Comencé a correr a la edad
de veinte años. Por aquel entonces mi forma corporal era más bien redonda y
según palabras de mi doctor "debía adelgazar". Dieta y deporte. Así fue como comencé a
correr, o en nuestra jerga, a hacer running.
En seis meses había
conseguido adelgazar doce kilos. Mi compromiso con este deporte era tan grande
que incluso me inscribí en la federación de corredores. Y aprovechando aquel
arrebatador ímpetu, ese año me apunté a la Carrera de San Cipriano, es esta una
famosa carrera popular patrocinada por el ayuntamiento de mi ciudad.
Aquel evento deportivo me
ilusionaba mucho. Me entrené a conciencia. Intercambiaba ejercicios de cardio y
musculación entre semana y semana. Con mi recién adquirido pulsómetro , regalo
de mis padres, regulaba con ardiente interés la intensidad de mi latido y
revisaba con asiduidad el histograma y los históricos.
En la federación me
asignaron un número de dorsal. El 1008. Con ese último paso ya estaba listo
para correr.
El día de la carrera estaba
muy nervioso. Una cantidad ingente de personas se agolpaba detrás de nosotros.
Por suerte los federados nos situábamos quinientos metros más adelante de la
salida oficial, bien separados de aquella turba humana. Entonces me fijé en
ella. Una corredora guapísima. Llevaba unas mallas verdes ajustadas que
realzaban su trasero. Su pelo largo lo llevaba recogido en una curiosa coleta
trenzada en forma de zigzag. Y un rostro precioso, como la guinda en el pastel,
finalizaba obra de arte de que era aquella mujer.
No pude recrearme mucho
pues por los altavoces dieron paso a la emocionante cuenta atrás. 5...4...3...2...1...Listos.
Salida. Salida. Chillaba el comentarista mientras seguía contando anécdotas
sobre años anteriores. Pude escuchar el griterío humano a espaldas nuestras.
Sin darme la vuelta comencé a correr a un buen ritmo pero sin esforzarme.
Cuando consiguiera encontrar mi ritmo de carrera podría intentar acelerar un
poco. La chica, la de la trenza en zigzag y mallas verdes, iba un poco más
adelante que yo. ¡Oh! Entonces me fijé
en su dorsal. El 1007. Teníamos números consecutivos. Yo el 1008 y ella el
1007. Aquella especie de tonto azar me hizo sentir algo, y aunque intenté
centrar todo mi esfuerzo muscular y mental en la carrera, mi vista no podía
apartarse del bonito cuerpo que lucía aquel dorsal 1007. En un vano intento de
hombría realicé un esfuerzo y la adelanté. Quería que viera mi dorsal. Si se
sorprendió o se dio cuenta de aquella casualidad numérica yo no lo noté.
Llegamos casi a la par a la
meta. Aunque si debo ser sincero me ganó ella. Sin embargo,
se desvaneció entre la muchedumbre, supongo que de vuelta a su casa, y yo hice
lo propio, no sin una cierta amargura dentro de mí.
Al año siguiente me apunté
por segunda vez a la misma carrera popular con unos conocidos de la universidad
que poseían la misma afición que yo. Remoloneando por la exigua salida de
corredores federados buscaba con desenfreno el dorsal 1007. Y allí estaba. Pero
en aquel momento la voz en megafonía del asiduo comentarista dio paso a la salida. Mi grupo no se
tomaba muy en serio la carrera, así que los dejé atrás. La chica del pelo en
zigzag había mejorado, su ritmo era ligeramente mejor que el del año pasado.
Marchaba sola. Aquella segunda vez estuvimos peleando por cada palmo de
terreno. Evitando arcenes y las botellas de plástico que lanzaban los otros
corredores. Un corredor sabe que cualquier mal paso puede dar al traste con una
brillante actuación. Pero lo que me tenía realmente aturdido era el vaivén de
aquellas caderas hipnotizadoras. Esa visión entorpecía mis pensamientos y no
ayudaba para nada en mi concentración, e incluso en un leve momento de
distracción tuve que reprimir el inicio de una erección. El dorsal 1007 volvió
a ganarme la carrera. A
una distancia prudencial pude observarla, anegando su sudor con su mano. Y en
aquel instante, sorpresa, su mirada se clavó en mí. Estaba mirándome fijamente.
El corazón me latió con fuerza acusando el esfuerzo. Deseaba iniciar una
conversación con aquella chica. Levanté la mano y la saludé, ella hizo lo mismo
señalándose su dorsal y después señalando el mío. Aquel gesto me dio a entender
que ella también se había dado cuenta de la consecución de los números. Pero de
repente aparecieron mis conocidos de la universidad y me zambullí en aquel
clima de camadería. Desgraciadamente aquello ocasionó perderla nuevamente de
vista.
Entre el segundo y tercer
año comencé a salir con una chica de la universidad. Era
muy bella y simpática. Pero no le gustaba el running. Y el tiempo pasó...
