Autora: Yolanda Boada Queralt
Él
ha llegado esta tarde con dos regalos. El más voluminoso, envuelto en papel de
colores y con un enorme lazo rosa, venía en la parte trasera de la carreta. Dos
criados han transportado el bulto hasta el salón. El pequeño —más importante—
lo llevaba escondido en uno de los bolsillos del chaleco, cerca del corazón.
«¡Ven a abrir tu regalo, mi niña!», ha exclamado mamá, con las mejillas más
encendidas de lo normal. He arrancado aquel ridículo lazo y he rasgado el papel
con rabia. Una casa de muñecas. «Es una réplica de esta mansión. La ha
construido un artesano siguiendo mis indicaciones», ha comentado él,
contemplando a mamá con los ojos brillantes. Ha sido entonces cuando ha
rebuscado entre sus ropas y una cajita ha aparecido en su mano. Mientras se
declaraban amor eterno y se besaban, mis manos de niña se han cerrado con tanta
fuerza que las uñas han lacerado las palmas. Me he asomado a una de las
ventanitas de la casa para ocultar las lágrimas y he distinguido una miniatura
exacta de mi lecho infantil.
Más
tarde, después de que hubieran acomodado la casa de muñecas en mi habitación y
todos regresaran a sus quehaceres, he oído ruidos provenientes de la habitación
de mi madre. He salido al corredor y me he acercado a su puerta. Susurros y
risas sofocadas. Gemidos. Sintiéndome incapaz de soportarlo, y al mismo tiempo
incapaz de resistirme, les he espiado. He visto cómo el cuerpo de mamá se
arqueaba en pleno éxtasis y cómo un hilillo de saliva escapaba de entre sus
labios entreabiertos. Y cómo él aumentaba el ritmo de sus embates y le aferraba
los pechos.
Allí
parada les he detestado profundamente... Casi tanto como me aborrezco a mí
misma.
Nunca
seré como mamá. Jamás tendré el cuerpo de una verdadera mujer, un cuerpo que
los hombres desearan acariciar y poseer. Soy una mujer atrapada en un cuerpo de
niña. Un bicho raro. Un monstruo.
Mamá,
siempre tan preocupada por las apariencias, hace años que decidió convertirme
en su «muñequita eterna» —mucho mejor eso que explicar a la gente que, en
realidad, ya he cumplido los veinte—. Me viste y me habla como a una cría y,
estoy segura, la mayor parte del tiempo cree que lo soy.
Ya
no soporto esta farsa.
*
* * (...) * * *
—¿Falta mucho?
—preguntó Sergio desde el asiento trasero. Carmen bostezó. Roberto roncaba.
—No —respondió Ángela
sin apartar los ojos de la carretera—. Tras la próxima curva ya podréis ver el
caserón.
Raúl estiró sus casi
dos metros de altura y se golpeó contra el techo del vehículo.
—¡Ya veréis qué buenas
historias nos inspirará este lugar! Afilad los lápices —dijo Ángela—. En sus
tiempos fue una hermosa mansión, pero luego la reconvirtieron en escuela. Lleva
años abandonada. En el pueblo la llaman «La casa de las muñecas» y dicen que
está maldita. Algunos afirman haber visto el fantasma de una niña cubierta de
sangre...
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