Por Carmen Gutiérrez.
Cuando el alcalde de la villa se hartó de su pueblo y sus tonterías, decidió dejar todo y construirse una casita en lo alto de la montaña. Buscó el terreno adecuado y durante meses se dedicó a talar árboles y despejar la maleza. Al irse, no se despidió de nadie y no le importó lo que la villa hiciera o dejase de hacer, lo que él quería era paz y tranquilidad.
Cuando el alcalde de la villa se hartó de su pueblo y sus tonterías, decidió dejar todo y construirse una casita en lo alto de la montaña. Buscó el terreno adecuado y durante meses se dedicó a talar árboles y despejar la maleza. Al irse, no se despidió de nadie y no le importó lo que la villa hiciera o dejase de hacer, lo que él quería era paz y tranquilidad.
Había hecho ya los cimientos de su nueva
casita cuando una delegación de gnomos se apareció ante él.
—Buenos días, señor don alcalde de la
villa —saludó el gnomo más anciano quien al parecer era el líder—. Verá, somos
del consejo de gnomos de este bosque.
El hombre dejó de martillear y se acercó a
ellos, la mayoría le llegaba a la cadera y sus pequeños ojillos negros lo
miraban con desconfianza. Cuando él les devolvió el saludo tocándose el
sombrero la mayoría se sobresaltó pero conservaron la compostura.
—¿En qué puedo ayudarles?
—Pues verá…Yo soy Nor y mis compañeros me
han elegido para representarlos —dijo el anciano rascándose las escuetas barbas—.
Verá, esta zona está restringida para ciertas…criaturas. Los gnomos hemos
habitado esta área durante siglos sin ningún inconveniente. Y usted ha estado
talando árboles, abedules para ser exactos, los cuales nos sirven de alimento
en el invierno.
El alcalde torció los ojos. Era evidente
que estaba molesto pero la diplomacia es un vicio adquirido que se pierde sólo
en circunstancias extremas, así que respiró hondo y trató de averiguar de qué
se trataba todo.
—Oh, lo siento. No lo sabía. Plantaré más
abedules en cualquier zona que ustedes me indiquen —dijo el hombre tomando de
nuevo su martillo.
—Verá, ese también es un problema —replicó
Nor—. Los abedules tardan años en madurar y no podemos esperar tanto. Somos
glotones y nuestras raciones para el invierno deben estar completas.
Sin modificar su rostro, el alcalde
levantó el martillo y los pequeños gnomos corrieron por todos lados; el hombre
no pudo evitar soltar la carcajada mientras Nor trataba de hacer que dejasen de
correr.
—Vaya, Nor —exclamó el hombre, divertido—.
Son asustadizos ¿eh?
—¡No es correcto burlarse de un gnomo,
señor don alcalde! —gritó el pequeño ser con indignación— Verá, queríamos
hablar con usted civilizadamente pero no es posible. Tendré que pedirle su
permiso de construcción.
—Pues acuda a los elfos, ellos me dieron
el permiso. Así que si me disculpa, tengo una casa que construir —agregó el
hombre poniendo manos a la obra.
Los gnomos se alejaron sobándose las
rabadillas y halando sus barbas, estaban furiosos porque es bien sabido que
desde tiempos inmemorables, los elfos otorgan los permisos sin ton ni son. Centauros
y lobos habían invadido el bosque sin preguntar a los gnomos si estaban de
acuerdo. Juraron hablar con los elfos, enviar cartas e incluso hacer marchas
por el bosque si era necesario. Nor trató de organizar a su gente para formar
un sindicato, pero uno de ellos sacó una olla de estofado de abedul tan
delicioso y crujiente que le hizo posponer su propósito y terminó bailando
hasta el amanecer.
