Autor: Rafael Blasco López
Continuas
gotas de sudor, resbalaban por la mandíbula del deportista. Un turbante cubría
su frente, ocultando las más que incipientes entradas de su pelo negro, pero
sin evitar que su cara asemejara un hierro candente. Contribuían a ello, los
cuarenta grados con los que el astro rey, ejercía su autoridad en demasía.
La
senda empedrada por la que ascendía el empapado maratoniano, llegaba a su
final. Un pequeño llano junto al barranco de Somosierra, en la cordillera de la
capital.
Las
zancadas se transformaron en pasos, el rostro, contraído por el esfuerzo, se
relajó unido a un suspiro de alivio al ver su particular meta.
En
el escaso espacio del claro, dos personas esperaban al recién llegado. Estaba
sentada sobre una roca, la mujer de ojos de fuego, cuya mirada podía derretir a
cualquier hombre. Portaba una sonrisa maliciosa, mientras garabateaba con un
bisturí en la tierra. Mostraba bajo sus cortos tejanos como rebeldía incorrecta,
un circular y abstracto tatuaje, mancillando sus esculturales y sedosas
piernas. Una fina trenza morena, se relajaba sobre uno de los tirantes de su
camiseta blanca, tal oscura serpiente en la nieve.
El
hombre del sombrero, rostro redondeado y blanquecino, afilaba un lápiz con un
machete de grandes dimensiones. Saludó al visitante con un gesto breve antes de
hablarle, permitiendo que recuperara el resuello.
—¿Vienes
corriendo? —le dijo incrédulo.
—¡Qué
mejor forma de no levantar sospechas! —afirmó el deportista.
La
mujer, señaló hacia su espalda con el instrumento quirúrgico, sin perder su
cínica sonrisa.
—Veo
que lo tenéis —exclamó el corredor mirando el lugar indicado.
Al
borde del precipicio, un individuo maniatado tiritaba atemorizado mirando al
vacío.
El
corredor se quitó el turbante, secando con su mano los restos de su excesiva
transpiración.
—¿Podrás
hacerlo? Esto no se trata de centrifugar un gato en la lavadora —preguntó a la
chica tatuada.
La
sonrisa de ella se convirtió en hielo, fría, segura antes de responder.
—Si
supieras lo que hago con mi bisturí trabajando en el hospital, a los pacientes
que no se portan bien, no hablarías tanto.
Las
palabras causaron algo más que respeto al deportista. Se giró hacia el segundo
conocido.
—¿Y
tú?
Un
golpe seco, el trozo de astilla volando en el aire y la fijación, clavándole
sus ojos en los suyos, confirmaron la respuesta.
—¿La
señora bondadosa no está? —continuó preguntando.
El
hombre del sombrero contestó sin dejar de afilar el lapicero.
—Se
quedó en Argentina. Tenía que recogerle un diploma al trastornado que mancilló
la obra de Cervantes. Tampoco vendrá ese loco, seguro que está asesinando por
su cuenta.
El
deportista cogió aire para hablar con fuerza.
—¡Camaradas!
Vivíamos en nuestro edén particular, antes de que llegara el crítico literario
que tenemos ahí atado. Aunque brutos, no dejamos jamás de ser creativos, pero
nos difamó hasta el ridículo. Estamos aquí para ejecutarlo sin juicio, ¡igual
que hizo él con nuestras obras!
El
corredor miró a sus conocidos, con el odio instalado en el semblante.
—¿Quién hace los honores?
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