Autora: Ángela Eastwood
Lo
último que recordaba, antes de que aquel coche la lanzara veintitrés metros por
el aire, fue que andaba hablando por el celular. Tiempo después logró abrir los
ojos lo suficiente para descubrir que estaba en un hospital. Más tarde supo
también que la única que había ido a
verla fue Connie Williams, la chica de sus sueños. A las preguntas de los
médicos sobre su identidad alcanzó a decir que su nombre era Lola Bunny y que
la apodaban así por su vieja relación con un enano medio chiflado que pateaba
cabezas mientras mordisqueaba zanahorias. Cuando salió del hospital el cirujano
le recomendó tres cosas: que prestara más atención al tráfico, que no anduviera
con tipos enanos y que no se acercara a una nevera llena de imanes.
—El
cincuenta por ciento de tu cuerpo es hierro—añadió el cirujano sonriendo
socarrón.
Cuando
le explicó el chiste a Connie ella lo celebró dando palmadas.
Connie
dulce. Connie susceptible. Cuando golpeaba con mano ensortijada sonaba un
“booom” dentro de la cabeza. Lola aún recordaba aquella vez que aquel tipo
trajeado expulsó el humo de su cigarro puro en los ojos de Connie y le dijo:
“¿Qué tal si nos vamos al asiento de detrás y me haces una mamada, guapa?
Podría participar la tarada de tu amiga”. “Nunca, en toda tu jodida vida,
vuelvas a llamarla tarada”, contestó ella acercando sus labios carnosos a la
oreja cerosa de aquel mamón. Luego sonó el disparo. El tapiz aterciopelado del
Cadillac verde ciprés quedó hecho un asco.
De
vez en cuando Connie castigaba a Lola, pero no soportaba que nadie la insultara.
Era su chica y le profesaba un amor incondicional y rabioso. Por otra parte si Connie gritaba que había que
correr Lola corría, si avisaba que había que esconderse Lola lo hacía sin
preguntar por qué.
Cuando
salió del hospital Connie la esperaba con unas flores y unos bombones. En el
ascensor le dijo, exultante: “tengo planes, cariño, planes muy buenos para las
dos. Vayamos a casa”.
Su
casa. Una caravana en mitad de un terreno yermo rodeada de otras caravanas.
Allí vivía la gente que no quería ser encontrada.
Al
atardecer, sentadas y con sendas cervezas, Connie suspiró satisfecha. Lola la
miró fascinada. Observó su pelo rojo, su boca grande y firme, sus manos
nerviosas, sus ojos claros y persuasivos.
—¿Recuerdas
lo que te prometí la primera vez que nos acostamos?—le preguntó.
—Sí—susurró
Lola bajando los ojos. Recordaba aquella primera paliza. Luego de explicarle,
con paciencia, el porqué de aquel castigo, Connie le hizo el amor con una
dulzura exquisita—. Fue el día que me porté mal. Juraste que si mejoraba
depositarias el mundo a mis pies.
—Exacto,
cielo. Pues bien, ese momento ha llegado. Tú y yo vamos a hacer algo muy grade,
nena. Acércate.
Connie tomó una larga ramita y comenzó a dibujar en la
tierra. Era el interior de una sucursal bancaria y alrededores.
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