Cuando el alcalde había comenzado a
levantar las primeras vigas, muchas hadas, todas diminutas y preciosamente vestidas,
se acercaron al hombre, quien no notó su presencia y siguió ajustando maderos
silbando muy alto la canción de los ciervos. Las hadas intentaron llamar su
atención hablando todas juntas a gritos ya que sus vocecitas son tan débiles
que ningún humano ha escuchado a un hada en su vida, al contrario de los perros
que las escuchan todo el tiempo. El alcalde, sin embargo, silbaba tan alto que
acallaba a las señoritas aladas. Entonces se
organizaron tan bien que comenzaron a revolotear alrededor de la cabeza
del alcalde y lograron que dejase la viga y dejará de silbar para cubrirse la
cara.
La más pequeña de las hadas emitió un
brillo especial y las demás se alinearon formando una figura humana lograda con
tanta precisión como era posible a cositas revoloteantes. Comenzaron a hablar
al mismo tiempo pero aun así el alcalde tuvo que acercar una mano a su oído
para poder escucharlas.
—¡No queremos que siga haciendo ese ruido
infernal! —dijeron ellas a coro.
—¿Cuál ruido? —preguntó el alcalde y lanzó
un silbido— ¿este?
—¡NO! ¡SI! —gritaron las hadas sin estar
de acuerdo, la más pequeña volvió a brillar y ellas se organizaron de nuevo;
imitaron el sonido del martillo y después un silbido— ¡Interrumpe nuestras
sesiones de canto!
—Lo
siento —dijo el hombre con la esperanza de poder resolver esto. Creía que las hadas,
aunque femeninas, podían razonar aunque estuvieran molestas a diferencia de sus
congéneres humanas—, quizá si me pasasen los horarios en los que cantan, yo me ajustaría a ustedes y de ese modo…
—¡Queremos que se vaya! ¡No puede estar
aquí! ¡Los humanos tienen sus villas! ¡Usted no tiene permiso!
—Tranquilas, señoritas. Estoy seguro que
podemos resolverlo. Los elfos me dieron el permiso.
—¡Lárguese! —gritaron ellas y volvieron a
atacarlo como abejas enfurecidas, pero peor porque todas hablaban con sus
vocecitas chillonas y lo insultaban en idioma hadezco, el cual tiene los peores
insultos habidos y por haber, incluso más que el español.
El alcalde trató de cubrirse se nuevo pero;
aunque ya habíamos dicho que la diplomacia se pierde sólo en casos extremos; un
montón de menudas señoritas voladoras, quienes además están tan enojadas que
podrían matar a un toro, puede considerarse como tal. El hombre tomó su
martillo y comenzó a espantarlas como se espanta a los mosquitos. Aunque
algunas fueron lanzadas contra los arboles por las ráfagas de aire, ninguna
salió herida de gravedad pero se alejaron maldiciendo y, literalmente, echando
chispas.
En cuanto llegaron a su árbol se pusieron
a discutir acaloradamente y así hubieran seguido por días si no fuera porque a
la más pequeña, que era la líder (las hadas, como las mujeres, aman los
pequeños detalles; por eso entre más chiquita sea un hada, más respetada es)
brilló con más intensidad haciendo que todas guardaran silencio. Entonces les
lanzó un discurso en el que resaltó el abuso que sufrían las hadas por los
otros habitantes del bosque. Ya ni siquiera podían volar a su antojo sin que
una mariposa o un pájaro se les atravesasen sin cuidado y estaban seguras de
que no tenían el permiso apropiado para volar. Las hadas aplaudieron a su jefa
y juraron apoyarla en todo. Entonces la líder les contó como recientemente una
de ellas había sido espantada por la cola de un caballo de los elfos, como si
fuera una vil mosca, y los elfos no habían hecho nada por ayudarla. También se
refirió al día en que se ofrecieron a participar en el festival de primavera y
fueron rechazadas con el pretexto de que no se escuchaban, sin importar los
días de ensayos y prácticas, ni que muchas se hubieran peinado al estilo
élfico. Todas lanzaron gritos de indignación al recordarlo y exigieron ser
tratadas con respeto y ser escuchadas. Planearon ir a visitar a los elfos y
decirles unas cuantas cosas. Luego se pusieron de acuerdo en el color que
usarían en la visita, el peinado y los zapatos, cuando todo estuvo arreglado se
fueron a dormir y el mundo siguió dando vueltas.
