El tercer cadáver lo encontró
un adolescente que andaba en bicicleta por la zona de los bosques. Nos dijo que
pensó que era una borracha que se había quedado dormida. Estaba boca abajo. Uno
de sus tacones violetas con lentejuelas brillaba a medio metro del cuerpo. Nos
dijo que al principio le causó gracia verla “en culo”, habló de un trapo negro
tirado cerca de ella que le pareció una minifalda. Cuando se arrimó más a
curiosear, vio la cabeza con mechones de pelo rubio adheridos a la cara. Y se
dio cuenta de que estaban pegados con
sangre. Observó más detenidamente y vio el agujero en la frente. Asustado, se
apartó del cuerpo y pisó algo que lo hizo trastabillar, perdió el equilibrio y
cayó sobre el césped húmedo. Miró hacia el objeto que produjo su caída y gritó
con todas sus fuerzas al ver que era un pene y un amasijo de testículos
necróticos a su lado.
Cuando se recuperó del impacto,
nos llamó. Marcó desde su móvil el 911.
Me llamaron para presenciar la
autopsia de Julio Ruiz. Y me tomó muy de sorpresa. Yo entré a las fuerzas de
seguridad el año pasado y nunca me destaqué por mi eficiencia. Solo me
asignaron tareas de oficina en las cuales brillaba por traspapelar expedientes y ser lerdo para completar los
formularios. Siempre fui torpe y objeto de burlas silenciosas entre mis
compañeros.
La cuestión es que en la sala
de autopsias, estuve solo con mi jefe y el médico forense que actuaba sobre el
cadáver de Julio Ruiz
—Lo principal para nosotros, agente
Etchichuri, es la inspección ocular del cuerpo, ¿me entiende? —dijo mi jefe.
—Sí, señor —le contesté.
Sacó el grabador, lo encendió,
y empezó a hablar:
—Estamos ante el cadáver de Julio Ruiz. El
occiso falleció hace aproximadamente unas treinta horas, así lo indican los
signos y hematomas propios del rigor mortis. A la altura del hueso frontal
tenemos una herida de bala, probable calibre veintidos con silenciador. No existen otros
traumatismos que indiquen lucha o resistencia por parte de la víctima. El
asesino amputó el pene y los testículos con un elemento filoso luego de la
muerte de su víctima. Este es el tercer cuerpo que hallamos en similares
condiciones que los anteriores: Bruno Ávila y Gastón Arrigí. Hasta el momento
solo podemos decir que el único elemento que los une es que los tres eran
travestis y se prostituían. Todos trabajaban con clientela en la “zona roja”,
cerca de donde los asesinaron.
El jefe Peralta apagó el
grabador, y le dijo al médico:
—Nosotros ya nos vamos, doctor. Cuando
tenga el resultado de la autopsia, envíenos una copia del informe. ¿Usted vio
algo más que le parezca importante, agente Etchichuri?
Me tomó de sorpresa la
pregunta, pero arriesgué algo:
—No sé si será relevante, jefe. Pero
escuché que el difunto llevaba una peluca rubia, al igual que los anteriores
cadáveres.
—Notable descubrimiento el suyo —dijo con
sarcasmo— Ya me había dado cuenta. Vamos a mi oficina que tenemos que hablar,
Etchichuri.
El viaje en auto lo hicimos en
silencio. Mientras él conducía, yo trataba de encontrarle sentido a sacarme de
la oficina para presenciar la autopsia del tipo ése. Tuve que contener las
náuseas que me produjo ver el cuerpo y sentir el olor que no lo podían
disimular los fuertes antisépticos.
La cuestión es que cuando
entramos en el departamento de policía, mientras avanzábamos hacia su oficina,
de reojo vi las caras risueñas de mis colegas.
