Autor: Aiser Rey Salas
Al
principio no hizo nada. Después, cuando el mar cobró su debida deuda y el
naufragio hubo terminado, Roderick estalló en cientos de lágrimas saladas que
ayudaron a que la zozobra del barco fuera aún más rápida e implacable. Sin
apenas tiempo para santiguarse o maldecir su infortunio, se adentró en una
espiral de líquido que entraba y salía de su boca, de sus fosas nasales, de las
mismas cuencas de sus ojos. Más cerca de la muerte que de la salvación, apenas
tuvo fuerzas para abandonarse y dejar que el destino hiciera con él lo que
mejor le viniera en gana.
Y
el destino, dicen, es la más sucia y peligrosa de las rameras que gobiernan la
faz de la Tierra; es capaz de encontrar un final a cualquier historia, por muy
tramposo que sea aquel, y temeroso al mismo tiempo de la afilada navaja de
Ockham; es, simplemente, un diablillo antojadizo y soñador que no se conforma
con lo más sencillo. Por eso, fue extraordinario lo que hubo de sucederle al bueno
de Roderick. No tanto por el hecho de sobrevivir a un naufragio, allí donde sus
compañeros perecieron; tampoco por la feliz circunstancia de encontrar un suelo
de arena, en el que reponerse de la ordalía marítima a la que había sido
sometido; ni tan siquiera por el hecho de que en aquella isla no hubiera otra
alma humana que no fuera la suya. El verdadero milagro, la constatación de que
Dios juega a los dados con más asiduidad de la esperada, quedó reflejada al
comprobar cómo, en uno de los bolsillos de sus calzas, un pequeño librillo
había sobrevivido a la tragedia.
Este
se había conservado razonablemente bien. La salitre se incrustaba en cada una
de sus páginas y el título de la obra se había diluido hasta tornarlo
ininteligible; sin embargo, la tinta de las hojas permanecía indeleble en su
lugar y ni tan siquiera el continuo empapar del agua embravecida había menguado
la consistencia del papel. Se diría que aquel libro había sido seleccionado
especialmente para aquella misión; allí donde cualquier otro ejemplar se habría
deshecho como un azucarillo en té caliente, el libro que Roderick portaba junto
a él había resistido los embates de la vida que aquel marino errante padecía.
Tras despertarse entre mareos, se recostó contra la
corteza rugosa de una palmera y recuperó lentamente la consciencia. Ser sabedor
de su enorme fortuna le arrancó lágrimas gruesas como cuajarones: estaba vivo.
Se disculpó mentalmente con sus antiguos compañeros de travesía; con Joe el
Tuerto, con Jack, con el capitán Smith, con todos ellos. Ahora, no quedaba nada
que demostrara su mera existencia, no quedaba rastro alguno de su errático
devenir. La culpa del superviviente atenazaba a Roderick y le insinuaba el
peligroso sendero de la locura y la derrota vital.
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