Cuando el alcalde estaba tratando de
decidir si ponía el retrete a la izquierda o a la derecha de la casa, llegaron
los elfos. Montados en caballos y con sus hermosas vestiduras saludaron al
hombre con cordialidad. Él, que ya se esperaba esta visita, les respondió el
saludo y les ofreció un poco de agua.
—Hemos
tenido noticias de que estás construyendo una casa, humano —dijo Édredon quien
aún es el señor de los elfos del bosque—. Nosotros no te hemos dado permiso.
—Lo sé —dijo el alcalde agradecido de que
los elfos fueran al grano—, me disculpo.
—Debes regresar a donde perteneces. El
bosque no es lugar para ti.
—No puedo regresar. Este es mi hogar
ahora.
—Sí puedes regresar. Tu villa está
inquieta y han estado buscándote, han molestado a los elfos tratando de pasar
por sus tierras.
—No voy a regresar. No tolero a la gente.
—Nosotros tampoco, ni ninguna otra
criatura de este bosque. Por eso no nos metemos en sus pleitos idiotas ni nos
mezclamos con ustedes. Debes detener esta construcción e irte. Lo hemos
decidido.
—Pues he hablado con las hadas y los
gnomos; ellos están de acuerdo en que me quede si les planto abedules y no
silbo ni martilleo cuando cantan.
Los elfos se mostraron sorprendidos por la
réplica del humano. Aunque habían recibido la visita de ambos grupos, en
realidad no se habían quejado del hombre, sino de los pájaros, los lobos y
hasta las mariposas. Habían mencionado la construcción, pero no que habían
hablado con él. Édredon consultó con sus acompañantes en élfico y después de
unos minutos de dialogo, se retiraron prometiendo que revisarían el caso.
La verdad es que Édredon estaba teniendo
muy malos días. Los gnomos amenazaron con formar un sindicato y las hadas
exigieron participar en el festival de otoño. Su propio pueblo acudía a él con
quejas de humanos gritando en busca del alcalde, y su hijo estaba muy
interesado en las costumbres de los hombres, mejor dicho, mujeres; tanto que su
desviación estaba comentándose en los altos niveles de los elfos. Por eso había
decidido alejarse un tiempo y consultar al oráculo del bosque: El Gnomelfo.
Mezcla de elfa y gnomo, el Gnomelfo tenía
muchos poderes pero uno de ellos era muy extraño. No veía el futuro, ni el
pasado, veía las variantes, los resultados de cualquier disyuntiva. Era grosero
y huraño; tenía una pierna más corta que otra, el cabello dorado pero áspero y
rebelde, un ojo azul y otro negro y tenía la horrible costumbre de lanzar sus
heces cuando se enojaba. Vivía en una cueva sucia y pestilente, dormía en un
montón de hojas y cagaba en cualquier parte. Pero como su sangre también era
élfica, estaba obligado a obedecer a Édredon y éste le dio una orden muy
especial.
La mañana en que la casita quedó terminada
y el alcalde estaba sentado a la puerta disfrutando del paisaje y su soledad
llegó el Gnomelfo. Vestido de verde y cojeando se acercó al hombre con una
sonrisa espantosa en sus labios pero con un brillo especial en sus ojos
bicolor.
—¡Buen día, Matías! —saludó la criatura.
—¡Buen día tenga usted! —contestó el
alcalde sorprendido de que le llamasen por su nombre.
—¿Tendrás algo de beber que ofrezcas a
este pobre caminante? Subir esta cuesta es muy cansado cuando te pesa la
joroba.