Ingresamos al despacho del jefe
Peralta, nos sentamos, y en menos de un minuto lo largó todo. Se inclinó
levemente hacia mí, y dijo:
—Las similitudes de los tres crímenes y el
ensañamiento con sus genitales, nos dan la pauta de que estamos ante un asesino
serial, un psicópata. Éste será su primer caso de verdad. Me refiero a que nada
de oficina. Para atrapar al asesino vamos a desarrollar una estrategia con un
cebo que además protegerá a los otros travestis de la “zona roja”. —y ahí
nomás, lo vomitó— Usted será la carnada, Etchichuri. Hoy le doy el día libre
para que se prepare. Aquí tiene el dinero para comprarse lo que necesita —me
extendió un sobre—. Adentro también encontrará las direcciones de los locales
de ropa y zapaterías que suele visitar ese… tipo de gente.
—Pero, pero… —dije parpadeando atónito—
Usted quiere decir…
—¡Sí! Desde mañana por la noche, usted
estará de servicio travestido, Etchichuri. Tendrá su arma, por supuesto. Además
tiene conocimientos de Aikido. Su función será proteger a los travestis de la
zona y, si se presenta la posibilidad, capturar al asesino. Si todo esto
termina con éxito, será ascendido, recibirá un plus y un mes de vacaciones
gratis en el Caribe, junto a su familia.
El jefe parecía haber terminado
su perorata que me había caído como una lluvia de soretes de elefantes; solo
atiné a decirle:
—¿Por qué, yo?
—¿Por qué, no? Le estoy ofreciendo una gran
posibilidad de crecimiento profesional, Etchichuri. No sea tonto, cualquiera
sería feliz de estar en su lugar.
—Sí, claro… cualquiera —musité
levantándome.
—¡Ah! Un último detalle, Etchichuri.
Lo miré mientras agarraba el
picaporte para salir, y el muy hijo de puta dijo:
—De ahora en adelante, usted se llama
Laura. Sus colegas, es decir, los travestis de la “zona roja”, ya lo saben y
mañana lo estarán esperando.
No quiero entrar en detalles
bochornosos. Ya se pueden imaginar las risitas de mis compañeros, alguno hasta
se atrevió a silbarme mientras pasaba a su lado.
Fue una tortura la compra de la
ropa, la lencería, los zapatos y la peluca rubia. El desgraciado de mi jefe
hasta me dejó un vale para ir a una depiladora.
Me sentí tentado de dimitir,
pero no me lo permitió el crédito hipotecario sobre la casa.
Por suerte mi novia estaba en
el exterior, había obtenido su licenciatura y se fue un mes de vacaciones a
Europa con sus padres. Ese era el regalo de los viejos por haberse recibido.
Mejor así, que Luz me viera maquillándome frente a un espejo y con este vestido
plateado que me destacaba el busto donde había un sostén relleno con pañuelos
descartables, sería más traumático todavía.
Observé con atención mi imagen
ante el espejo grande del living. La peluca lacia y rubia, quedaba bastante
bien con mi piel bronceada y mis ojos grises. Maquillarme me
llevó más de una hora. Ya se me
habían irritado los ojos de tanto pintarme y depintarme. Los breteles
elastizados del vestido eran muy incómodos. Me ajustaban demasiado y sentía que
me iban a lastimar. La falda me marcaba toda la panza, así que pensé que ya era
hora de aflojarle a la pizza y la cerveza. No me veía nada sexy, supuse que así
podría lucir el jefe Gorgori si se travistiera. Mejor, no quería tener que
andar rechazando uno a uno a esos asquerosos moscardones que se me pudieran
insinuar.
Los tacones fueron una tortura
china, y eso que compré los más bajos. Me costaba caminar, casi siempre se me
torcía algún pie.
Cuando consideré que estaba
listo, tomé las llaves del auto y salí de mi casa. Como eran cerca de las doce
de la noche, no me topé con ningún vecino, igual esperaba poder engañarlos con
el disfraz. El problema era el auto, si me veían subir a él, podrían pensar que
andaba putaneando y le prestaba el coche a un/una amante.
Arranqué, y después de veinte
minutos, llegué al lugar que me había indicado mi jefe, la calle Scalabrini
Ortiz al mil seiscientos. Ahí, en la vereda, vi parado un grupo de unos cinco o
seis travestis charlando entre sí. Antes de bajar, los observé un rato. En ese
momento pasó una pareja de novios tomados de las manos y sin que la chica
notara nada, uno de los travestis, le pegó una palmadita en el cachete del
culo, al tipo. Él se dio media vuelta, y el marica le guiñó un ojo. La muchacha
no notó el gesto. Suspiré, bajé del auto y me acerqué al grupo que empezó a
mirarme con curiosidad. Entonces, me presenté:
—¡Hola! Soy Laura —dije.
