Cuando
Roberto la vio pasar frente a la pastelería lo primero que le llamó la atención
fue el parecido que tenía con ella; el mismo cabello pelirrojo y abundante, los
labios carnosos, los inmensos ojos azules, era un vivo retrato de Sandra. Hasta
el ondulante movimiento de las caderas eran iguales. A él se le detuvo el
corazón por un instante y estuvo tentado a saludarla y lo habría hecho si su
cerebro no le hubiera advertido que a pesar del parecido extraordinario, era
imposible que Sandra se conservase tan joven después de veinte años. Roberto
mismo estaba por cumplir cuarenta y nueve años y aparentaba (y se sentía)
sesenta y nueve; la graduación ocular era cada vez mayor, las canas en su
cabello eran abundantes y no estaba calvo por milagro. Entonces esa mujer joven
y vigorosa que atravesó el centro comercial con pasos enérgicos no podía ser
Sandra, así que se concentró en revisar que el pastel que Claudia, su esposa,
le había encargado estuviera en perfectas condiciones.
Al salir
de la pastelería se la topó de frente, se quedó paralizado de nuevo sin saber
qué hacer, se miraron directo a los ojos y él sintió un peso en las tripas que
no sentía desde que estaba con ella. Pero la chica pasó de largo, sin ni siquiera
mostrar un atisbo de reconocimiento. Él se hizo a un lado con la intensión de
no estorbarle en el camino y sonrió tímidamente. Nada. La mujer no le prestó
atención, aunque él aprovechó para observarla con más detalle, casi con
descaro, cuando se fijó en las tetas vio la mancha de sangre, se extendía desde
el vientre hasta el escote manchando incluso parte de la cara. Se asustó. La gente
a su alrededor ni siquiera notó que el tacón del zapato derecho de la susodicha iba dejando una mancha rojiza
que se hacía más tenue con cada paso. Roberto trató de alcanzarla y ofrecerle
su ayuda pero debido a su lento caminar por el dolor en la rodilla, la chica se
perdió entre decenas de personas que salían de las tiendas al mismo tiempo. El
centro comercial Las Cruces agradeció a todos por sus compras a través del
sistema de megafonía y les deseo una hermosa velada.
La gente
se interponía entre ellos como siempre se interpuso el mundo cuando trataba de
estar con Sandra. Él la siguió hasta el subterráneo preguntándose en qué mundo
vivíamos si una mujer herida podía atravesar una multitud sin que nadie se
diera cuenta ni hiciera nada por ayudarla. La distinguió al fondo del
estacionamiento cuando se dirigía a un auto pequeño, la gente se había
disgregado en busca de sus vehículos y él podía ver desde lejos la mancha de
sangre en su blusa blanca.
-¡Sandra!
–gritó tratando de llamar su atención pues se dio cuenta de que no podría
alcanzarla antes de que ella saliera del lugar.
Ella se
giró, lo miró a los ojos e hizo una mueca irreconocible que bien podría ser de
desprecio mezclado con asombro; sin embargo se metió en el auto y salió a toda
velocidad del estacionamiento.
Al llegar a
casa el pastel estaba impecable, pero su esposa encontró el modo de
recriminarle por los cinco minutos de retraso de su tiempo estimado de llegada.
Roberto masculló una excusa vaga acerca del tráfico y de una falla imaginaria
en el motor del auto que Claudia se tragó sin mucho convencimiento pero que la
dejó tranquila por un momento. Esa noche no tuvieron sexo, bueno, ni esa ni las
anteriores ni las posteriores pero ella le dejó abrazarla un poco antes de
quedarse dormida. Él no pudo dormir pensando en que la mujer había reaccionado
cuando la llamó. ¿Sería posible que fuera Sandra en realidad?
El asunto
habría quedado en su caja de secretos, junto con una carta polvorienta que
había escrito veinte años atrás, un noviazgo apasionado y los besos de su
mujer, si no lo hubiera mencionado el noticiero que veía cada mañana mientras
desayunaba con apatía antes de irse a trabajar. Notaba un temblor nuevo en la
mano al sostener la cuchara, cuando su débil oído escuchó la noticia. Habían
asesinado al propietario de una sex shop en el centro comercial de Las Cruces,
cinco locales más allá de la pastelería. Claudia rompió su silencio habitual
para decirle «Eso fue ayer cuando
comprabas el pastel ¿No te diste cuenta?» Él
siguió mirando su plato de cereal y contestó «Estaba
cuidando que no se arruinara el decorado de azúcar» con
lo que zanjó el tema, al menos con ella. Pero al parecer un reportero se había
colado en la escena del crimen y la imagen borrosa tomada justo antes de que la
policía lo expulsara de la tienda mostraba un mensaje escrito en la pared: La
vida se cagó en nosotros.