El alcalde le ofreció una jarra de cerveza
y le acercó una silla nuevecita para que descansara. Nunca había oído hablar de
este ser y tenía curiosidad por el motivo de la visita.
—Matías, has hecho un escándalo entre las
criaturas del bosque –dijo el Gnomelfo entre risas después de beber su cerveza—.
¡Muy bien hecho!
El hombre sonrió indeciso. No sabía que
decir.
—No te preocupes por mí. No me afecta ni
me beneficia que te quedes. Aunque a ti sí.
—¿Cómo?
—Si te quedas los elfos hablarán con los
otros habitantes, harán una campaña para que todos te hagan la vida imposible.
Algunos escucharán otros no, eso no importa. Lo importante es que el bosque se
dividirá y los elfos tendrán problemas. Podrías provocar una guerra —hizo una
pausa para tomar aire y prosiguió—. Si te vas los hombres preguntaran donde has
estado. Tu villa estará contenta de tenerte de vuelta, pero ya se ha corrido la
voz de que los elfos te tienen secuestrado, porque los humanos son
supersticiosos y odian las cosas que no comprenden. Encenderán antorchas y
harán expediciones para buscar a los responsables. Provocarías una guerra.
—Entonces, si me voy hay guerra, si me
quedo también…—dijo el alcalde pensativo.
—Sí. En las dos opciones tú quedas en medio
de un conflicto que no puedes resolver.
—¿Hay una tercera opción?
—Sí. Pero no te va a gustar.
—Pruébame —lo retó el alcalde.
El Gnomelfo sonrió, se rascó la barba
escueta, y dijo alegremente.
—Puedo hacerte un hechizo especial. Hacer
que seas invisible para todos menos para mí. Así los humanos pensarían que
estás muerto, y los demás que te fuiste voluntariamente, lo cual es la misión
que me encargó Édredon.
—¿Y eso en qué me beneficia? —preguntó el
hombre.
—Nadie te molestaría. Podrías meterte en
el árbol de las hadas y mearte en sus camas y nadie te vería. Podrías ir a la
villa y robar quesos, vinos, panes, cervezas e incluso estar con cualquier
mujer y nadie sabría que fuiste tú. Y yo tendría el beneficio de una amistad,
podría venir a verte y beber cerveza contigo. Soy muy interesante y tengo
muchas cosas de que hablar.
El alcalde miró pensativo al horizonte,
era su plan original: desaparecer. En la villa siempre había algo que resolver,
hombres que se quejaban de sus vecinos, mujeres que se quejaban de sus hombres,
animales vendidos en mal estado, caminos invadidos, propiedades dañadas. Nadie
estaba contento tomara la decisión que tomara. Y en el bosque los gnomos se
quejarían de los abedules que no sembraría, las hadas de sus silbidos, los
elfos le arruinarían la vida tranquila que pretendía conseguir.
—Está bien —dijo por fin—. Haremos el
hechizo.
El Gnomelfo le tendió la mano en señal de
acuerdo y el alcalde la estrecho sonriendo. Pero su sonrisa se borró de los
labios al instante. Un dolor indescriptible le recorrió las extremidades
dejándolo paralizado. La criatura aún sonreía cuando el hombre se convirtió en estatua
y dejó de respirar. Entonces el Gnomelfo soltó la mano del alcalde, tomó el
martillo y quebró la estatua del hombre en mil pedacitos que uso para construir
un caminito desde la puerta de la casa hasta la arboleda.
Al anochecer Édredon visitó la casa y
encontró al Gnomelfo bebiendo y sentado a la puerta observando la puesta de
sol.
—Se fue —dijo el Gnomelfo sonriendo y le
extendió la mano en señal de saludo.
Édredon no dijo nada y se marchó
cuidándose de no tocarlo, pues es bien sabido que los Gnomelfos convierten en
estatuas a las criaturas y hombres que tocan y que les gusta la cerveza.
FIN
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