Enseguida noté sus miradas de
alivio. El marica alto empezó a gritarle con voz de pito, a otro que estaba a
unos cinco metros, charlando con un cliente:
—¡Pauli, vení! Acá llegó el poli
que nos viene a cuidar.
Le dije que bajara la voz y no
dijera que soy policía. Uno nunca sabe, podríamos estar alertando al asesino.
La cuestión es que Pauli entró,
acompañada del hombre, al edificio donde los travestis prestan servicios a sus
clientes. A la distancia, la precaria iluminación, me permitió ver a su
acompañante de espaldas, iba todo vestido de negro y tenía puesta una gorra con
visera. Me pareció ridículo, pero supuse que lo hacía por si alguien lo
reconocía.
Seguí charlando con mis
“protegidas” sobre los crímenes de sus colegas. Me dijeron que a todas las
habían asesinado cuando terminaron de trabajar y volvían a sus hogares. Que no
corrían peligro mientras estaban trabajando dentro de los departamentos o si
estaban en grupo, en la calle.
Intenté imaginar un perfil de
asesino, un móvil para estos crímenes. Pero la verdad es que la cabeza no me
daba para relacionar los casos. A las tres víctimas solo las unía el mismo
trabajo. Luego, según había leído en los
expedientes, procedían de distintas familias y no tenían contactos en común.
Los tacones me estaban
destrozando los pies, y mis oídos ya no soportaban el parloteo de mis
“protegidas”. Un auto con tres tipos adentro, frenó a nuestro lado. Las
“chicas” se arrimaron y empezaron a
hacer sus negocios.
—¡Hola, papito!
—Hola, muñeca —dijo el que estaba al lado del conductor—
¿cuánto cobran?
—Para ustedes, les hacemos
precio, mi amor. —sugirió Mara prolongando la ere— Doscientos a cada uno, y
mirá que es barato. Nosotras somos carne de exportación, ¿eh?
—¡¿Doscientos?! Pero, váyanse a
cagar maricas de mierda. Nos compramos una Coca- Cola, nos hacemos una paja y
la pasamos mejor.
El auto arrancó a toda velocidad,
mientras se escuchaban las risotadas de los tipos. Mis protegidas quedaron
haciendo pucheros y murmurando algunas palabrotas. Yo también me tenté y me
costaba disimularlo.
Me di vuelta para que no notaran mi sonrisa y pude ver, a lo
lejos, que Pauli salía con su acompañante. Él cruzó la calle y comenzó a alejarse,
mientras Pauli venía a unirse al grupo. Dio unos pocos pasos, cuando otro
hombre la interceptó y empezó a hablar con ella. Él estaba de espaldas a mí,
así que solo logré distinguir que tenía puesto un traje oscuro y llevaba un
maletín. Ella parecía hacerle un gesto negativo con la cabeza, pero él abrió su
maletín y le mostró algo. No supe qué fue lo que llamó mi atención en ese
gesto, lo descubrí cuando todo hubo terminado. Cuando lo cerró, tomó a Pauli
del brazo y comenzaron a alejarse. No entraron en el edificio de departamentos
privados, doblaron la esquina. Les expliqué brevemente a las “chicas”, que
seguían sulfuradas por el episodio con los muchachos, que tenía que seguir a
Pauli. Empecé a correr, o mejor dicho, lo intenté, pero se me dobló el pie. Me
saqué los tacones y se los di en las manos a una de las “chicas” para que me los cuidara. Todos estos
segundos perdidos, sabía que podían resultar fatales. Para colmo habían doblado
en una calle que era contramano, así que descarté usar el auto. Corrí y doblé
en la esquina por donde habían pasado ellos. La calle estaba muy oscura, no
podía distinguir nada. Corrí otra cuadra más y ahí vi una gran plaza desierta.
