Por La Mujercita del Azulejo.
Ya había transcurrido una hora. Mi mirada
estaba clavada en el monitor viendo titilar el cursor y solo de tanto en tanto
alguna q otra letra, palabra o frase sin sentido ocupar la pantalla en blanco.
Mis dedos danzaban sobre el teclado deseosos de escribir las frases que de mi
mente no salían. La luz de aquella mañana se colaba, dulce y embriagadora, por
las rendijas del ventanal. Qué disímil era a la tenue luz de mis días de
encierro.
Hoy sería el primer día que saldría sola a la
calle.
Aparté la notebook, me arreglé y salí. Haría
un paseo corto por ser la primera vez y para darme tiempo a adaptarme
nuevamente al contacto con la gente.
Seguro que cuando regresara, ya con la mente
más fresca y despejada, podría escribir mi historia. Tenía que hacer un
duplicado de mi documento, así decidí que iría a la librería a la que solía ir
de costumbre.
A pesar de los años el dueño pudo reconocerme.
El empleado, un joven que apenas rondaría los veinte años, acudió a atenderme
amablemente.
Saqué mi documento y como siempre sentí
vergüenza por su deteriorado estado. Expliqué que ya tenía la cédula nueva,
pero seguía usándolo por miedo a perderla. Me admiró la exclamación del joven:
– ¿Miedo
de qué? Yo no entiendo, todos los días escucho a la gente decir tengo miedo de
esto o aquello.
Yo al principio no lo entendí y creo q en
definitiva no logré comprenderlo totalmente. Le dije que la inseguridad
reinante en las calles nos llevaba a convivir con este sentimiento. Y quizá lo
que yo hacía es ser precavida. El seguía insistiendo que todos vivíamos con
miedo y eso no nos conduce a nada bueno.
–Además, cuando vivimos una situación
traumática en nuestra vida, es más difícil de sobrellevar –le dije.
–El miedo y la fuerza para vivir están aquí
–dijo, señalándose el corazón.
Seguimos hablando un buen rato, compartiendo
ideas y disertando sobre otras.
Aunque no estuve de acuerdo en todo, me admiró
la capacidad de discernimiento en alguien tan joven.
De pronto, en medio de la charla sentí un
escalofrío recorrer todo mi cuerpo. Como si hubiera sido transportada en el
tiempo, tuve la sensación de que ya nos conocíamos en un pasado incierto. Un
sentimiento muy fuerte y fraternal me unía a aquel muchacho.
Antes de despedirnos nos pasamos los nombres
de nuestros facebooks.
Ambos sentimos la necesidad de no separarnos y
estar en contacto todo el tiempo.
Volví a casa con este pensamiento rondando en
mi mente. Nada temía ya, caminaba por las calles con total tranquilidad. Mi
cuerpo se dirigía a casa por inercia, como si todo mi ser solo fuera mente.
La frase que más me había marcado seguía dando
vueltas en mi cabeza: “de qué podemos tener miedo si desde el preciso instante
en que nacemos ya empezamos a morir”.
Al llegar a casa, sin pensar en otra cosa, ni
siquiera en el hambre que empezaba a sentir, encendí la notebook.
Increíblemente había recuperado las fuerzas y
el coraje necesarios para contar mi historia
Cuanto tiempo había pasado desde mi
adolescencia.
Había empezado a trabajar a los dieciséis años
en una farmacia. Mi memoria retiene fielmente los acontecimientos de aquél día.
Debía entrar por un largo zaguán hasta una
puerta lateral izquierda. Era una puerta de chapa gris, alta y pesada que sólo
se abría por dentro.
Por tanto, se debía tocar timbre para
ingresar. La táctica perfecta para prevenir la entrada de ajenos a la empresa y
para los empleados que llegaban tarde. Además de firmar tarde la planilla de
asistencia debían enfrentarse al jefe, quien pasada la hora de entrada se
encargaba de abrirla personalmente.
