Autor: Robe Ferrer
Como
cada tarde, Jake se sentó en el banco a esperar. Llevaba dos meses vigilando a
aquel hombre. Su mujer sospechaba que tenía una aventura extramatrimonial, por
eso había contratado sus servicios.
Necesitaba
capital y nunca decía que no a un encargo de aquellas características. Suponía
un dinero fácil. El cliente le entregaba datos y fotos de la persona a vigilar
y él se limitaba a seguirla. En una semana, o poco más, tenía un elaborado dossier
sobre las actividades que el interesado suponía que tenía su pareja y caso
resuelto. Él recibía aquella pasta gansa cuando el cliente confirmaba (o
desmentía) sus sospechas.
Sin
embargo, en esta ocasión no había resultado tan sencillo. Había esperado al
marido a la salida del trabajo y lo había seguido hasta una nave de trasteros y
guardamuebles de alquiler.
Cuando
quiso entrar al interior, el vigilante se lo impidió argumentando que solamente
podían entrar quienes tuviesen un habitáculo registrado a su nombre o fueran
con una orden judicial para inspeccionar alguno de ellos en concreto. Como no
tenía ni una cosa ni la otra, no pudo pasar.
Al
poco alquiló un trastero para poder entrar en la nave, pero fue inútil porque
cada pequeño almacén era independiente de los demás y la forma de acceso a cada
uno era única e independiente del resto. Solo el propietario, mediante una
llave especial, podía llegar hasta la puerta correspondiente.
Había
intentado hacerse el encontradizo con él. Había contactado por una red social simulando
ser un antiguo compañero de colegio y hasta había preguntado en el entorno
laboral, pero nada. No había conseguido ningún dato adicional. Su vida fuera del
hogar y el trabajo era demasiado hermética. Nadie sabía lo que hacía desde que
entraba a aquel almacén hasta que volvía a salir, varias horas después, para
regresar a su hogar.
Jake
también vigió varios días los trateros tanto antes de la entrada del marido
como después de su salida. Permaneció sentado en el coche durante horas sin
ningún resultado positivo.
Su
cliente estaba impacientándose por la falta de noticias que confirmaran sus
sospechas o que las descartaran de una vez por todas. Él siempre le decía lo
mismo, que tarde tras tarde salía del trabajo y se dirigía hacia aquellos
almacenes. Entraba, permanecía algunas horas y salía de nuevo para regresar a
casa. La mujer, cansada de oír todas las semanas lo mismo, le había dado un
último plazo. Tenía otra semana más para averiguar qué hacía su marido en aquel
lugar.
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