Me adentré y empecé a gritar el nombre de Pauli como un poseso. Desde una zona
donde había una frondosa arboleda en el medio de la plaza, escuché ruidos: un
chasquido, pisadas. Saqué mi arma de la cartera que llevaba colgando y me
acerqué con cuidado al lugar.
Oí ruidos de ramas y una corrida rápida, grité:
—¡Alto, policía!
—¡Alto, policía!
La carrera del sujeto se precipitó.
Sentí un gemido débil. Me acerqué, y a pocos pasos estaba el
bulto en el suelo, era Pauli. Me arrodillé e iluminé su cuerpo con mi
encendedor. Tenía una herida de bala en la frente, el vestido levantado hasta
la cintura y la bombacha baja. El asesino no había tenido tiempo de amputarle
los genitales.
Sonaron las campanadas de la iglesia de enfrente.
Pauli agonizaba, con voz débil me dijo:
—Me engaño…. yo no quería… pero había mucho dinero.
Luego de un profundo suspiro, como tratando de aferrarse al
aire, cerró los ojos para siempre. Sobre el césped había quedado la cuchilla
que el asesino iba a usar para cortarse pene. Ahí me di cuenta que lo que había
llamado mi atención, minutos antes, era que el asesino tenía colocado guantes
en sus manos.
Con mi jefe decidimos decirles a las “chicas” que por un par
de días no salieran a la calle. De todas maneras, estaban ya muy asustadas y
doloridas por la pérdida de su cuarta compañera.
Esos dos días, en la oficina, tratamos de armar las pocas
piezas de un rompecabezas que no nos conducía a nada. Esta vez solo había
cambiado el lugar donde se produjo el crimen. Los anteriores fueron a unas diez
cuadras del lugar, en una zona de bosques y lagos. En cambio, el de Pauli, fue
en una plaza, a la vuelta del lugar de trabajo. Y sus últimas palabras que
hablaban de un engaño.
Teníamos que seguir como hasta ahora: yo, infiltrado entre
ellas. Y tratar de que la próxima vez no nos madrugara el psicópata. A estas
alturas, la única certeza que teníamos era esa, que el asesino estaba loco.
Ya no me molestaba tener que disfrazarme de mujer. Después
de ver morir a Pauli ( o más bien, a Jorge Rodríguez), el asunto se me había
encarnado.
Nunca me gustaron los travestis, pero eran seres humanos que
no tenían derecho a morir porque a un chiflado se le diera por hacerse el Jack
el destripador del siglo XXI.
Luego de la muerte de Pauli, pasamos con mis protegidas,
tres noches sin que sucediera nada anormal en la parada ni en los departamentos
privados. Yo las acompañaba al terminar sus horas de trabajo hasta que subieran
a los taxis, que en realidad también eran conducidos por policías
camouflados que las llevaban a sus
hogares.
Las chicas también me cuidaban
a mí, de alguna manera. Cuando se me
acercaba algún “cliente”, enseguida saltaba alguna diciéndole que yo no podía
porque estaba esperando a un empresario que ya me había contratado y estaba a
punto de llegar. Así me espantaban a los moscardones.
A la cuarta noche, mientras las
chicas charlaban en grupo, yo me había alejado un poco para sentarme en el
escalón de un negocio que estaba cerrado. Ya no aguantaba los zapatos y me
dolían las ampollas.
Un individuo apartó a Nancy y se
puso a charlar con ella. Él la tomó del brazo y comenzaron a caminar hacia el
edificio de departamentos privados. Nancy se dio vuelta e hizo un gesto
levantando el pulgar de su mano derecha, dándome a entender que todo estaba
bien.
Mientras se alejaban, me di
cuenta de que el tipo era el mismo cliente que había estado con Pauli antes de
que apareciera el asesino. Tal vez hubiera alguna conexión.
Les pregunté a las chicas si
conocían al tipo que se fue con Nancy, y me dijeron que solo de vista. Era un
cliente que frecuentaba el lugar, como muchos otros.
Unos cuarenta minutos más tarde,
salieron del edificio. Charlaron un rato en la puerta y luego vi que empezaron
a caminar en sentido contrario al nuestro. Le pregunté a las dos chicas que
quedaron conmigo (ya que las otras habían entrado con otros clientes al
edificio):
—¿Por qué van para otro lado?