Qué impresión me llevé al traspasarla. El
escalofrío que recorrió todo mi cuerpo decía que ya había estado allí.
Algo imposible. Sabía que jamás fue así. Al
menos en esta vida. Ahí creí comprender lo que había sucedido. Más tarde
confirmaría lo que imaginé en ese momento. Disimulé. Me dirigí hacia un alto
mostrador ubicado frente a la
puerta. Firmé la planilla de asistencia donde se declaraba la
hora de entrada y salida de cada empleado. Luego esperé a recibir las
instrucciones del trabajo que conservaría por cinco años.
Con el tiempo, cuando me animé a contar lo que
había sentido ese día al entrar, confirmé mis sospechas y supe lo que era un
Deja Vu.
Pronto me familiaricé con mis tareas y mis
compañeros.
Todo marchaba sobre ruedas. No podía quejarme.
Me gustaba el trabajo y ganaba bien.
Siempre que surgía un desperfecto eléctrico
llamaban a Don Pedro, el electricista. Era
un hombre bajo, algo gordito, morocho, con grueso pelo rizado y largas
patillas.
En realidad mucho no me agradaba, pero no
parecía mala persona. Cuando pasaba a mi lado, se acercaba a mi lado y
disimuladamente me decía:
–Hola, Laura.
–No me llamo Laura –le respondía extrañada y
algo molesta.
–Disculpa no quería molestarte. Es que te
pareces tanto a Laura Hidalgo. Sabes, es mi actriz favorita.
Así sucedía cada vez que me veía. Yo era
Laura.
Ya me fui acostumbrando a la situación. La dejé
fluir. Nada me costaba dejarlo cumplir su sueño de creer ver en mí y sentir
cerca de su diva favorita.
Ya hacía un tiempo que no aparecía por mi
trabajo, cuando un día cuando salía de trabajar ahí estaba él, esperándome.
Me pidió que lo acompañara a su casa. Quería
que conociera al orgullo de su vida, su pequeño de apenas cuatro años. Primero
dudé pero siempre se había dirigido a mí con mucho respeto.
Sólo me robaría unos minutos.
Unos minutos que se transformarían en los
mejores años de mi adolescencia usurpados a mi vida.
Ya no pude huir de allí. A partir de aquel
momento ya no era yo. Sería Laura, su esposa, para sus conocidos. Para él,
Laura Hidalgo.
Debía cambiar mi imagen. Yo era rubia y tenía
el pelo largo y lacio. Ese sería el primer cambio. Con mi cuerpo no hubo
problemas, mi físico esbelto era muy similar al de la bella actriz, En la
peluquería hicieron un excelente trabajo. Cortaron, rizaron y tiñeron mi cabello
de negro. Con los ojos no hubo problemas, eran verdes y grandes muy parecidos a
los de Laura. Arquearon mis cejas y quedaron perfectas.
Tuve un nuevo ajuar, similar al de aquella
mujer fatal.
Nadie extrañaría mi desaparición. No tenía
familia. Mis padres habían muerto en un accidente unos meses antes de haber
conseguido aquel trabajo y allí tampoco se extrañarían sabía que ya hacía un
tiempo ya no tenía el mismo entusiasmo y la misma dedicación por mi trabajo.
Me acostumbré a mi nueva vida, de esposa,
madre y ama de casa.
A pesar estar secuestrada, inexplicablemente
me sentía feliz. Éramos una familia. Les cocinaba los platos más deliciosos
sobre todo para el pequeño al que adoraba. Era una dulzura de niño y ya
empezaba a llamarme mamá. Su verdadera madre había muerto durante el parto.
Su padre me cuidaba, me mimaba, me llenaba de
regalos y amor. Tanto me cuidaba que jamás intentó acceder a mi cuerpo. Nunca
hubo un encuentro sexual. Aún me intriga la razón.
Quizá quería seguir respetando la memoria de
su amada esposa. La única respuesta posible que encontré.