La tercera carrera popular
de San Cipriano estaba próxima. Sólo un par de días me separaban de aquel ansiado
evento. Mi novia insistió en esperarme al final de la línea de meta. Yo no
estaba del todo seguro de querer aquello. La noche anterior a la carrera un
leve recuerdo de la chica del dorsal 1007 me desveló. Y aunque en aquel año
debo reconocer que me había olvidado de ella, la cercanía de la carrera,
reavivó los recuerdos de años anteriores. El día de la carrera vi aquel número
tan conocido por mí en la salida de federados. 1007. Y nuevamente, como en el
eterno retorno, la carrera comenzó. Como siempre, me volvió a ganar. En esta
ocasión, al final de la carrera, se me acercó y me habló. "Hola número
1008. No lo haces mal, si mejoras la pisada quizás el próximo año me
ganes." Su jactanciosa sonrisa era preciosa y por un momento me olvidé de
mi novia. Estuvimos hablando con una cordialidad innata, como si nos
conociéramos toda la vida, pero apenas fueron un par de minutos. De entre la
gente apareció inoportunamente mi novia, y sin tiempo a reaccionar me abrazó y
me propinó un beso. Yo estaba anonadado. Me despedí torpemente de la chica del
dorsal 1007 a
la que ni siquiera le pude preguntar por su nombre. Mi novia me realizó la casi
obligatoria pregunta:"¿Quién es esa chica?". Apenas balbucí:
"Una corredora que conozco".
A los pocos meses dejábamos
la relación. No
es que fuera mala chica, ni que nos lleváramos mal, pero no teníamos ninguna
afición común, y mi tiempo dedicado al entrenamiento y a los estudios era cada
vez mayor. Tampoco me quise engañar a mí mismo. No podía quitarme de la cabeza
a la chica del dorsal número 1007.
En el cuarto año yo estaba
empeñado en ir a por todas con la chica del dorsal 1007. Hice mis estudiados
planes por adelantado. Las frases que debía decir, las que no, evalúe los pros
y los contras de infinidad de variaciones de una misma conversación. El día de
la carrera el cielo estaba nublado. Allí estaba ella, pero en aquella ocasión
no corría sola. Iba acompañada de otro federado. Mi corazón tembló
funestamente. Deseé que fuera un amigo, esperanza que se desvaneció en cuanto
llegamos a la meta, el chico la agarró tiernamente de la mano. Después de eso
la beso en el cuello. Tantos planes para nada. Antes de irme ella me vislumbró
entre la masa de corredores y me dedicó un afectuoso saludo que le devolví.
Aprovechando que su acompañante estaba ausente me acerqué y hablamos.
Comentamos la carrera y con esa astucia propia de las mujeres en un momento de
la conversación me preguntó por mi novia. Le conté que habíamos roto. Así
estuvimos hablando un par de minutos más hasta que volvió el gorila de su
"novio". Nos despedimos agradablemente. Y quizás fuera mi
subconsciente pero por un instante, al girarme para irme, creí que me miraba
con pesar. Posiblemente era lo que yo deseaba pensar. Volví a casa muy
alicaído. Además, me había vuelto a ganar.
Durante todo el año pagué a
un entrenador personal. Mejoré mi técnica. Hacíamos ejercicios a diario.
Era el quinto año que me
presentaba a la carrera popular de San Cipriano. Estaba en mi mejor momento
físico y ya había tenido muchas experiencias en otras pistas y carreras. A
aquellas alturas San Cipriano no suponía ningún reto para mí. Pero seguía acudiendo
por el placer de volver a verla. La chica del dorsal 1007 apareció otra vez con
el mismo tipo del año anterior. En la salida nos saludamos y me invitaron a
correr a su lado. En aquella ocasión pude hablar mucho más rato, y aunque su
"novio" no era un mal tipo, no lo podía sufrir. En aquella ocasión yo
llegué antes que ellos. Mientras realizaba los ejercicios de estiramiento,
pasada la línea de meta, observé como discutía con su pareja. Ella limpió una
lágrima de su rostro. Ese día, después de cinco años, conseguí ganarle por
primera vez una carrera, pero eso no me hizo sentir mejor. 1007 estaba
cabizbaja. Estaban teniendo claramente una discusión de pareja. No me acerqué a
ella por respeto. Volví a casa pensando en el próximo año.
Pero la vida guarda sorpresas
en cada esquina. Durante el año siguiente me sucedieron experiencias muy
extremas y estúpidas. Me enamoré tontamente de una chica de mi clase y me casé
en una ceremonia fugaz. Mi familia se enfadó mucho al enterarse. El tiempo les
dio la razón. A
los seis meses nos separábamos. Un año extraño. Abandoné un poco el deporte y
mi forma física se resintió. Sin embargo acudí a la carrera popular de San
Cipriano por la simple costumbre de querer volver a verla.