La frase
se le metió en los huesos y por primera vez en muchos años tuvo que hacer un
esfuerzo descomunal para permanecer impávido y evitar que Claudia notarse algún
cambio; sin embargo, los días siguientes se sorprendió a sí mismo escribiendo
distraídamente que la vida se había cagado en él en los reportes de impuestos
de sus clientes.
Varias
noches después del incidente, conducía a casa después del trabajo, era muy
tarde y la carretera estaba casi vacía. Le gustaba hacer ese trayecto. Era el
ultimo respiro del día justo entre los clientes y los reproches de su mujer, el
momento que tenía sólo para él, con la música que a él le gustaba y los
pensamientos que a él se le antojaran, sin recriminaciones, sin prisas, con el
anhelo de llegar y dormir como un santo y olvidarse de la vida cagándose en su
mundo. Tarareaba la cancioncilla tonta de Madonna diciéndole a nadie que se sentía
como una virgen, cuando un Mustang muy moderno salió de la lateral a toda
velocidad obligándolo a frenar de improviso. El Mustang se estrelló contra la
divisoria de cemento y quedó atravesado en la carretera. Roberto
apenas se fijó que otro vehículo pequeño se había detenido también pero delante
del accidente.
Estaba por
bajarse de su auto y ver si el conductor del Mustang estaba herido cuando lo
vio moverse, débil y tembloroso; trataba de sacarse el cinturón de seguridad
con una prisa que hizo sospechar a Roberto de una posible fuga de combustible.
Y entonces ahí estaba ella de nuevo. Iluminada por la luz amarillenta del
camino, se acercó al conductor accidentado y sin decir nada le disparo dos
veces, una en el pecho y la otra en la cabeza. Roberto sintió
nauseas al ver toda la materia cerebral del tipo esparcirse por el aire, pero
no vomitó porque pensó que sería muy difícil explicarle a su esposa el olor a
tripas en el auto.
La mujer
quitó al muerto del asiento del conductor, lo tiró al piso como si no pesará
nada, se metió en el Mustang y escribió algo en el parabrisas con un lápiz
labial. Luego salió, miró en dirección a Roberto y pareció reconocerlo. Se
acercó decidida mientras él se quedaba pasmado observando como ella levantaba
el arma de nuevo y apuntaba a su pecho. «Ya está.» pensó Roberto «Hasta aquí llegué» y cerró los ojos
esperando el impacto que nunca llegó. Se atrevió a mirar justo al momento en
que ella volvía a su carrito y se alejaba como un bólido por la carretera
libre.
Se quedó inmóvil
por mucho tiempo, hasta que alguien golpeó la ventanilla y le preguntó si
estaba bien. Entonces abrió la puerta y vomitó en el asfalto.
Los
policías fueron muy amables con él una vez que revisaron el video de vigilancia
ciudadana y confirmaron su versión de los hechos, aunque Roberto sospechaba que
la amabilidad disfrazaba una compasión después de que llamaron a Claudia para
notificar que su esposo estaba en la comisaría y ella sólo contestó antes de
colgar «Dígale que coma algo por
allá, voy a darle su cena al perro». Mientras el agente lo
miraba con lástima, él alcanzó a distinguir entre algunas fotografías del
Mustang la frase “La vida se cagó en nosotros” escrita en carmín en el
parabrisas del auto. Lo dejaron ir después de que asegurara mil veces que no
recordaba nada más.
Pero había
mentido. Reconoció el auto aunque al describirlo dijo que era negro, en
realidad era rojo y había memorizado el número de las placas. «Tengo que averiguarlo» se justificó a sí mismo
«si doy
todos los datos la encontrarán antes de que pueda confirmar que no es Sandra»
Al día
siguiente agradeció en silencio frente a su computadora que el gobierno llevará
un registro abierto de los automóviles que circulaban por el país. Al
introducir el número de placas en la página oficial de vialidad, los datos
aparecieron casi instantáneamente. “Tsurú, modelo 1997, color rojo, registrado
a nombre de Sandra Isela Narváez López, con domicilio en calle 52, número 8b”
Quizá
había tenido una hija, una hija que usaba su auto para asesinar personas por
las noches. Quizá esa hija estaba loca, pero no podía ser ella. Cuando se
separaron Sandra tenía treinta y tres años cumplidos, ahora tendría cincuenta y
tres, nadie podría conservarse tan bien. Ni siquiera tuvo que apuntar la
dirección, se la sabía de memoria. Conocía todos los atajos habidos y por haber
para llegar a esa casa y antes de darse cuenta ya estaba en camino.
Veinte
años atrás habían vivido un tórrido romance. Cada viernes él llegaba a la casa
de Sandra a las seis, antes de que ella saliera de su oficina. Preparaba la
cama, las bebidas, incluso llevaba comida. Cuando ella llegaba, comían, bebían
y cogían como adolescentes hasta que él se acordaba de su mujer y se iba del
lugar. Cuando Claudia enfermó, Sandra llegó a su casa un viernes y sólo
encontró una carta que entre disculpas le decía que la amaba, pero que su mujer
lo necesitaba, que siempre la recodaría, y maldecía al destino por haberla
amado con tanto pecado “La vida se cagó en nosotros” decía la carta a manera de
despedida.
Al
recordar esa última parte de la carta dejada con pesar sobre la cama de amores
frustrados aquella tarde, no tuvo la menor duda. Era Sandra. ¿Qué había pasado
en este transcurso de tiempo para convertirla en asesina? ¿Por qué no se había
vuelto vieja y cansada como él?
El cuerpo
le reaccionó de acuerdo a la costumbre, frente a la casa pintada de rosa, su
mano buscó en su roída cartera la llave de la puerta principal que cargaba
desde entonces, sus ojos y sus dedos ubicaron la cerradura con el mismo
instinto que lo hacía cagar cada mañana después del primer café y su brazo
cargó la decepción al notar que la llave no servía. «Es lógico»” pensó «ella no iba a seguir esperando»
Metió su
imbecilidad de nuevo en el auto y se marchó a su despacho de imbécil, con su
trabajo de imbécil para tratar de olvidar lo imbécil que siempre había sido. El
retrovisor le regresó una mirada imbécil mientras decidía que el asunto era
cosa del destino y que el destino, por muy imbécil que fuera, sabría qué hacer.
En las
siguientes semanas Claudia reforzó el ataque personal contra su marido. Buscaba
y encontraba algún motivo para dejar de hablarle, o gritarle por cualquier
cosa. «Eres un anciano» le decía con desprecio a pesar de que tenían la
misma edad y ella se veía más decrépita que él «siempre
me has dado asco». Roberto bajaba la cabeza y aceptaba, como
siempre, los pocos momentos de paz en su oficina. Nunca cuestionó el por qué
del recrudecimiento de la guerra marital, pues a fuerza de chantajes y reclamos
la culpabilidad le había enfermado la valentía y no encontraba en ningún lado
el orgullo perdido.
Se había
propuesto dejar el asunto de Sandra por la paz, pero el mundo se estaba
encargando de joderle la existencia y no sólo a través de su mujer. Una mañana
el agente Suárez llamó para decirle que quizá tuviese que testificar pronto
acerca del asesinato del Mustang. «Seré sincero con usted» dijo el policía con voz confidencial «esta mujerzuela lleva veinte años chingándonos
el trabajo. Si la encontramos podemos achacarle más de cuarenta asesinatos,
todos a sangre fría y sin motivo aparente. Una asesina en serie, podríamos
decir. Todas sus víctimas son hombres de veintinueve años, todos altos,
delgados, de piel blanca y cabello negro. Casados. Creemos que se enreda con
ellos y después los mata. Nunca deja huellas, ni siquiera sabíamos que era
mujer hasta que usted la vio.
Es el único testigo que hay.»
Roberto
colgó el teléfono pensativo. La descripción de las víctimas concordaba con su
propio perfil veinte años atrás. Estaba a punto de regresar la llamada al
agente Suárez cuando el aparato sonó con insistencia. Debido a que Claudia no
lo dejaba contratar a un asistente, Roberto tenía que atender sus propias
llamadas. Contestó distraído aun pensando en contarle todo a la policía. Era su hijo.
Estaba preocupado porque su madre había llamado para decirle que su padre se
estaba volviendo senil. «Dice que buscaste tus
gafas por más de una hora antes de darte cuenta de que las tenías puestas. Dice
que le gritaste en la mañana, y le dijiste que ojala se hubiera muerto hace
años.» Roberto no recordaba nada de eso y así
se lo hizo saber pero el hijo tenía algo más que decir «Sé que mamá es difícil. Pero también sé que tú
eres demasiado bueno con ella. No soy quien para juzgarte, pero si te divorcias
te apoyaré»
Un grito
desde el pasillo interrumpió el discurso acerca del amor y la paciencia que
estaba por darle a su hijo. Dejó el aparato sobre el escritorio sin terminar la llamada. Cuando
salió de su despacho se encontró con el cadáver de su esposa colgando de manera
grotesca del ventilador de techo. La chica de la oficina de al lado gritaba
histérica sin dejar de mirar el cuerpo de Claudia que se balanceaba con ritmo y
señalaba un escrito en la pared, al verlo Roberto reconoció la letra y el
carmín, estuvo a punto de gritar cuando su corazón se detuvo. Cerró los puños y
cayó hacia adelante como un pajarito sin dejar de ver la frase.
“Hermanito:
La vida se cagó en ti, no en nosotros. Con amor… Sandra”
–
FIN –
Consigna:
escribir un relato basado en el subgénero cinematográfico de origen italiano conocido
como «Giallo».
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