No podía asomar las narices fuera de la casa. Las ventanas
permanecían semicerradas. Solo unas rendijas permitían la delicia de unos
pequeños ápices de luz natural.
El día de mi cumpleaños pasó a ser el 1º de
mayo. Cómo me agasajaban ese día. Me llenaban de mimos. El primero al
despertarme ya estaba ahí, una enorme bandeja de desayuno.
Ni qué decir de todas las demás atenciones: regalos,
flores, postres, tortas y todas las delicias inimaginables. Me sentía una
reina. Me ponían música de Bruno Gelber, mi artista favorito. Es decir el
favorito de Laura. ¿Dónde había quedado mi verdadera identidad? Sin duda, ya
era Laura.
El momento más bello de ese día era cuando
Benjamín se acurrucaba a mi lado en la cama y me acompañaba con todas las
exquisiteces de la
bandeja. Nos relamíamos y hasta nos chupábamos los dedos
embadurnados de dulce de leche y chocolate.
¡Que bellos e inolvidables recuerdos! ¡Cómo
nos reíamos juntos!
Su padre nos miraba asombrando, disfrutando
del cariño que nos teníamos.
Ya había cambiado totalmente mi identidad. Yo
misma ya la había asumido. Ya era su Laura.
Tanto me había acostumbrado que ya no deseaba
escapar sobre todo por el niño. Ya lo sentía mi propio hijo.
Viendo el cambio que se había producido en mi
personalidad, entendió que ya no debía temer que quisiera escapar. Sabía que
amaba demasiado al pequeño como para ser capaz de abandonarlo.
Así recuperé en parte mi libertad. Jamás se
animó a dejarme salir sola.
Cuando salíamos a pasear, se sentía orgulloso
de tener a su creación “Laura” a su lado.
Hasta un día fuimos a la farmacia donde yo
trabajaba a presentarme. Tan grande era mi cambio que nadie logró reconocerme.
Ni siquiera mi mejor compañera con quien habíamos consolidado una hermosa
amistad. Qué ganas sentí de abrazarla y decirle: – ¡Aquí estoy, soy yo!
Un 18 de noviembre el corazón de su padre dijo
basta. Corría el año 2005. Paradójicamente había dejado de existir el mismo día
que Laura, la
verdadera Laura Hidalgo. No se que sentimiento se apoderó de
mí. Cuando lo vi ahí tendido en su cama sentí mis lágrimas brotar. Cómo sufrió
el pequeño la falta de su padre. Pero
ahí estaba yo para contenerlo y siempre estaría. Ya era su madre.
Pero el destino nos jugó una mala pasada. Aparecieron
sus tías a buscarlo. A pesar de nunca haber venido a visitarlos, exigieron sus
derechos sobre el niño, mi hijo. Así nos separaron y jamás volví a verlo. Me
arrancaron lo que más amaba en la vida.
Cómo sufrí. Qué egoísmo tenían aquellas
mujeres. Ni por un momento se detuvieron a considerar los sentimientos y deseos
del pequeño. Cuánto debe haber sufrido mi pobre niño. Otra vez volvía a perder
a su madre.
Ya no volví a ser la misma. No quería salir a
la calle. Hasta
hoy que vencí todos mis miedos y gracias al muchacho de la librería pude
redactar mi historia.
Ahora que he terminado, recordé al muchacho de
la librería y los datos que nos habíamos pasado.
Busqué su facebook, el me había enviado su
solicitud de amistad. La acepté y al ver su muro, no podía creer las fotos que
veía. Entre ellas aparecían las del niño que había criado, mi hijo. Era él. Sin
dudarlo, salí y corrí a la
librería. Solo deseaba estrecharnos en un fuerte abrazo. Ya
nada ni nadie nos separaría.
FIN
Consigna: Escribir un relato ―género y tiempo verbal a elección― donde cuentes una historia que creas que va a ganar, inédita, escrita especialmente para el torneo.
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