Había
llegado el momento.
Con
la mayoría de edad —y para ser un dragón hecho y derecho y lograr la aceptación
de los demás— había que raptar una princesa.
Rodolfo
no estaba tan seguro de esto. La sola idea de salir de la cueva, bajar a la
aldea, entrar al castillo y volverse con una adolescente insoportable, le daba
nauseas. Eso sin contar que tendría que aguantarse los flechazos, los lanzazos
y otros «azos» bastantes dolorosos. Está
bien que él podría lanzarles fuego. Pero rostizar a la gente no le parecía
correcto.
Pero
ser dragón tiene sus bemoles, y él tenía que aceptarlos. ¿Hay que raptar una
princesa? Raptamos una princesa. Lo que no le quedaba muy claro a Rodolfo era
qué se hacía después con la princesa. ¿Había que comérsela? ¡Dios lo libre!
Comerse princesas no entraba en su menú. Él era dragón, no caníbal.
Con
esas dudas rondándole la cabeza, salió de la cueva y descendió la montaña
arrastrando los pies. Ya era de noche y las calles de la aldea estaban
desiertas. Las cruzó haciendo el menor ruido posible y llegó al castillo. Pensó
en golpear el puente levadizo y preguntar si había una princesa dispuesta a
dejarse raptar, pero llegó a la conclusión de que no sería muy bien visto entre
sus congéneres. Un dragón no pedía permiso: un dragón tomaba las cosas por la
fuerza, que para eso era dragón, ¡qué tanto! Así que, resoplando por el
esfuerzo, comenzó a trepar los altos muros de piedra.
******
Una vez
dentro del castillo, buscó la torre más alta. Vaya uno a saber por qué, pero
los aposentos de las princesas siempre se encuentran en la torre más elevada.
Por eso las princesas siempre tienen una figura espléndida: tanto subir y bajar
escaleras las mantiene en forma.
Rodolfo
buscó y rebuscó, pero ninguna torre le parecía lo suficientemente alta como
para que una princesa la
habitara. Y ya estaba por dar media vuelta y volver a su
cueva, con el sentimiento de haberse sacado un enorme peso de encima —porque después
de todo, no era culpa suya que en el castillo no hubiera torres lo
suficientemente altas—, cuando sus ojos vislumbraron una luz allá arriba.
A
su favor, hay que decir que la susodicha torre no era la más alta de todas,
pero sí la única iluminada. A Rodolfo se le cayó el alma al piso. Pero hizo de
tripas corazón y trepó la torre.
Al
llegar a lo alto, y asomarse por la hendidura que tenía por ventana, pudo
observar a una joven sentada en una enorme cama —que ocupaba el centro de la
habitación—, rodeada de libros. Eso le agradó a Rodolfo. En su cueva tenía
algunos libros, los cuales mantenía ocultos en la parte más profunda de su
guarida por si venían visitas inesperadas. No estaba bien visto que a un dragón
se le diera por leer. Un dragón, por sobre todas las cosas, tenía que ser un
monstruo bestial y analfabeto. «Un dragón con todas las letras no habla: gruñe
y ruge —decía su padre—. Y, de ser posible, destruye y causa pavor. Has tenido
suerte, hijo, vas a aprender del mejor».
Rodolfo
suspiró, meneó la cabeza con pesar, y se preparó para lo que seguía.
Pero
se le presentó un problema: él era muy grande y la abertura muy pequeña.
Además, sus brazos eran demasiado cortos como para intentar atrapar a la joven. No le quedaba
otra que tratar de llamar su atención, para que la princesa se acercara, y así
tener alguna posibilidad.
Rodolfo
comenzó a chistar.
«Chist,
chist, chist…»
Se
sentía estúpido colgando de la torre y chistando. Si lo viera su padre, no
estaría orgulloso, no señor.
La
muchacha no se movió de la
cama. Rodolfo chistó un poco más fuerte.
«¡CHIST,
CHIST, CHIST!»
La
joven ni se mosqueó. O tenía serios problemas auditivos, o el libro que estaba
leyendo la tenía completamente absorta. Rodolfo asomó el hocico todo lo que
pudo por la hendija:
—¡Hey,
niña! —dijo.
La
muchacha levantó la vista del libro y miró con total candidez a aquella boca
repleta de dientes.
—¿Si?
—dijo.
—Acérquese,
por favor —pidió Rodolfo.
—¿Para
qué? —preguntó ella con tono inocente.
—Pues…
—dudó Rodolfo. ¿Debía mentirle o decirle la verdad? Optó por lo segundo—. Debo
raptarla.
—¿Y
para qué, si puede saberse?
Era
una buena pregunta. No era nada tonta la niña.
—No
sé —admitió Rodolfo—. Usted es princesa, yo soy dragón. Es lo que hacemos.
—¿Pero
está seguro de querer llevar esto hasta las últimas consecuencias?
—¿A
qué se refiere?
—Supongamos
que voy con usted. ¿Sabe qué pasará luego? Mi padre ofrecerá una gran
recompensa para quien me rescate de sus sucias garras.
—No
las tengo sucias —se quejó Rodolfo—. Me las lavo todos los días.
—Eso
no importa —lo interrumpió la muchacha—. Lo que debería preocuparle es que, a
partir de ese momento, de día, de tarde o de noche, tendrá a la entrada de su
guarida a un caballero dispuesto a matarlo con tal de rescatarme.
Rodolfo
se sobresaltó al recibir esa información, y por poco se cae de la torre. Y si ya
anteriormente tenía sus reservas respecto al tema del secuestro, esto
definitivamente acabó por convencerlo.
—Ah,
no —dijo mientras descendía—, de ningún modo. A mí nadie me dijo nada sobre riesgo
de muerte. Soy un dragón joven, con ganas de aprender, no va a venir ningún
caballero andante a tratar de matarme.
—¿Pero
qué hace? —gritó la princesa desde su ventana—. ¿No va a llevarme?
—Ni
loco.
—¡Pero
debe! ¡Tengo que ser raptada! ¡Una princesa debe ser raptada por un dragón por
lo menos una vez!
—Pues
que la rapte otro —dijo Rodolfo desde el suelo—. Yo me vuelvo a mi cueva a
juntar mis bártulos. Me voy de viaje.
—¡No
puede hacer eso! —exigió la princesa, ahora muy enojada—. ¡Llevo años preparándome
para este momento! ¡Exijo que me rapte! ¿Me escuchó? ¡Rápteme!
Pero
Rodolfo no le hizo caso y volvió a su cueva, donde armó dos enormes valijas y
partió a la aventura.
******
Y así
fue como Rodolfo se convirtió en un dragón de mundo, recorriéndolo de punta a
punta. Descubrió lugares asombrosos e hizo muchos amigos.
También
corrió peligros, como cuando se enfrentó con una horda enfurecida luego de que,
sin querer, comenzara un incendio.
Su
viaje lo llevó al Tíbet, donde conoció a una yeti hermosa a la que también le
gustaba leer. Al tiempo se casaron y tuvieron muchos hijitos de escamas
doradas, abundante melena, largos bigotes y cuerpo alargado, que los hombres
comenzaron a conocer como dragones de la buena fortuna, tejiéndose muchas
leyendas alrededor de ellos.
Aun
hoy, si alguno de ustedes es capaz de subir hasta lo alto del Himalaya, es
posible que se encuentren con Rodolfo. Y si tienen suerte, hasta es probable
que les invite a tomar el té.
– FIN –
Consigna:
escribir un relato infantil.
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