Autora: Yol Anda
—¡Basta
de pamplinas! ¿Por quién me habeis tomado? Malditos cuervos, no conseguireis
amilanarme. ¡Graznidos a mí! ¡Volad mientras podais, malditas aves del demonio!
Porque cuando os pille, ay cuando os pille, ¡no querreis saber qué ocurrirá
cuando lo haga!
El
señor Peculière tomaba un café en la terraza de un localcito de la Rue du Temps
como cada día. Dispuesto a leer el diario de la mañana, tuvo que ingeniárselas
para que todos los elementos cupieran en la minúscula mesa que casi rozaba la
situada a su vera. La taza de café con su platillo en la parte derecha, el
periódico abierto por la sección de Cartas
al director a la izquierda, una elegante pitillera de piel justo frente a
él y no podía faltar el estuche de su viejo violín sobre la silla que quedaba libre.
Todo estaba saliendo a la perfección hasta que habían llegado esos animales
malsanos: los cuervos. Tras espantarlos con éxito una primera vez, cruzó las
piernas y dio un sorbo a su café.
La
primavera asomaba tímidamente por las ramas de las acacias y el sol comenzaba a
hacer más agradable la mañana. Se desabrochó un botón del abrigo y, cuando se
disponía a leer las siempre anecdóticas opiniones de los lectores, notó una
presencia. Otro hombre de talla y edad similar a la suya había tomado asiento
en la mesa de al lado. Al hacerlo, el roce de éstas emitió un impertinente
chirrido.
—¡Por
el amor de Dios, buen hombre! ¡Tenga un poco de cuidado! —vociferó encendido.
Sin
embargo, el sujeto no se inmutó y se limitó a mirar de soslayo a través de sus
gafas oscuras al señor Peculière como si pasara inadvertido.
—Le
estoy viendo, señor mío. Estoy viendo que me está mirando. Haga el favor de no
disimular y dígame algo —insistió con petulancia.
Pero,
muy a su pesar, el hombre de la mesa de al lado simplemente emitió un sonido
parecido a una risita afónica e ignoró su comentario. Continuó colocando en la
pequeña mesa redonda sus pertenencias: el periódico de la mañana a su
izquierda, una pitillera de piel frente a él y la reciente taza de café
que había pedido en el interior del
local, a su derecha. Así pues, todo quedaba dispuesto como en un espejo. Todo
menos los cuervos. Pues al divisar nueva compañía en el lugar, se acercaron
curiosos al novedoso personaje y éste, sin pensárselo dos veces, les comenzó a
echar mendrugos de pan de una bolsa de papel.
No cabía en sí del asombro. ¿Qué tipo de descortés
caballero se sentaba al lado de otro y se ponía a alimentar a esos
espeluznantes animaluchos? No, a él no le iba a arruinar el día un
sinvergüenza. Fue en ese momento cuando el señor Peculière le miró de soslayo a
través de sus gafas oscuras y emitió una especie de risita afónica que le dejó
completamente sorprendido, pues no la reconoció como propia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario