Autora: Nieves Muñoz
La flor se había tornado roja
por la tierra empapada en sangre. El hombre se acuclilló, se quitó el sombrero
de ala ancha, cogió un poco de aquel barro espeso y se lo llevó a la boca.
Paladeó el sabor a metal y algo más, lo que le confirmaba que ella había pasado
por allí, que el rastro era el correcto. Saboreó los restos de líquido
amniótico y maldijo por lo bajo. Lo había hecho, se había atrevido a llegar
hasta el final y ahora él debía cumplir con su deber: tendría que matarlos a
los dos.
Sacudió la cabeza y el cabello
largo cubrió sus ojos. Se permitió un momento para llorarles. Luego apartó los
mechones de un manotazo y se caló el sombrero de nuevo. Debía darse prisa
porque las primeras estrellas titilaban ya en el cielo añil. Ajustó su capa
hasta que le cubrió el cuello para protegerse de aquel viento que le azotó de
pronto, como si el filo de un cuchillo tanteara el perfil de su cuerpo. Cerró
los ojos. Había calma cuando inició la persecución. «¿Será ella la que envía el
viento?», pensó de forma fugaz, «¿O será él, que tras haberse librado del
velo…?». Un temblor le sacudió los hombros y la urgencia le atenazó la
garganta.
Corrió. Sus tobillos zozobraban
al pisar las piedras, y las ramas de los arbustos se le enredaban alrededor de
ellos como si quisieran retrasarle. El hombre ya no sabía si se estaba
volviendo loco o las leyendas eran ciertas y la ley que él debía cumplir la
habían dictado por ese motivo: para protegerles de «eso».
Un dolor sordo en el pecho por
el esfuerzo de la carrera se unió al que sentía en la nuca. Le habían cogido
desprevenido y la partera le había golpeado con un jarro de agua mientras él
balbucía al ver el producto de la larga agonía de su esposa. La anciana había
actuado a sabiendas de que él respetaría la ley, aunque debía reconocer que en
aquel momento, la duda le había paralizado. Era su mujer la que yacía en esa
cama; era su hijo, silente, el envuelto en el velo.
La
noche cubrió cada línea con una sombra y ocultó las formas reales del bosque.
Bien podían ser espíritus u hombres, animales salvajes o árboles centenarios.
El aullido de un lobo rasgó el viento y se dividió en varias voces que se
fueron superponiendo, rebotando en un eco que llegaba de todas direcciones, y
al final, como una nota lejana y amenazante, le pareció escuchar el llanto de
un niño.
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