—¿Por qué van para otro lado?
—No te preocupes tanto, Laura
—sonrió, Teté— Suele suceder que a veces nos piden que prestemos servicios para
algún amigo que por alguna razón no se puede acercar al lugar.
—Todavía falta un poco para que
salgan las chicas del edificio. Yo voy a seguir a Nancy, si no es nada, vuelvo
pronto.
Le dejé mis zapatos y empecé a
seguirlos. Habían doblado en la misma esquina que lo hizo Pauli. Yo no estaba
tan lejos de ellos, podía sentir su cuchicheo y la risa. Él la llevaba de la
mano. Nancy se frenó cuando él quiso que se metieran en la plaza. Yo estaba a
menos de media cuadra y pude ver su resistencia, mientras él la tironeaba del
brazo. De repente, apareció una mujer, y se unió a la pareja. Yo no podía
escuchar muy bien lo que decían, solo palabras aisladas como: “dale”, “no
tengas miedo”, “sé buenita”.
Ya tenía mi arma preparada, pero
además, agarré el radio y pedí ayuda a la Central de Policía.
Apresuré el paso y pronto me puse
detrás de ellos que empujaban a Nancy al interior de la plaza.
—¡No se muevan, policía!
Ahí vi mejor a la mujer, era
bastante mayor, como de unos sesenta años. Tenía un arma apuntando hacia la
cabeza de Nancy, mientras el hombre sujetaba los brazos de la chica. No
parecieron sorprenderse cuando me vieron. Nancy, balbuceó:
—Laura, Laura… no dejes que me
maten…
—¡Arroje el arma, señora! —no sé
por qué añadí el “señora”.
El brillo de la locura se notaba
en los ojos de la mujer, a pesar de la oscuridad:
—Estos putos, engendros de
Satanás, putos de mierda antinaturales, tienen que desaparecer. Si la Justicia Divina no los elimina
de la faz de la tierra, yo lo voy a hacer… uno a uno hasta que se extingan.
Vi la decisión en sus ojos, y a
pesar de que ya escuchaba que llegaba ayuda, disparé. La mujer cayó y
rápidamente, volví a apuntarle al hombre. Él soltó a Nancy y puso sus manos
detrás de la cabeza. Me pareció demasiado tranquilo. Ella se abalanzó sobre mí y lloriqueaba. La verdad es que a
pesar de la situación, sentía asco de que me tocara. Le dije:
—Tranquila, estás bien. —pero
seguía llorando sobre mi hombro.
El primer auto llegó con el jefe
Peralta. Lo llevamos al tipo a la oficina para que prestara declaración,
después de leerle sus derechos.
Resultó ser el sacerdote de la
parroquia que estaba frente a la plaza. La mujer mayor, era su tía y
secretaria. A él desde chico le atrajeron los hombres, por eso su madre (de una
estricta formación católica) insistió para que se hiciera cura. Su madre murió
de cáncer, pero le dejó el legado a su hermana solterona, para que cuidara de
que su hijo no se apartara del camino de Dios. Y esta tía cumplió muy bien con
su misión, fue la autora de todos los crímenes de los travestis.
El jefe Peralta, le dijo al cura
que quedaba bajo arresto con el cargo de cómplice y partícipe necesario de los
hechos, y estiró las esposas para colocárselas.
El cura no hizo ninguna objeción
cuando cerraron las esposas en sus muñecas. Se sonrió y con voz afinada dijo:
—Espero que sea cierto eso de que
a uno lo violan en la cárcel, jeje. —y dirigiendo su mirada hacia mí, siguió:— Laura,
siempre te tuve muchas ganas, pero ya sabía que eras de la poli. Mirá mi
pantalón, mirá cómo la tengo de dura cuando te veo. Si algún día tenés ganas…
ya sabés.
Miré hacia el piso y contuve mis
ganas de amputarle su miembro de un balazo.
Seguramente mis compañeros se
iban a enterar de las palabras de éste tipo. Así que ahora tendré que negociar para que me trasladen a
otra repartición.
– FIN –
Consigna:
escribir un relato basado en el subgénero cinematográfico de origen italiano conocido
como «Giallo».
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