Aquel año, fuera como
fuera, hablaría con ella. Pero ese año no apareció. Era mi sexto año
compitiendo en la carrera de San Cipriano. Corrí totalmente apático y rodeado
de la soledad de una multitud de personas. Al llegar a casa vomité y durante un
par de días me sentí mal.
Es curioso cómo cambia la vida. Me planteé tantos
retos y objetivos durante todo ese tiempo. E incluso algunos los realicé. Acabé
la universidad y conseguí mi primer trabajo decente por vez primera en mi vida.
Mi familia, en unos pocos meses, perdonó mis estupideces pasadas y me volvió a
hablar. La vida es un ying y un yang. Una época mala. Una época buena.
El equilibrio de los opuestos.
El equilibrio de los opuestos.
Y volví a entrenar como
hacía tiempo no lo había hecho. Ya era mayor para destacar profesionalmente en
el running pero seguía corriendo por afición. Las desgracias de la vida aún no
habían destruido esta ilusión en mi vida.
Era el séptimo año que me
presentaba a la carrera de San Cipriano. No tenía ninguna esperanza de volver a
encontrarme con el dorsal número 1007 después de su ausencia del año pasado.
Incluso sopesé si ir. Al final ganó mi lado nostálgico y acudí. Mi sorpresa fue
mayúscula al descubrir el número 1007 en una mujer completamente calva. No
reconocí su rostro hasta que me sonrío. La reconocí por aquel gesto tan suyo,
por su rápida sonrisa. Nos saludamos y hablamos un poco antes del inicio de la
carrera pero sin entrar en detalles personales. La voz del comentarista que
marcaba el inicio de la salida bramó como cada año. Salida. Salida. En aquella
ocasión el ritmo de ella era más lento y yo me encontraba físicamente mejor.
Pero la duda me corroía, ¿Donde estaba su larga melena? ¿Por qué estaba calva?
¿Quizás tuviera alguna enfermedad? ¿Cáncer tal vez? Una miríada funesta de
posibilidades se generó en mi mente mientras nos debatíamos en nuestra
particular lucha. Llegué a la conclusión que todo aquello daba igual. Ella
estaba allí conmigo. Me prometí a mí mismo que aquel día hablaríamos mientras
le invitaba a un café.
Acabé la carrera diez
segundos por delante de ella. No tuve que esperarla mucho. Cuando me vio sonrío
como quien sonríe a un viejo amigo. Por supuesto le invité a un café y se dejó
invitar. Le pregunté por su nombre después de siete años de coincidir
corriendo. Ella respondió y replicó realizándome la misma pregunta. Acabada la
presentación, fuimos a una pequeña cafetería italiana y estuvimos hablando
largo rato hasta que se hizo muy tarde. Apenas recuerdo las cosas que hablamos,
solo me quedó la maravillosa sensación de esa mágica conexión mutua. Nos
habíamos enfriado e íbamos a salir de aquel encuentro con un resfriado o algo
peor. Antes he dicho que no recordaba apenas nada de aquel encuentro, no era
exactamente cierto, si recuerdo mi última pregunta pues me costó mucho realizársela, "¿Estas enferma?", le pregunté con pena
mientras señalaba su preciosa cabeza sin rastro de pelo alguno. Ella rió
animadamente. “No bobo", contestó, “esto es por una apuesta con una
amiga". La miré asombrado. "¿Qué clase de apuesta hace cortar a una
mujer su bonito pelo largo?" le comenté realmente asombrado. Ella rió aún
más. Yo seguía sin entender porque estaba tan contenta de no tener pelo.
Entonces se calmó. “Verás", me dijo, “mi amiga se apostó conmigo que si me
cortaba el pelo al cero y el tonto del dorsal 1008 me invitaba a un café, ella también se
cortaría el pelo". El tonto del dorsal 1008 era yo. Me reí mucho con
aquella apuesta y pensando, que por mi culpa, otra mujer a la que no conocía
también se quedaría calva por una temporada. Aquella imagen me hizo reír con
una risa contagiosa. Ella también empezó a reír como una loca. Nuestras mentes
se rozaron por un breve lapso de tiempo y reímos como niños al compás de un
antiguo juego. Nuestros ojos lloraban de la alegría.
Por desgracia el camarero
muy amablemente nos señaló la
salida. Era tarde.
Por suerte para mí ella
cogió la iniciativa, al igual que en las carreras, siempre un paso por delante.
"Vente a mi casa", me sonrío, "nos duchamos, cenamos y seguimos hablando."
"Vente a mi casa", me sonrío, "nos duchamos, cenamos y seguimos hablando."
La verdad sea dicha aquella
noche no hablamos mucho. Tampoco cenamos. Pero desde entonces ya hemos pasado
doce años juntos. Un tiempo maravilloso que nos ha permitido hablar mucho de
todo aquel periodo en nuestras vidas. Y en esos momentos de intimidad
compartida siempre recordamos lo que cada uno pensaba del otro... mientras
corríamos.
– FIN –
Consigna: escribir
un relato que transcurra en el ámbito deportivo, con el deporte elegido como base
principal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario