando los codos
en las piernas, y entrecruzó las manos bajo la barbilla.
—¿Más
todavía?
—Creo
que ya que viniste hasta acá, garroneando la consulta…
—Yo
no garronié nada —lo interrumpió
Esteban, poniéndose derecho.
—Vos
no. Pero nuestro amigo en común, sí. Me pidió encarecidamente que te ayudara,
que era algo urgente.
—No
es así —dijo Esteban, parándose y metiendo la mano en el bolsillo del
pantalón—. Yo te pago la consulta. Decime cuánto es.
—No
es necesario, lo hago por un amigo. Lo que pasa es que me hiciste calentar.
—No,
no. Vos decime y yo pago. —Esteban sacó del bolsillo una billetera y la abrió.
Tenía un solitario billete de cien, y luego varios de cinco y dos pesos.
—Te
digo que no —dijo Mauro.
—Insisto—dijo
Esteban, alargándole el billete de cien.
—No
te alcanza. La consulta cuesta novecientos pesos —dijo Mauro.
—¿Novecientos
pesos? —repitió Esteban. El billete le tembló en la mano—. Pero yo el diván ni
te lo arrugué. ¿No hay descuento por eso?
—El
descuento es darte la consulta gratis. Además, supongo que cuando cruces esa
puerta no voy a verte nunca más en la puta vida.
—Eso
es verdad —dijo Esteban. Guardó la billetera y volvió a sentarse.
—Como
te decía —continuó Mauro—, me gustaría hablarte francamente.
—Adelante.
*****
—El problema pasa por las partes
cognitivas y verbales de la memoria —explicó Mauro, dándose golpecitos con la
estilográfica en la cabeza a modo de ejemplo—. Lo que hay que hacer para
cambiar eso, es realizar cualquier actividad que te absorba.
—No
entiendo.
—¿Nunca
te pusiste a pensar por qué se te pegan ese tipo de canciones?
—Muchas
veces… —admitió Esteban.
—Porque
no nos sabemos la letra —dijo Mauro. Se levantó del sillón y dejó caer la libreta al lado de Esteban. La
estilográfica había vuelto al bolsillo del saco. Caminó hasta la biblioteca y
se apoyó contra ella—. Recordamos el estribillo, pero no el resto. Entonces, la
canción queda incompleta y se nos vuelve una idea obsesiva.
Esteban
estuvo de acuerdo con eso. ¿Quién conoce completas las canciones patrias?
Nadie. La mayoría hace mímica en los actos. Y si cantan, dicen cualquier
boludes. Hasta con el Himno Nacional se confunden algunos.
—La
canción se nos presenta cuando hacemos tareas difíciles, en las que divagamos;
o fáciles, que permiten la intromisión de pensamientos repetitivos.
—¿Y
qué tiene que ver con lo que dijiste primero, eso de la memoria verbal?
—Las
partes cognitivas y verbales de la memoria —corrigió Mauro.
Afuera
se había puesto oscuro y escucharon el retumbar de un trueno lejano. Mauro encendió
las luces.
—Para
olvidar una canción pegadiza hay que hacer una actividad que te absorba —dijo—,
que te exija utilizar esas partes de tu cerebro. Puede ser leer un libro o ver
un espectáculo.
—No
soy una persona que lee.
—Bueno,
ir a ver una obra de teatro.
—No
me gusta el teatro.
Mauro
dudó.
—¿Y
qué te gusta?
—Jugar
al fútbol.
—No
creo que eso te ayude con este problema. Deberías tratar con un libro. Capaz
algo infantil, como para empezar.
—Puede
ser —dijo Esteban—. Lo voy a pensar.
Se
puso de pie y se acomodó el paquete de la entrepierna. Mauro desvió la mirada y
sacudió la cabeza.
—Bueno,
te agradezco mucho tu ayuda —dijo Esteban, tendiéndole la mano. Dudó—. ¿Queres
que te deje los cien pesos? —preguntó.
—No
hace falta. Pero si llegas a volver, venite con los novecientos.
—Eso
seguro —sonrió Esteban.
Salió
de la consulta y Mauro espero hasta oír el ascensor bajando. Después se acercó
al escritorio y sacó una botella de whisky de uno de los cajones, junto con un
vaso. Se sirvió una generosa medida y se sentó en el sillón. Bebió y observó el
ventanal teñido de lluvia.
Suspiró
y cerró los ojos. Al instante siguiente estaba tarareando la «Marcha de las
Malvinas».
FIN
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